EL HIERRO, EN CENTRO
DEL MUNDO
IVÁN MORALES TORRES
ÁNGHEL MORALES GARCÍA
Suelo
ser de los que sienten un apego moderado hacia todo, incluso hacia aquello que
me alegra y me hace feliz; los objetos inanimados pueden ser en cualquier
momento víctimas de la obsolescencia programada, las amistades son cada día más
pasajeras y volátiles y la familia, obviando a mis progenitores, cuesta mucho
mantenerla unida y estructurada. No es por pesimismo, sino por realidad.
Siempre
intento disfrutar del momento siendo consciente de que se puede terminar y en
cierta medida lo perecedero se degusta como nada, y para ejemplo la vida misma.
Si hay algo por lo que manifiesto incluso menos sentimientos de atracción,
dependencia emocional y afecto injustificado es por los lugares. Es ridículo
pensar que se puede poseer un sitio, un paisaje, un rayo de sol, unas vistas
más allá de un instante, por muchas fotografías y vídeos que se tomen.
Y
entonces, un día, me llevaron a El Hierro…
Con
cuatro años es imposible recordar nada. De hecho, todos los viajes previos a
mis 12 se mezclan con mis sueños, pesadillas y otros recuerdos de la infancia y
adolescencia temprana hasta el punto, en ocasiones, de no conseguir ubicarlos
en la línea temporal de mi vida y, a veces, no ser capaz de diferenciar bien lo
soñado de lo vivido.
Y
entonces me llevaron a El Hierro, de nuevo…
No
recuerdo bien cuándo exactamente empecé a sentir esto o si fue el fruto de viaje
tras viaje y experiencia tras experiencia que mi montaña de desapego se vio
erosionada por el encanto, el misterio y la peculiaridad de esta isla. Es
imposible frecuentarla y que no remueva sentimientos varios. Y también es
complicado ir una vez y no frecuentarla.
Es
posible que sea debido a sus misteriosas criaturas, desde su fondo marino
cristalino y atrayente, lleno de morenas, carmelitas y medregales, hasta sus
aves pintorescas como abubillas, petirrojos y paséridos que revolotean sus
cielos en su mayoría despejados, debido a la baja estatura de la isla. Y no nos
olvidemos de los famosos lagartos gigantes, los caballitos del diablo y los
sarantontones, entre otras muchas especies.
Sin
embargo, siendo honestos, no soy un amante del buceo, ni de la ornitología, ni
tampoco me he detenido todavía en el Ecomuseo de Guinea, en el Golfo, a admirar
los Lagartos. Pero…
Sí
que he admirado las sabinas y su capacidad para crecer en los lugares más
insospechados, para enfrentarse a los fuertes vientos de la zona, para haber
florecido del guano de los cuervos y, pese a todas las adversidades, haber
florecido únicas y con belleza peculiar y obnubilante.
Sí
que he caminado hasta el Garoé y he dejado que me envolviera su bruma, su halo
místico, su fina línea entre la magia y la realidad. El breve camino rodeado de
pozos que conduce desde el relativamente reciente Centro de Visitantes hasta la
pared de roca que lo circunda está plagado de una historia de traición,
tragedia y locura casi palpable.
Sí
que he descendido por las serpenteantes y estrechas carreteras del Julán hasta
la punta de Orchilla para descubrir que la isla sigue buscando su lugar en el
mundo, que de ser el final pasó a ser el principio de un nuevo comienzo siglos
atrás, del centro del mapamundi al mundo entero, convirtiéndose en un referente
mundial en sostenibilidad, ecologismo y respeto por el planeta.
Sí
que he disfrutado de las frías aguas del norte de la isla, desde las del Charco
Manso, hasta el Charco azul y he admirado cuantiosas puestas de sol desde Tacorón.
He degustado quesadillas de todas las partes de la isla y me he recreado los
oídos con conciertos de Bimbache Jazz en Tigaday. He contenido la respiración
para ver si algún duende de la buena suerte me la brindaba al pasar por el
túnel de Timijiraque y he tratado de buscarle forma al Roque de Bonanza. Sigo sin ver al león y
al oso. He buscado en visitantes de otro planeta la explicación a la Piedra de
El Regidor, he admirado las vistas del Mirador de la Peña, impresionado por
esos inseparables hermanos que son Los Roques de Salmor, he visto cómo un curandero le arreglaba el pie
a una niña y he deseado poder comprender las pintadas del Julán. He bregado con
mi padre en el terrero forestal de la Hoya del Morcillo, he buscado figuras
extrañas en la noche, presentes en la niebla de las solitarias carreteras del
Mocanal y he visto humear al volcán de la Restinga. He recorrido el camino de
la Virgen y la he visitado en su iglesia, aunque hace más de dos décadas que no
consigo ver su figura. Me he enriquecido con la sabiduría de los mayores de
Guarazoca y he alucinado con su manejo del pito y su agilidad ejecutando el
salto del pastor.
Y
sobre todo, he aprendido a no apegarme a la gente, a los paisajes o a una isla,
sino a un concepto, que el Hierro, su gente y sus paisajes representa a la
perfección.
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