LA OPORTUNIDAD DE URKULLU
JACINT JORDANA
En España, desde hace casi dos siglos, cada cincuenta años ha surgido una oportunidad para encauzar políticamente la pluralidad nacional y la diversidad de sus territorios. El proyecto homogeneizador de la monarquía borbónica, impulsado con energía en el siglo XVIII, conformó la base unitaria del Estado liberal construido a lo largo del siglo XIX, cuyos ejes conceptuales han persistido, en cierto modo, hasta nuestros días. Se han lanzado innumerables propuestas a lo largo de los años para transformar este modelo centralista, pero el Estado administrativo hispano, con su genética unitaria, ha proseguido su consolidación y su expansión más allá de los obstáculos y dificultades que ha ido encontrando. Sin duda hubo coyunturas críticas donde se pusieron en cuestión los fundamentos del modelo centralista, con el propósito de acomodar las instituciones políticas a una realidad territorial mucho más compleja y variada: la Primera República y sus propuestas federales, los estatutos de autonomía impulsados durante la Segunda República, o la construcción del Estado de las Autonomías con la constitución de 1978. No hace falta añadir que cada una de ellas fracasó, a su manera, aunque algunas menos que otras.
La propuesta del
lehendakari Urkullu parece sugerir la necesidad de impulsar a fondo un nuevo
intento de reorganización territorial en España, y afrontar de una vez por
todas problemas seculares de la construcción del Estado y la nación. Ya sería
el momento, sin duda. Pasados casi cincuenta años de la Constitución de 1978, y
con todo lo sucedido en la última década, es evidente que el marco
constitucional no ha conseguido, a pesar de sus buenos propósitos, encauzar la
plurinacionalidad de la sociedad española. Al contrario, se ha ido configurando
un modelo de Estado unitario y jerarquizado, con autonomías altamente
institucionalizadas y fórmulas de descentralización territorial sin mucho
margen de decisión política, como señala el mismo Urkullu. La incapacidad o
imposibilidad de reformar la Constitución de 1978 a lo largo de tantas décadas,
lo que hubiera permitido introducir mecanismos de carácter federal que quedaron
en el aire durante la Transición, dejó en manos del Tribunal Constitucional su
concreción, pero este se convirtió en un adalid del Estado unitario en España,
prendiendo la mecha de los conflictos territoriales de los últimos años, en
particular en Catalunya.
El Tribunal
Constitucional se convirtió en un adalid del Estado unitario, prendiendo la
mecha de conflictos territoriales
A lo largo de
muchas décadas, los perfiles del conflicto interno en España han ido cambiando,
pero las líneas del frente apenas se han modificado. La existencia de una
sociedad plurinacional y múltiple encajada en un Estado unitario, con un perfil
nacional único, constituye una realidad persistente: la nación española nunca
se ha completado, ni las naciones de España han podido prosperar. Las
identidades nacionales siguen vivas en los distintos territorios, y las
expectativas sobre su desaparición, con persistencia de siglos, también siguen
activas. Nunca se alcanza el ideal. En este sentido, no deja de ser algo
paradójica la posición centralista de la derecha española, por no hablar del
extremo centralismo de la extrema derecha. Su concepción de la igualdad entre
los españoles justifica su defensa del Estado unitario, argumentando que el
Estado debe tratar a todo el mundo por igual, ya que son hijos de una misma
nación, y por lo tanto iguales, fraternos, culturalmente similares. El argumento
es simple y contundente, aparentemente. De ello deducen que un Estado
compuesto, un modelo federal o cuasi-federal, asimétrico o no, tratará de forma
distinta a sus ciudadanos, y esto contradice su visión de nación igualitaria.
No obstante, si algún día aceptan la existencia de otras identidades
nacionales, tal vez entiendan que no todo tiene que ser igual, y que un modelo
más complejo de Estado puede ser una respuesta para afrontar las diferencias
nacionales. Un segundo problema es que si para tratar a todo el mundo igual es
necesario el Estado unitario, en la práctica el modelo en sí mismo constituye
un enorme generador de desigualdades territoriales, especialmente a medida que
el tamaño de un Estado aumenta, dado que este tiende a concentrar recursos y
oportunidades en el centro. La derecha en España ignora el primer problema y
esquiva el segundo, para evitar un conflicto de intereses interno. Todo ello es
sorprendente, ya que, además, el centralismo no suele ser una característica
distintiva de las derechas en otras partes del mundo.
En la práctica, el
modelo unitario es un enorme generador de desigualdades, dado que tiende a
concentrar recursos en el centro
Una convención
constitucional debería reflexionar sobre cómo impulsar dos principios básicos:
garantizar la diversidad de identidades, incluyendo sus expresiones nacionales
y lingüísticas, y estimular la igualdad en términos de necesidades y
oportunidades para todos los ciudadanos. La propuesta de Urkullu es certera en
cuanto a la importancia de discutir y establecer nuevos principios en la
ordenación territorial del Estado, antes de entrar en los detalles de un
articulado legal o una reforma constitucional. Es necesario lograr un nuevo
consenso territorial, más avanzado y plural que el alcanzado durante la
Transición, que incorpore las experiencias de las últimas décadas y afronte los
fracasos que se han producido. Su idea del doble pacto, operativo en dos
tiempos distintos, el momento actual y el futuro próximo, puede ser efectiva en
la medida que se asegure la consistencia y la continuidad entre ambos tiempos.
Si un pacto para la investidura puede incluir un compromiso de acción inmediata
para activar otro modelo territorial, también puede recoger una propuesta de
convención constitucional, con los procedimientos necesarios para que se
consolide finalmente este otro modelo en un futuro cercano.
Asimismo, uno puede
preguntarse sobre la credibilidad del pacto, una vez conseguida la investidura.
Urkullu no dice apenas nada al respecto, pero ello sin duda es una pieza clave
para la arquitectura política que propone. Hacer promesas y seguir igual, con
pequeños retoques, seguramente sería el escenario esperado por los desconfiados
y los que conocen la historia del país. Por ello, ¿cómo puede ser creíble la
promesa de un cambio profundo, que instaure otros principios de acción, más
sensatos e inclusivos? No existe una receta mágica, y la escasa confianza
existente no lo pone fácil, pero sí hay fórmulas de compromiso que pueden
ayudar. En este sentido, podría ser útil introducir escenarios alternativos que
se activen en caso de no avanzar en la convención constitucional, como el
establecimiento de unas relaciones más bilaterales en los territorios que
muestran unas preferencias estables y ampliamente mayoritarias en este
sentido.
La tribuna de
Urkullu es muy prudente en el alcance territorial de su propuesta. Por
supuesto, se centra en el caso de Euskadi, pero no se limita a este ámbito, ni
tampoco incluye solamente a Navarra. Su propuesta, inusual por su procedencia,
conlleva una visión de conjunto, una propuesta de reforma territorial para toda
España. Propone aprovechar algunos hilos inexplorados de la propia Constitución
del 1978, sin descartar una reforma constitucional como resultado de la convención.
Se limita sólo a mencionar que podría llegar a incluir a las comunidades
históricas, aunque mantiene una cierta ambigüedad al respecto. Sin duda este es
un tema sensible, ya que poco se ha explorado la opción de una federación
asimétrica, entre Catalunya, Euskadi (y en su caso, otros territorios que
optaran por esta opción), y una España descentralizada, con distintos
mecanismos de representación política en cada caso. Si el modelo federal no
despierta interés, y buena parte de los territorios se sienten ya satisfechos
con la situación actual y su identidad nacional única, ¿por qué modificar su
estatus? Por el contrario, si otros territorios no se encuentran satisfechos
porque tienen identidades nacionales múltiples, u otras características, ¿por qué
deben ser igualados? ¿Cuál sería el problema para encontrar otra forma de
encaje, que no afecte al principio de igualdad entre ciudadanos, sino que lo
refuerce?
Las probabilidades
de que se concrete esta oportunidad son muy escasas, hay que reconocerlo. Sin
embargo, reformas como las propuestas representan una fórmula para la
transformación política en España, especialmente en el plano territorial, que
plantean una ruptura frontal con la senda institucional de las últimas décadas,
enfrentándose a los mecanismos de estabilización que se han generado a su
alrededor. No es nada fácil que esto ocurra. La coyuntura actual es muy
delicada e inestable, y sus beneficios apenas son visibles para buena parte de
la población, que debería aceptar el fin de su visión idealizada sobre la
relación entre nación, Estado y territorio en España, para entrar en un mundo
dominado por identidades múltiples y pluralidad de fórmulas institucionales. No
obstante, la capacidad de la sociedad española para absorber y asimilar nuevas
ideas y principios, si son razonables, no es nada despreciable.
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Jacint Jordana es
profesor de Ciencia Política en la Universidad Pompeu Fabra.
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