DE LA GENTE BUENA
JUAN CARLOS MONEDERO
Un reloj
de arena. / Pixabay
—Cuando estoy en
una discoteca y quiero tomarme otra copa, si recuerdo que para pagarla tengo
que trabajar una hora más, me lo pienso antes de pedirla—.
El otro día, en la clase de Teoría y práctica de la democracia, discutíamos que lo que realmente compra el dinero es, principalmente, tiempo. Es verdad que hay más cosas en el precio final de las mercancías —por ejemplo, el prestigio, el lucro o la escasez— pero medirlas en virtud del tiempo sigue brindando interpretaciones más fructíferas que otras teorías que, precisamente, lo que ocultan es lo que dura la dedicación al trabajo.
Es una idea que se
intuye en Aristóteles al diferenciar entre valor de uso y valor de cambio,
analizó el economista David Ricardo, expresó con contundencia el marxismo y se
convirtió en un código de barras en el antebrazo de los trabajadores en la
película En tiempo (Andrew Niccol, 2011). La dureza de la película está en que
ese código de barras es el que pasas cuando se termina la jornada de trabajo
—te carga "vida" en esa tarjeta que marca el tiempo que te queda—.
Luego vas al supermercado y decides si compras una botella de aceite de oliva
virgen extra o una de semillas. Sabes que a la salida te quitarán, bien una
hora de vida —te morirás, por tanto, antes— o solo 25 minutos —lo que te
permitiría, si la alimentación es buena, estar más tiempo en este mundo—.
Medir el dinero en
tiempo es algo subversivo. Te lleva a preguntarte por qué una hora de vida de
un banquero, del presidente de un Club de Fútbol o del dueño de una cadena de
supermercados, que es igual en dignidad a la de cualquier otra persona, vale
más que una hora de vida de su empleada de la ventanilla, de un futbolista
lesionado o de la persona que repone latas en los estantes.
Mirar el tiempo
abre perspectivas. Las cosas hermosas de la evolución humana han tenido lugar
gracias a gente que pueden caer en alguna de estas tres categorías: ha sido
generosa con su tiempo (y, por ejemplo, han regalado una vacuna que
descubrieron); se ha beneficiado de
gente que ha sido generosa con su tiempo (esto vale para artistas, científicos,
académicos, inventores, descubridores, escritores, etc.); o ha podido dedicarse
a desarrollar alguna gran obra gracias a que a otras muchas las han obligado a
ser "generosas" con su tiempo, por ejemplo esclavizándolas,
castigándolas o quitándoles cualquier posibilidad de hacer otra cosa que lo que
beneficiaba a los dueños de la finca.
El capitalismo ha
sido posible por la acumulación primitiva de capital (producto de expulsar a
los campesinos de sus tierras); por la acumulación sexual (producto de condenar
a las mujeres a hacer las tareas de reproducción en condiciones de silencio,
explotación y gratuidad); y la
acumulación imperial (que permitió el enriquecimiento robando vidas, riquezas o
mercados a otros países).
Este fin de semana
estuve en Sanlucar la Mayor, en el Aljarafe de Sevilla. Tenía lugar el
Encuentro Anual de Radios Comunitarias y me invitaron con Francisco Sierra a la
conferencia inaugural. Estos proyectos comunitarios, modestos pero firmes,
siempre olvidados por la izquierda y despreciados por hostiles por la derecha,
vienen siendo esenciales en España desde hace 40 años, cuando los ayuntamientos
progresistas, que nacieron de las primeras elecciones municipales (1979) tras
la dictadura, tenían la tarea de hacer valer que, en verdad, estábamos
recuperando la democracia.
En otros lugares,
como Venezuela, Colombia, Ecuador o Argentina, siempre han sido esenciales en
momentos en donde la democracia estaba en peligro o cuando los poderosos
conspiraban contra ella. Son los antecedentes de los actuales podcast,
youtubers o influencers, pero, como se recordaba en el encuentro, mientras que
estos nuevos comunicadores solo hacen valer su mirada individual y su
perspectiva crematística, las radios comunitarias siempre priorizan el elemento
comunitario de la información y del entretenimiento sin atender a (casi)
ninguna exigencia del mercado.
