LA VIDA FASCISTA
La brutalidad
se ha adueñado de las altas instituciones, de los organismos públicos, de los
medios, de las redes, pero también de nuestros espacios cotidianos como trenes,
bares y calles
PACO
CANO
La España del odio./ Malagón
En su película El huevo de la serpiente, Ingmar Bergman nos presenta el ambiente previo al ascenso del nazismo en Alemania. Desde una trama personal que se enlaza con una trama social, se cuenta cómo la polarización, la quiebra de lo comunitario, el temor y la sospecha se van adueñando de la conciencia colectiva de la sociedad alemana. El nazismo estaba ahí, en lo cotidiano, en la manera de relacionarse, en la desconfianza, en la envidia provocada por la mediocridad que generan la competencia y la escasez. La pulsión destructiva se había instalado en la psicología de cada individuo, en sus miedos, en nuestros miedos. Era el triunfo del tanatos freudiano, la necrofilia de Sabina Spielrein.
Salvando las
distancias con aquella época de entreguerras, hace mucho que el estado de ánimo
colectivo en la actualidad tiene más que ver con el odio y la destrucción que
con el eros y la biofilia creativa. El fascismo se ha instalado en nuestro
inconsciente y se manifiesta a través de la corrupción, la extensión de la
infamia, la producción de mentiras y el acoso. Porque el fascismo no es solo un
desfile de camisas negras y brazos en alto, es también una manera de vivir, una
manera de relacionarse, una manera de estar destructivamente en comunidad, una
enfermedad social que ataca por igual a gente de distintas ideologías.
El chapapote
fascista se va extendiendo: Italia, Hungría, Polonia, Suecia, Finlandia,
Bolsonaro, Trump, España y, por si éramos pocos, está pariendo Argentina. La
brutalidad se ha adueñado de las altas instituciones, de los organismos
públicos, de los medios, de las redes, pero también de nuestros espacios
cotidianos como trenes, bares y calles. Es la vida fascista que nos rodea.
¿Cómo se ha
instalado el fascismo cotidiano en el inconsciente colectivo como norma de
relación? ¿Cómo se ha producido ese cambio radical, que llamaría Marcuse? ¿Se
nos ha dado la oportunidad de demostrar que somos lobos para nosotros mismos o
es la sociedad consumista con sus falsas necesidades la que ha conseguido
confrontarnos? “The life I've had can make a good man bad...”, decían The
Smiths.
No hay culpables
concretos, ni eslóganes concluyentes, pero parece que, entre la ignorancia
generalizada, la corrupción institucional normalizada, las falsedades y el
acoso en los medios, la agresividad productiva y la violencia publicitaria se
ha ido construyendo el monstruo. Son muchos años de sálvames, anarosas,
hormigueros, jimenezlosantos, libertadesdigitales, indas, aguirres, hernandos,
bárcenas, ratos, gúrteles, independentismosdesbocados y españolismosreaccionarios.
Muchos años formando e informando desde la insidia, la mentira y el desprecio;
muchos años incubando el huevo de la serpiente para que Vox y la sección ultra
del PP rentabilizaran el pensamiento dirigido, el miedo al otro, el desprecio
al diferente, el engaño aspiracionista, el empobrecimiento de los vínculos
sensibles y, sobre todo, el odio. Dice el cuento que la hormiga odiaba tanto a
la cucaracha que votó al insecticida. Murieron todos, incluso el grillo, que se
abstuvo.
Revisen sus
instituciones locales, ¿cuántos alcaldes y concejalas, reconocidos corruptos,
han recurrido a falacias e insultos y han sido votados masivamente? Revisen sus
redes, ¿cuántos comentarios denigrantes y amenazantes leen cada día? Revisen
sus medios locales, ¿no tienen en sus ciudades un periódico que permite
comentarios sustentados en las pulsiones más agresivas y destructivas?, ¿no hay
en cada pueblo un bloguero ponzoñoso y sicofante que escribe desde las
letrinas?, ¿y acaso no les permitimos las gracietas violentas a esos políticos
y periodistas de nuestro entorno? Al permitirlo, habría que recordar que cuando
un nazi se sienta a una mesa con otros diez comensales que lo justifican o
callan, hay once nazis en la mesa, según un dicho alemán.
En esa pasividad,
se inocula la vida fascista. Un fascismo que se basa en deshumanizar al otro,
cosificarlo mediante amenazas y ensañamiento. Desde hace años, Pablo Iglesias y
su familia han sido vapuleados, y no solo por las cloacas de Villarejo y
Ferreras sino en redes y en la misma puerta de su casa. Hace unas semanas, el actor Roberto G. Alonso
fue agredido en una céntrica calle de Barcelona, al grito de maricón. De todas
las personas que vieron la agresión y escucharon los insultos, transeúntes y
trabajadores de la zona, ni una sola quiso denunciar o testificar. Hace unos
días, Óscar Puente era acosado en un tren por un macarra que hace apología de
la cocaína y que es defendido por el Partido Popular. En ninguno de esos casos,
la justicia ha actuado.
Aunque no hayamos
oído los avisos de la situación sociopolítica internacional para poner nuestras
barbas en remojo y aunque, a los de la periferia, Ayuso nos suene anómala y
mesetaria, nos hubiera bastado con atender a nuestro entorno más inmediato para
percibir que el caldo de cultivo de la ultraderecha, el veneno del odio, se
cuece a nuestro alrededor, incluso entre gente que se autodenominan de
progreso. Con este panorama, las mentiras de Feijoó, la violencia mediática de
periodistas y blogueros, la violencia verbal de Hernando, la violencia
ideológica de Cayetana y la violencia física de algunos representantes de Vox
durante la última campaña electoral tenían el terreno mejor abonado posible. El
pasado 23-J, el disparo dio en el poste, pero no nos asombremos si la próxima
vez marcan gol. Nuestra cobardía, nuestro silencio e incluso nuestra avaricia
han creado al monstruo, o lo que es peor, el monstruo somos nosotros.
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