LA REBELIÓN DE LOS
PENSIONISTAS
POR
JUAN FRANCISCO MARTÍN SECO
Para
mostrar y asegurar la viabilidad del sistema hay que sacar las pensiones del
estrecho margen de la Seguridad Social y de las cotizaciones y situarlo entre
todas las obligaciones del Estado y de un Estado Social que es el que establece
nuestra Constitución.
Las
pensiones públicas se han visto siempre amenazadas, pero no por las
limitaciones económicas, sino por los intereses del sistema financiero y de las
fuerzas económicas. La ofensiva ha sido constante. Ya en los años ochenta y
noventa el sistema público sufrió varias reformas, todas ellas encaminadas al
empeoramiento de las condiciones para los beneficiarios, pero ha sido en este
siglo, con la llegada del euro y principalmente con la crisis económica, cuando
el ataque ha sido férreo y ha afectado a los mismos cimientos del sistema.
Las
pensiones públicas han estado en el centro de todas las políticas de austeridad
y de los diversos ajustes impuestos a los países miembros por Bruselas. En
España la agresión se inició en aquella fatídica noche de mayo de 2010 en la
que, contra toda lógica, Zapatero y su ministra de Economía se entregaron sin
resistencia alguna a las presiones de Alemania. Junto al tajo dado a las
retribuciones de los empleados públicos, se congelaron las pensiones. La
ofensiva continuó con la reforma acometida más tarde, en 2011, por el mismo
Zapatero, en la que ya se perfilaba el factor de sostenibilidad; pero se
consumó y perfeccionó con la emprendida por Rajoy en 2013, con efectos letales
tanto por la eliminación de la actualización anual de la pensión por el
incremento del IPC, como por la concreción del factor de sostenibilidad, que
amenaza seriamente la cuantía de las futuras prestaciones.
Todas
estas modificaciones en el sistema han tenido un mismo origen, la coacción, de
una o de otra forma de Bruselas. Difícilmente se puede hablar por tanto de
haber superado la crisis, si no se les restituyen a los pensionistas sus
anteriores derechos. No puede extrañarnos, en consecuencia, el grado de
virulencia que están mostrando las múltiples manifestaciones de pensionistas.
Era evidente que cuando la inflación retornase a tasas normales, iba a hacerse
presente uno de los efectos más negativos de la reforma, la depreciación
progresiva de la cuantía en términos reales de las prestaciones.
Durante
este tiempo, las distintas fuerzas políticas han estado mareando la perdiz sin
enfrentarse seriamente con este problema. Tan solo cuando los pensionistas se
han echado a la calle es cuando han intervenido, pero con una única finalidad:
pescar votos en río revuelto. Junto a los muchos errores, el Pacto de Toledo
tenía dos aspectos positivos. El primero, el compromiso de todos los partidos
de no utilizar las pensiones como arma electoral; el segundo, garantizar a los
jubilados que sus prestaciones mantendrían el poder adquisitivo. Ambos factores
parecen haberse perdido en el momento presente.
En
el tema de las pensiones -que afecta tanto a los jubilados actuales como a los
futuros- se dan dos aspectos que, aunque conectados, conviene separar. Uno es
el de la actualización anual de las pensiones, contemplado hasta en la Carta
Magna; el otro es el de la solvencia del sistema en el futuro.
La
actualización o no de las pensiones por el IPC es un falso problema que solo
aparece como tal cuando se rodea de falacias. En la época en la que estaba
vigente la actualización de las prestaciones por el IPC, si la inflación había
crecido más de lo esperado y había que pagar la correspondiente diferencia a
los jubilados, casi todos los medios de comunicación asumían la mentira de que
representaba un coste adicional al erario público, lo que no es cierto, ya que
con la inflación también se incrementan los ingresos del sector público en
igual o mayor cuantía.
Antiguamente
muchas familias de economía modesta cuando iban a tener un hijo afirmaban, con
cierta ironía, esa especie de máxima de que los niños traían un pan debajo del
brazo, lo cual en la mayoría de los casos no era cierto. Pero algo parecido, y
en esta ocasión sí que con razón, se puede predicar del impacto de la inflación
sobre el presupuesto del Estado. La inflación viene con su financiación debajo
del brazo, porque si bien puede incrementar los gastos del Estado, también
aumenta automáticamente todos los ingresos.
Hacienda
afirma que este año la recaudación impositiva va viento en popa. La razón hay
que buscarla ciertamente en que la economía en términos reales está creciendo
un 3%, pero también en el incremento de los precios, que aumenta de forma
automática los ingresos del Estado. No hay, por lo tanto, ninguna razón para
negarse a la actualización. Rechazarla es tan solo aprovechar la inflación para
hacer una transferencia de recursos del colectivo de los pensionistas a las
otras aplicaciones presupuestarias o a la reducción del déficit.
La
excusa que utiliza el Gobierno, y de alguna forma también Ciudadanos, la
carencia de recursos presupuestarios, no es aceptable. Es un tema de elección,
de decisión política. ¿Por qué el recorte tiene que ser en las pensiones y no
en otras partidas de gasto? ¿Por qué no en defensa, en la financiación de las
Comunidades Autónomas, en los gastos de los Ayuntamientos o en las inversiones
públicas? ¿Por qué no prescindir de los compromisos adquiridos con Ciudadanos
de bajada de impuestos, de establecer los complementos salariales que en el
fondo suponen una subvención a los empresarios, o de reducir las cotizaciones
sociales? ¿Por qué quitar a los pensionistas lo que les corresponde para
dedicarlo a otras partidas quizás mucho más dudosas e inadecuadas?
