PACHARÁN CARLOS IIII
DAVID
TORRES
esentación del
retrato de Carlos III del artista
Jonathan Yeo. Europa
Press
En 1948, al poco del nacimiento del príncipe Carlos, la BBC le encargó al compositor Michael Tippett una obra que celebrara el acontecimiento. Entre ecos del folklore inglés, escocés y francés, Tippett entregó quince minutos de música deliciosa, probablemente la más accesible y brillante de su catálogo, una pequeña suite en cinco movimientos que merecería ser incluida a menudo en el repertorio sinfónico. Aparte de algunos chistes y algunas anécdotas, sospecho que esa suite en Re, compuesta en futuro imperfecto, es el único recuerdo memorable que va a dejar Carlos III de Inglaterra.
De momento, el retrato oficial
que acaba de presentarse esta semana, obra de Jonathan Yeo, ha ido a ingresar
directamente en la categoría de chiste, el cajón habitual donde se despachan
sus manías con la comida, sus conversaciones telefónicas pornográficas y su
lucha a brazo partido con un tintero al poco de su coronación. Acojonante que
el tintero se atreviera a llevarle la contraria a un tipo que, entre otras
extravagancias, exige que le sirvan, junto al té con magdalenas, 7 huevos
cocidos durante exactamente 7 minutos. En cuanto a las conversaciones
telefónicas con Camilla Parker Bowles, mucha gente se ha preguntado si ese tono
carmesí que inunda el óleo de arriba abajo no será una referencia a las ansias
sexuales del monarca. A fin de cuentas, Yeo ha declarado que la mariposa a
punto de posarse sobre el hombro del rey simboliza la transformación y en su
momento el príncipe Carlos confesó su deseo de transformarse en támpax.
Menos éxito ha tenido la
fantasiosa conexión que, según ciertos historiadores, une a la casa real de los
Windsor con la dinastía de Vlad el Empalador, el héroe nacional rumano que fue
el azote de los turcos y que dio pie a la leyenda de Drácula. Lo cierto es que
no hay que echarle mucha imaginación para vislumbrar, entre las nubes rojas y
rosadas que arropan la figura del rey, a un señor vampiro cubierto de medallas
y borracho de sangre. Sería demasiada imaginación atribuir a Yeo, en medio de
un encargo oficial, una crítica velada al imperialismo británico, a las
populosas matanzas perpetradas durante dos siglos en China, en India, en
Sudáfrica, en Kenia y en Irlanda.
Por mucho que se empecinen los
partidarios de la monarquía y los expertos en protocolo, los reyes ya no son lo
que eran: es un hecho. Hace tiempo que las monarquías occidentales funcionan
únicamente como símbolos decorativos, carnaza de tabloides, fascículos de la
prensa rosa. Son como figuras de porcelana, sí, pero salen por un pico. Eso sin
contar el bochornoso peaje intelectual y moral que hay que pagar ante la idea
de que un señor o una señora acceda a la jefatura del estado gracias a una
simple carambola genética.
A los españoles nos dices
"Carlos III" e inmediatamente pensamos en una marca de coñac, quizá
por eso este retrato en rosa de Carlos III nos parece una botella de pacharán.
En un célebre diálogo de To Be or Not To Be, de Lubitsch, se dice que Napoleón
dio nombre a un brandy y Bismarck a un arenque, con lo que Hitler,
inevitablemente, acabaría bautizando a un queso. Es difícil imaginar a qué
producto podría dar lustre un señor que empezó su reinado peleándose con un
tintero.
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