"Todo necio
confunde valor y precio", decía Antonio Machado. En cada tarea comunitaria
destaca el enorme valor que incorpora y la ausencia de precio. A nadie se le
ocurre preguntar si hay tarifas y, quizá por eso, no suele haber gente de la
derecha porque tampoco hay sobres. Su recompensa está en que otorga ingentes
cantidades de satisfacción personal. Porque incorpora ingentes cantidades de
tiempo generosamente regalado a la comunidad, en una cadena donde todos los
eslabones son necesarios para que el proyecto, sea el que sea, salga adelante.
Es esa íntima
satisfacción de haber hecho lo correcto. Cuando le preguntaban a Federico
García Lorca por qué dedicaban tanto esfuerzo a La Barraca, el proyecto de
llevar el teatro clásico a sectores populares que quizá ni lo entendían,
contestaba: "porque somos misioneros patológicos".
Las radios
comunitarias son un ejemplo de esos millones de "misioneros y misioneras
patológicas" que llevan decenios defendiendo el fuego en diminutas
hogueras que, sin embargo, construyen vida, calientan en el frio y reconfortan
en nuestros particulares abismos. Que son, como decía Calvino, ese "no
infierno" en mitad del infierno "que habitamos todos los días".
Como le ocurre a
tantos movimientos sociales, a grupos de lectura y escritura que ayudan a huir
de la soledad, a asociaciones de vecinos atentas al barrio, a quienes hacen
teatro para hacer más cultas a sus comunidades, a los que entienden la música
como su colaboración a un mundo más alegre y decente, a los investigadores que
ven la lucha contra el calentamiento global como parte añadida a su tarea
científica, a la gente que milita en partidos sin esperar nada que no sea
pararles los pies a los abusones y hacer mejor nuestros países.
Son esa gente que
te ayuda sin que esté escrito en ningún documento que tengan que hacerlo, que
madruga o trasnocha para que otros sepan de alguna iniquidad, que te regalan un
poco más de tu tiempo en la consulta, a la salida de clase, en el andén del
tren, en el autobús, el supermercado, en la tienda o en el portal de tu casa.
Nuestras sociedades
quieren organizar la sociedad sobre la base de la oferta y la demanda,
mercantilizando todos nuestros intercambios —vestir, comer, aprender,
divertirnos, jugar, hacer deporte, tener sexo o elegir a las amistades—
confiando en que la suma de nuestros egoísmos haga que el carnicero nos dé
mejor carne y a un precio más asequible confiando estrictamente en nuestra
capacidad como clientes.
Pero si miramos a
la historia y vemos que tenemos derechos civiles, políticos, sociales, que
tenemos una identidad con la que convivimos, que podemos atrevernos a burlar la
muerte sin caminar entre precipicios paralizantes, si somos, en suma, sujetos
de dignidad, ha sido siempre —siempre— porque mucha gente corriente, como usted
y como yo, decidió dejar de lado sus meros intereses individuales y apostaron
por regalar parte de su tiempo a algo que, entendieron, les hacía un poco más
grandes sin dejar de ser ellos mismos.
Son esas personas
generosas que, como decía Bertolt Brecht,
"cocinaron la cena" la noche de la victoria, conquistaron la
India con Alejandro, fueron los albañiles que levantaron los arcos del triunfo,
la muralla china, las pirámides o el Valle de Cuelgamuros, aunque nadie nunca
les cita en los libros de historia. Son esa gente que solo aparece cuando
cepillamos la historia a contrapelo.
Esa buena gente sin
medallas que te habla desde una radio en una habitación llena del éter de
quienes se saben en el lado correcto de la historia. Las gentes que están siempre
ahí haciendo que la rueda camine queriendo ser tan solo una de las partes del
mecanismo. La gente sin la cual el reloj que mide el tiempo de lo bueno no
funciona. Son la gente que hace posible siempre guardar la voz, reservar la
llama, atesorar la bandera y recordar las peleas. Los misioneros patológicos,
las misioneras patológicas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario