CONTRA LA MODERACIÓN
ARANTXA TIRADO
Una mujer de la comunidad
indígena huaorani protesta en Ecuador contra la producción petrolífera en la
Amazonia. REUTERS
La fallida investidura de Alberto Nuñez Feijóo dejó un inesperado protagonista del debate, el diputado socialista Óscar Puente, elegido por la bancada del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) para hacer la réplica al candidato a la Presidencia por el Partido Popular (PP). La sarta de verdades, con un tono entre sarcástico y provocador, que despachó Puente desde la tribuna fue criticada en los mentideros de la derecha como un ejercicio macarra que vendría a demostrar las pocas maneras del PSOE, su falta de elegancia y, sobre todo, la obsesión de Pedro Sánchez por mantenerse en el Gobierno.
Es curioso cómo la
derecha española, que demuestra día sí y día también en el Congreso las formas
prepotentes y faltonas que se gastan los señoritos crecidos en la impunidad más
absoluta, pretende dar clases de moderación y decoro. Pero nos equivocaríamos
si pensáramos que el debate que plantea el PP va de formas y no de contenidos.
Disciplinando las supuestas malas formas de todo lo que se encuentra a su
izquierda, la derecha pretende marcar, de manera férrea, qué tipo de izquierda
debe tener enfrente y hasta dónde puede llegar su discurso ideológico.
Forma y fondo no
son lo mismo y pueden ir disociados, pero se podría esperar que una fuerza
política que es rupturista en las formas, tenga una audacia similar para
defender ideas que no son bienvenidas por los sectores que asocian moderación
al mantenimiento del statu quo. Desde luego, no es el caso de un partido de
Estado como el PSOE, que no tiene ninguna intención de molestar al entramado de
poder real que manda en España, ni pretende ningún giro a la izquierda con lo
escenificado en el Congreso más allá de una calculada puesta en escena que
responde a tácticas coyunturales.
Pero este artículo
no pretende hablar de la investidura, ni del diputado Puente, ni del PSOE y, ni
mucho menos, de la derecha española, sino de las fuerzas que existen a la
izquierda de la socialdemocracia y de un fenómeno que va más allá de las
fronteras del Estado español. Es lo que se ha venido en llamar la polarización
asimétrica, esto es, la existencia en Europa, y en muchos países de América
Latina, de una izquierda que asume la moderación en sus formas, y la renuncia a
sus principios ideológicos, frente a una derecha cada vez más extremista y
agresiva.
Resulta, por lo
demás, desconcertante que, ante el surgimiento en la derecha y la ultraderecha
–algunas veces indistinguibles– de liderazgos que no tienen el más mínimo rubor
para defender políticas coherentes con su despiadada manera maltusiana de
entender el mundo –como Javier Milei en Argentina o Vivek Ramaswamy en EEUU–,
la izquierda supuestamente alternativa, en cambio, no se atreva a salir de los
estrechos márgenes de posibilidad que le marca la aplastante hegemonía
ideológica del capitalismo. Pero, quizás, no se trata de una cuestión de valor
o de cálculo táctico en lógica electoral. Quizás el problema mayor radique en
que gran parte de esta izquierda carece de una lectura alternativa del mundo
que le dote de un proyecto estratégico que no pase simplemente por buscar
quiméricas soluciones de mejora del capitalismo. Un sistema que, por otra
parte, es el culpable de todas las crisis que esta izquierda denuncia, sin
enunciar jamás al sistema económico que las provoca.
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Quizás el ejemplo
más dramático de la rendición de la izquierda, en estos últimos días, sea la
elección en Syriza de un presidente del partido proveniente de las filas del
empresariado, extrabajador de Goldman Sachs justo en el momento en el que
Grecia estaba padeciendo los efectos de la crisis iniciada por el colapso de
este banco de inversiones estadounidense. Se trata de la culminación de la
deriva de una fuerza cuya victoria en 2015 insufló de esperanzas a las
izquierdas europeas en su lucha contra la austeridad pero que acabó desinflando
en tiempo récord todas las expectativas por sus reiteradas concesiones.
Syriza personifica
a una izquierda que no sólo renuncia a sus principios sometiéndose al dictado
económico de la Troika sino que, además, se permite el agravio de designar a
tecnócratas contrarios a los intereses de la clase obrera, esa misma a la que
se supone que debe defender como parte de su esencia, para llevarlos a la
práctica. Un aparente suicidio político que, como ha sucedido en el caso de
otros países donde la izquierda ha optado por esta desconcertante vía, como
Italia, abona el camino para su más que segura irrelevancia futura.
Apostar por más
moderación justo en una coyuntura histórica en la que el capitalismo ha dejado
clara su incapacidad para resolver los problemas centrales que enfrenta la
humanidad, proponiendo desde las fuerzas presuntamente rupturistas soluciones
que se limitan a mejorar un sistema que se ha demostrado responsable del
colapso ecológico, de las desigualdades económicas entre países y la injusticia
extrema entre seres humanos que surge de la explotación, parece un ejercicio de
superficialidad difícilmente defendible, salvo que sólo se piense en lógica
electoral.
Hace falta, más que
nunca, una izquierda radical que recupere la brújula ideológica, que sepa
mantener la firmeza a la hora de defender sus propios principios y valores.
Estos nunca pueden ser los de quienes tienen intereses contrapuestos a la
emancipación humana. La confrontación se seguirá agravando conforme los
recursos del planeta vayan disminuyendo y las crisis se vayan solapando. La
ofensiva de la derecha es total y sin contemplaciones. La izquierda radical
debe salir de la posición defensiva que ha asumido tras décadas de experiencias
fallidas por golpes de Estado y errores propios para pasar a la ofensiva con un
desacomplejado proyecto alternativo de sociedad. El partido es desigual pero no
se puede renunciar a jugarlo.
La moderación es
sólo la expresión fenoménica de un problema más profundo, que tiene que ver con
el abandono de las coordenadas ideológicas marxistas que fueron esenciales para
la izquierda comunista desde sus orígenes. No planteando propuestas que
trasciendan las soluciones dentro del sistema, la izquierda radical se vuelve
parte del sistema y, en definitiva, renuncia a su propia razón de ser, que
siempre fue transformar la realidad, no acomodarse a ella. No es, en efecto,
sólo un problema de derrota histórica sino de rendición ideológica. Resuenan
las palabras que Margaret Thatcher enunció en la década de los ochenta, “no hay
alternativa”, y no porque las diga la derecha sino porque buena parte de la
izquierda que debería ser radical parece haberlas hecho suyas.
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