TERRORISTAS
JONATHAN MARTÍNEZ
Periodista
España e Israel celebraron en 2016 treinta años de amistades
diplomáticas con un sello conmemorativo
Podría parecer un simple sello, con su contorno de sierra, su anverso de colores y su reverso engomado, apenas una baratija para los coleccionistas y casi una antigualla para cualquier ciudadano de a pie. En enero de 2006, España e Israel celebraron veinte años de amistades diplomáticas y anunciaron un intenso calendario de efemérides con ceremonias de diversa índole, música a todo gas, delicias gastronómicas y un agitado tobogán de exposiciones pictóricas y saraos culturales. Los servicios filatélicos de ambos países, dijeron los periódicos, iban a sumarse a la chufla con un sello conmemorativo.
Aquella fue una
época convulsa para España. En 2005, Rodríguez Zapatero había anunciado su
voluntad de negociar el fin de ETA y el PP se aferró a sus asociaciones de
víctimas para sacudir las calles con pancartas, banderas y acusaciones de
felonía. El consenso del pacto antiterrorista saltó por los aires. Después,
todo sucedió muy rápidamente: el alto el fuego, el apoyo del papa Benedicto XVI
al proceso de paz, la mediación de Kofi Annan, las conversaciones del Gobierno
con ETA en Ginebra y Oslo, el estancamiento de los compromisos y, finalmente,
el atentado de la T4 en Madrid, que terminó por dar al traste con todas
nuestras esperanzas.
Mientras las vías
policiales se consolidaban y la vieja doctrina antiterrorista regresaba con
fuerza a España, nuestros diplomáticos ultimaban un acuerdo de cooperación con
Israel con el propósito de atajar la delincuencia "en sus diversas
manifestaciones". Los pormenores del pacto, publicados en 2008 en el BOE,
ponen el acento en la delincuencia organizada y mencionan especialmente el
terrorismo. Por su puesto, no adjuntan una definición exhaustiva del concepto
de terrorismo, de modo que todo queda al criterio particular de los firmantes.
En cualquier caso, ambas partes se comprometen a intercambiar información y
prestarse auxilio.
Aquel mismo año, el
año en que España e Israel ratificaron su comprmiso mutuo, comenzó en la Franja
de Gaza la Operación Plomo Fundido. La Fuerza Aérea israelí bombardeó los
territorios palestinos durante tres semanas de sangre y ceniza. Dijeron que los
misiles apuntaban con certeza contra "infraestructura terrorista",
pero en las primeras horas de fuego las agencias nos mostraron los cadáveres de
cinco niñas en Jabalia. El ministro de Defensa israelí, Ehud Barak, dirigió a
Estados Unidos un mensaje categórico contra toda opción de paz. "Pedirnos
un alto el fuego con Hamás es como pedirles a ustedes que hagan un alto el
fuego con Al Qaeda".
Barak había tocado
la tecla justa. Desde los atentados del 11 de septiembre contra el World Trade
Center de Nueva York, los países del llamado "mundo libre" librábamos
una suerte de guerra santa contra nuestros enemigos. George W. Bush lo llamó
Guerra contra el Terror y no solo permitió restringir los derechos civiles
dentro de nuestras fronteras, sino que además sirvió para devastar y colonizar
territorios ajenos, apetecibles por sus pozos petrolíferos o por sus
ubicaciones estratégicas. En los atentados del 11-S murieron cerca de 3.000
personas. La invasión de Iraq nos ha dejado alrededor de 300.000 cadáveres y un
rastro infame de fosas comunes.
Ya en 2014, las
voces más preclaras del mundo libre nos llamaban a luchar contra el terrorismo
del Estado Islámico sin que casi nadie se molestara en explicar cuáles eran los
orígenes de tal engendro. Un informe de la fundación FAES, sin embargo,
reconoce que en plena guerra de Iraq surgió un embrión fanático de lo que iba a
ser el Daesh "con el objetivo de luchar contra los infieles
invasores". Podría decirse que el Estado Islámico nunca habría existido si
una coalición de países occidentales no hubiera regado de vísceras todo el
Oriente Medio. Muy a menudo, el integrismo nace de la desesperación e invoca el
derecho a la legítima defensa.
Estos días, los
árbitros del mundo libre nos reclaman una adhesión sin condiciones contra el terrorismo
de Hamás, y cualquiera que se atreva a ofrecer un discurso disonante deberá ser
condenado a la hoguera de los desleales. Está prohibido decir que Hamás nunca
habría existido si Israel no hubiera vulnerado durante largas décadas todas las
normas elementales del derecho internacional y las resoluciones de las Naciones
Unidas. Prohibido mencionar la expansión colonial, las políticas de apartheid,
el bloqueo, la limpieza étnica, las redadas cotidianas, la tortura, los
asentamientos ilegales, los check-points diarios donde los trabajadores
palestinos son tratados como ganado.
¿Por qué
denominamos terrorismo a los atentados de Al-Qaeda pero no a los bombardeos
ilegales de Estados Unidos sobre Iraq? ¿Por qué denominamos terrorismo a la
incursión de Hamás en territorio israelí pero no a las masacres rutinarias de
aquellos que han convertido la Franja de Gaza en una escombrera? No hay un solo
argumento razonable que permita sostener semejante asimetría, como no sea el
deseo de denigrar al enemigo mientras reservamos para nuestros crímenes los más
exquisitos eufemismos. "Operación Libertad Duradera". "Operación
Acantilado Poderoso".
En 2016, España e
Israel celebraron treinta años de amistades diplomáticas y los servicios
filatélicos de ambos países emitieron un nuevo sello conmemorativo. Diez años
entre sello y sello. En España desaparecieron los atentados de ETA y el
concepto de terrorismo quedó reservado para los CDR, los jóvenes de Altsasu,
los tuiteros de la Operación Araña, los raperos y los chistes de Carrero
Blanco. Israel, por su parte, continuó su cruzada contra el terror sembrando el
terror allí donde sus aliados internacionales se lo permitieron. Sus aliados
internacionales somos nosotros y se lo permitimos todo.
Porque estamos en
el lado correcto de la historia. Nuestros gobernantes elogian la paz mientras
invocan el derecho a defenderse de los otros, las hordas bárbaras, estadística
sin nombre ni apellidos, animales que representan el mal en su forma más
repulsiva. Nosotros, la civilización. Ellos, los terroristas. Las palabras son
importantes y se clavan como balas. Solo quienes se adueñen de las palabras
podrán adueñarse también del mundo. El argumento, por supuesto, es de ida y
vuelta. Solo los dueños del mundo tienen el dinero suficiente para comprar
todos los abecedarios.
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