LA CATÁSTROFE ES NO
HACER NADA
YAYO HERRERO
A
comienzos de los 70 se publicaba el informe Meadows sobre los límites al
crecimiento. Han hecho falta más de 40 años para que las élites mundiales
reconozcan, al menos en los discursos, lo que el movimiento ecologista llevaba
advirtiendo desde hacía décadas: de no afrontar una profunda y rápida
transformación de los metabolismos económicos, enfrentaremos una gravísima
desestabilización global de los ecosistemas y ciclos naturales con desastrosas
consecuencias sobre los territorios y la vida.
Lo
que llamamos economía es un potente sistema digestivo que devora, a toda
velocidad, minerales, petróleo, bosques, ríos, especies y personas, y defeca
gases de efecto invernadero y residuos peligrosos que envenenan la tierra, el
aire o el agua. El edificio del capitalismo globalizado se ha construido sobre
la quema acelerada de carbón, petróleo y gas natural desencadenando el cambio
de las reglas del juego que han organizado el mundo vivo durante los últimos
milenios.
Hemos
sobrepasado el pico del petróleo convencional, y las energías renovables, con
tasas de retorno energético mucho menores y dependientes de una extracción de
minerales también declinante, no pueden sostener la dimensión material de la
economía, sobre todo sabiendo que esos mismos materiales son también demandados
para electrificar el transporte y digitalizar y robotizar la economía. Las
reservas de minerales no dan para todo lo que se pretende hacer con ellas.
Si
además miramos la pérdida de biodiversidad – el mayor seguro de vida para
adaptarse a fuertes desequilibrios –, el declive de reservas pesqueras en todo
el mundo, el proceso de cementación y crecimiento de las ciudades, la
contaminación masiva, el desorden radiactivo y la proliferación de productos
químicos, podemos concluir que nos encontramos ante una gran encrucijada. Ese
gran almacén y vertedero inagotable que algunos veían en la naturaleza, tiene
efectivamente límites que ya están sobrepasados y, a pesar de sus promesas y
discursos, ni el capital ni la tecnología son capaces de reparar el daño que
ellos mismos crearon.
Aunque
cada vez más personas son conscientes de que el planeta “está mal y hay que
salvarlo”, la repercusión y consecuencias de esta crisis de lo vivo sobre la
vida, la economía y la política pasan inadvertidas para la mayoría. Pareciera
que la crisis ecológica es una cuestión técnica o de expertos, un asunto
despolitizado. Pero plantar cara a la difícil situación que enfrentamos
requiere afrontarla políticamente y cuestionar algunas creencias.
Lo
primero, es entender que no hay economía o sociedad sin naturaleza. La economía
es un subsistema de la biosfera, no al revés. La crisis ecológica está en el
centro de la crisis económica. Los Treinta Gloriosos que proporcionaron el
llamado estado de bienestar, solo en una pequeña parte del mundo, no se van a
repetir nunca más. No hay energía ni minerales que puedan sostener
materialmente un pacto neokeynesiano. Por tanto necesitamos pensar cómo
satisfacer las necesidades humanas de forma justa sin contar con bienes que ya
no existen y con el cambio climático en marcha.
En
segundo lugar, hay que recordar que la crisis ecológica y el cambio climático
inciden con mucha más violencia sobre las personas más pobres, dentro y fuera
de nuestras fronteras.
Cuando
la economía no crece se destruye y precariza el empleo, y los recortes afectan
a servicios públicos y a necesidades básicas que pasan a ser atendidas en los
hogares. Las familias se convierten en el sostén material ante las crisis y
dentro de ellas son mayoritariamente mujeres quienes de forma no libre terminan
sosteniendo la vida.
El
cambio climático y el extractivismo están en el origen de la expulsión de
muchas personas de sus hábitats, generando unos movimientos migratorios masivos
que no han hecho más que empezar. Quienes tienen poder económico, político y
militar se sienten con el derecho a disponer de un mayor espacio vital, aunque
para ello haya que expulsar, ahogar, congelar o matar de hambre o a la
población “sobrante” que es estigmatizada como no empleable, antisistema,
fanática o violenta, para poder justificar moralmente su abandono y exterminio.
La
crisis ecológica es por tanto, parte, la más material si cabe, de la lucha de
clases. Se trata de conflicto ecológico-distributivo que desvela que nos encontramos
ante una tensión estructural entre el capital y la vida.
En
tercer lugar, es preciso tener muy en cuenta que esta crisis no tiene una
solución meramente tecnológica. Con frecuencia, la tecnociencia controlada por
el mercado se postula como la única capaz de resolver los problemas que ella
misma ha creado. Para saber si esas soluciones son o no aceptables hay que
preguntarse si pueden ser universalizadas, si van a poder alcanzar a cubrir las
necesidades de las mayorías sociales. Con la correlación de poder existente es
perfectamente imaginable una “patada adelante” que garantice los niveles de
vida deseados a una parte minoritaria y privilegiada, a costa de la desposesión
de amplios sectores de población. La tecnología es condición necesaria pero no
suficiente. Necesitamos rearmarnos comunitariamente para resistir las promesas
individualistas y adormecedoras de la tecnolatría e interpretar la crisis en
clave de problema político. Si tenemos bienes comunes limitados y decrecientes,
la única posibilidad de justicia es la distribución equitativa en el acceso a
la riqueza. Luchar contra la pobreza es luchar contra la acumulación de la
riqueza.
En
cuarto lugar, parece que los grandes poderes económicos y políticos no se fían
de sus propias recetas y ellos sí que se están moviendo y tomando medidas ante
la crisis ecológica. En el plano económico proliferan y se intensifican los
tratados de libre comercio que blindan el acceso a materias primas y protegen
la obtención de beneficios en contra de la vida de la gente; en el plano
político se legisla contra la resistencia y las alternativas autoorganizadas
que pongan en riesgo las tasas de ganancia del capital o generen poder popular
y descentralizado.
Los
documentos estratégicos militares señalan que ante un futuro de creciente
incertidumbre, son los ejércitos, con su eficacia y rapidez de actuación
quienes pueden constituirse como “especialistas del caos” y llevan ya tiempo
haciendo movimientos para colocarse en posición de ventaja ante los conflictos.
El cambio climático, considerado un multiplicador de amenazas, sirve de justificación
para abordar las migraciones forzosas o la violencia del extractivismo, no como
una cuestión de justicia, sino de seguridad.
Reorganizar
las sociedades para que quepamos todas, requiere un reajuste valiente, decidido
y explicado del metabolismo social. La clave es aprender a vivir bien y de
forma justa con menos energía y materiales. Delegar en quienes recortan
servicios básicos, desahucian y degradan condiciones laborales, o confiar en
quienes han hecho de la corrupción una forma de gobierno estructural es
objetivamente inútil, pero pretender aplicar políticas emancipadoras y
redistributivas mediante meros retoques en un capitalismo que se pinta de
verde, también lo es. Y en un marco de incertidumbre creciente, cuando quienes
prometen seguridad, justicia y bienestar fracasan, lo que viene detrás son los
neo-fascismos. Ya está pasando.
La
magnitud del desafío es tal, que sería preciso decretar un período de
emergencia y excepción para aplicar medidas urgentes que pasarían por:
1)
Iniciar un proceso constituyente que sea la base para un cambio jurídico e
institucional que proteja los bienes comunes (agua, tierra fértil, energía,
etc.), garantizando su conservación y el acceso universal a los mismos mediante
un control público, que podría ir desde una verdadera regulación hasta la
socialización (no hablamos de la mera estatalización).
2)
Reorientar la tecnociencia, de forma que la I+D+I se dirijan a resolver los
problemas más graves y acuciantes.
3)
Establecer una estrategia de adaptación y mitigación del cambio climático capaz
de garantizar la necesaria reducción de gases de efecto invernadero y la
protección de las personas, otras especies y los ecosistemas.
4)
Abordar un plan de emergencia para un cambio del metabolismo económico basado
en el decrecimiento drástico de la esfera material del mismo: transformación de
los sistemas alimentarios (con una reducción drástica de la producción y
consumo de proteína animal), cambio de los modelos urbanos, de transporte y de
gestión de residuos, relocalización de la economía y estímulo de producción y
comercialización cercanas.
5)
Dedicar recursos económicos y financieros para acometer las transformaciones
necesarias y urgentes.
6)
Garantizar la financiación de esta transformación generando una banca pública
no especulativa y centrada en posibilitar la transición.
7)
Establecer un sistema fiscal que sostenga servicios y sistemas de solidaridad
pública garantizando la equidad y reparto de la riqueza.
8)
Acometer un proceso de educación, sensibilización y alfabetización ecológica
que alcance al conjunto de la población, desde las instituciones, hasta las
escuelas, los barrios y pueblos, orientado a la adopción del principio de
suficiencia y la cooperación como aprendizajes básicos para la supervivencia.
9)
Impulsar y alentar todo tipo de iniciativas autoorganizadas y locales que
pongan la resolución de las necesidades en el centro.
Este
camino debería haber comenzado hace décadas pero, por el momento, la
disociación entre la dureza de la situación y la ausencia de medidas políticas
es dramática. Por el contrario, exponer la crudeza de estos datos y exigir que
sea la prioridad de las agendas políticas es tildado, con frecuencia, de
catastrofista. Es un error garrafal confundir la consciencia de los datos con
la catástrofe. Los datos son datos y es absurdo rebelarse contra ellos. La
catástrofe es que COP tras COP se constate que vamos al colapso y los
resultados sean irrelevantes.
La
catástrofe es no hacer nada. Nadie llama a su doctora catastrofista cuando le
diagnostica un tumor. Más bien, afronta el proceso de curación, reorientando
todo hacia la prioridad de conservar la vida. Eso es lo que toca ahora. Esa la
tarea política más importante, heroica y hermosa que tenemos por delante.