La
no actualización puede considerarse un robo, un verdadero expolio. Constituye
sin justificación un impuesto específico a los pensionistas. Impuesto que tiene
un carácter acumulativo, lo que produce a medio plazo efectos devastadores en
las pensiones. Imaginemos una inflación promedio anual del 2%. El primer año la
no actualización es equivalente a un impuesto del 2%, el segundo año sería de
un 4% (1,02 x 1,02), del 6% el tercer año (1,02 x 1,02 x 1,02). Y así
sucesivamente. El año diez, el impuesto acumulativo sería equivalente al 22%.
El año veinte, el impuesto sería del 48%. Es decir, para una persona que
llevase 20 años de jubilación, la pensión sin actualización anual sería la
mitad de lo que le correspondería si se hubiese actualizado año a año.
La
protesta de los pensionistas está obligando a todos los partidos a
pronunciarse. El Gobierno se está viendo forzado a dar una alternativa,
alternativa que no es fácil de entender. Se trata de conceder a algunos
pensionistas una desgravación fiscal. Todos los gobiernos tienen la tentación,
contra la lógica más elemental de la Hacienda Pública, de conceder las ayudas
sociales como minoración de ingresos, en lugar de a través del correspondiente
capítulo de gastos. Además de los muchos defectos que la teoría impositiva
predica de los gastos fiscales, hay que señalar que la finalidad de la
administración tributaria es la de cobrar los impuestos y perseguir el fraude,
no la de gestionar las pensiones. Para este cometido, ya está el Ministerio de
Trabajo.
Aun
cuando no se conoce bien en qué va a consistir el alcance concreto de la
medida, se puede afirmar que solo hay una explicación para huir de la
actualización anual de las pensiones por el IPC y establecer en su lugar una
prestación social a los pensionistas. La razón hay que buscarla en que el coste
de esta ayuda será muy inferior al de la actualización, seguramente porque el
número de beneficiarios será muy reducido, pero también y principalmente porque
la prestación no será acumulativa y en el caso de la actualización, sí.
El
Gobierno en su argumentación está utilizando cifras que pueden inducir a
engaño. Afirma que la pensión media ha crecido en el último año el 14%. El dato
puede ser cierto, pero la razón no es, tal como se asegura, porque ese haya
sido el incremento de las pensiones individuales, sino porque las prestaciones
de los jubilados que abandonan el sistema es sustancialmente inferior a la de
los jubilados que se incorporan, lo que es más bien revelador de cómo la
cuantía de las pensiones se deteriora a lo largo del tiempo, y eso que hasta
ahora se han venido actualizando por el IPC.
Desde
el Ministerio de Trabajo, departamento del que han surgido las reformas más
duras y reaccionarias (no sé por qué los pensionistas se fueron a manifestar
ante el Ministerio de Hacienda en lugar de ir al de Trabajo, que es el que
elaboró la ley), se ha filtrado un cuadro que ha recogido algún periódico de
Madrid. Pretende mostrar cómo evolucionará en el futuro el porcentaje del gasto
en pensiones sobre el PIB, si se actualizasen las prestaciones por el IPC.
Distingue varios escenarios según el incremento real de la economía, pero
curiosamente la hipótesis que escoge para la inflación siempre es la misma,
1,8%. La razón es evidente, los datos son idénticos sea cual sea la inflación;
incluso si esta fuese cero y por lo tanto no hubiese ninguna actualización de
las prestaciones. No sé si los datos son buenos o malos. Solo el ministerio
tiene las tripas, y conoce las hipótesis sobre las que se han elaborado, pero
cuadros como este se vienen confeccionando desde los años ochenta sin que jamás
se haya acertado en las previsiones a tan largo plazo. En cualquier caso, lo
que es seguro es que la evolución del porcentaje del gasto sobre el PIB no
depende de la inflación ni de que se actualicen las pensiones. Otra cosa es que
se quiera aprovechar la inflación para rebajar las prestaciones a los jubilados
y conseguir así que el gasto total se reduzca. En ese caso es innegable que cuanto
mayor sea el IPC, mayor será el recorte que se dé en términos reales a las
pensiones y menor, el gasto total, lo que no tiene mucho sentido.
Ante
el tema de la revalorización, el líder de Ciudadanos se pone trascendente y
afirma que ese no es el problema, sino que hay que acudir al tema de la
sostenibilidad a largo plazo, y habla de crear empleo, de subir los salarios,
de arreglar el problema de la natalidad, de la conciliación. Todo eso está muy
bien, pero, mientras se consigue, permítase a los jubilados actuales no perder
al menos poder adquisitivo. Es la falsa parábola de la caña y el pez, que tanto
emplean los que se oponen a las prestaciones sociales. Lo de enseñar a pescar
puede ser muy bueno, pero mientras aprende, désele el pez al que lo necesita,
porque mientras aprende o no se ha podido morir de hambre. Algo parecido ocurre
con las pensiones. Mientras se crea empleo, se corrige la tasa de natalidad o
se suben los salarios, manténgase el poder adquisitivo de los pensionistas.
La
viabilidad del sistema público de pensiones no se puede cifrar en el mero hecho
de rebajar poco a poco las prestaciones, que es lo que se lleva haciendo
reforma tras reforma. Eso no es hacerlo viable, sino destruirlo paso a paso.
Además, así soluciona el problema cualquiera. El remedio tampoco puede venir ni
de la natalidad ni de la conciliación, ni siquiera del empleo y de los salarios
en sí mismos. Para mostrar y asegurar la viabilidad del sistema hay que sacar
las pensiones del estrecho margen de la Seguridad Social y de las cotizaciones
y situarlo entre todas las obligaciones del Estado y de un Estado Social que es
el que establece nuestra Constitución. Pero este aspecto merece un artículo
completo, así que lo dejamos para la próxima semana.
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