LA SONRISA DE MARTINA
ILKA
OLIVA CORADO
La primera vez que Arnold le pegó fue en su primera noche durmiendo juntos. Martina se fue huida con él porque su familia la quería mandar a vivir a la casa de su tía Dominga en la capital, para quitarle al haragán que la andaba rondando. Así le llamaba su papá a Arnold, “el haragán sin oficio”. Su mamá, que había crecido arreando vacas y torteando para toda la familia y que cuando se casó le tocó el mismo oficio, le dijo que de casarse nada hasta que se graduara de algo que la sacara de andar ordeñando vacas y dándoles de comer a los mozos en la hondonada.
El papá de Martina había logrado comprar treinta manzanas de tierra que quedaban en el guindo de un barranco. Ahí sembraron milpa, frijol, maicillo y apartaron un pedazo para arrear las vacas que él iba a comprar a El Salvador para revenderlas en tierra fría para el destace. Un año de haberle bajado la primera sangre tenía Martina cuando se le apareció Arnold recién aterrizado de Estados Unidos, había llegado de visita con sus padres a casa de sus abuelos.
Como sucedía en las
novelas que veía, Martina pensó que fue amor a primera vista cuando se le
revolvieron las tripas y le empezaron a morder el estómago. Su mamá la bajó de
la nube de un porrazo cuando le dijo que eran amebas y la purgó con aceite de
oliva, jugo de limón y bicarbonato, y le sobó la timba con las manos untadas de
aceite tibio. Cierto, comprobó que tenía amebas porque después de pasar dos
días sentada en la letrina no volvió a sentir las mordidas en la panza.
Con toda la
delicadeza que la situación ameritaba, Bartolina de nía Tula le explicó a su
hija los cambios hormonales que traía consigo la menstruación, a lo que Martina
no quiso que le volviera a bajar por entre las piernas absolutamente nada que
le generara ese dolor peor que el de las muelas. La madre le explicó que eso no
era nada, que se esperara a dar a luz a sus hijos, que esos eran dolores de
verdad, no babosadas. La sentenció que si no quería sentirlos a su edad, tenía
que cuidarse de que no entrara absolutamente nada por en medio de las piernas.
Cuando Arnold la
saludó en la feria patronal, Martina en lugar de contestarle el saludo salió
corriendo despepitada pura venada. Él se quedó encantado de la patoja flacucha,
alta, de piernas varejonudas y que corría como gacela. Su primo Iracundo le
comentó que así de montañeras eran las del pueblo, que cuando veían a alguien
extraño se escondían detrás de las puertas de sus casas o salían corriendo y no
contestaban los saludos hasta que tomaban confianza, y que peor eran las de las
aldeas en los montarrales. Por eso Arnold, que en ese entonces tenía veintiocho
años, le apostó mil quetzales a que sería su novio y a que le iba a quitar lo
de montañera.
Con trece años, a
Martina se le comenzó a aparecer Arnold en cada esquina, en la tienda, en el
molino, en el camino viejo hacia la hondonada, en el parque, en la parada de
autobús, en el camino a la escuela. Los primeros seis meses no le contestó el
saludo ni le recibió las flores que él le llevaba a regalar, mucho menos los
chocolates ni las aguas en bolsa. No bailó con él en la fiesta patronal. Fue
para Semana Santa, en la última procesión, que no pudo dejarlo hablando solo
entre el tumulto de gente y le tocó contestarle, cosa que había estado deseando
desde el momento en el que lo vio el primer día.
Fue cosa de dos o
tres palabras y la labia de Arnold para que Martina cayera rendida a sus pies y
en tres meses aceptara irse huida con él. Pero Arnold tenía novia oficial en
Estados Unidos y eso lo sabía toda la familia, que guardó silencio cuando lo
vio encandilado con Martina. Arnold, nacido en Estados Unidos, se fue a vivir a
Guatemala a casa de sus abuelos para estar cerca de Martina, a la que
arrinconaba cada vez que él quería en los callejones, entre las arboledas del
camino viejo, en la oscurana cuando a ella se le ocurría ir a comprar a la
tienda cualquier cosa con tal de salir y verlo.
A escondidas y con
ayuda de su primo Iracundo organizaban citas. En ningún momento fue a pedir
permiso a su casa para cortejarla, todo lo hizo a escondidas, aunque su familia
lo supo desde el principio y el abuelo estuvo en desacuerdo en que se hicieran
las cosas de esa manera, pero el nieto era otra generación y hacía lo que
quería. Por la edad de Martina no se preocuparon: en el pueblo las muchachas se
iban huidas hasta con hombres más mayores que Arnold o los padres las casaban a
la fuerza para desentenderse de ellas.
Al padre de Martina
le llegaron los rumores de la relación de su hija con el haragán que había
llegado de visita, una tarde que los encontró apercollándose atrás de la tienda
de doña Tana quiso agarrarla del pelo pero se contuvo, porque Joaquina la
sobrina -que se había graduado de psicóloga en la capital- les había explicado
en más de una ocasión que ningún padre puede pegarles a sus hijas por tener
novio o por andar con un tipo que no sea de su agrado; tampoco prohibirles
tener novio porque era decisión de ellas. Pero es que ese tipo no era cualquier
tipo y era un adulto acosando a una niña; le podía llamar a la policía ahí
mismo, pensó, pero sabía que a los días estaría en libertad otra vez y que no
había nada más que hacer que quitarse las ganas de reventarle la cara y eso
hizo. Lo agarró a puñetazos ahí mismo y le exigió que se alejara de su hija.
A Martina la
sentenció que si la volvía a ver con él la enviaría a estudiar a la capital a
la casa de su hermana Dominga. Una semana le duró el susto a Martina, a los
días la gente le fue a contar a nía Bartolina que veían al nieto de don Tolino,
que había llegado de Estados Unidos, sobijeando a su hija en todos lados, que
tuvieran cuidado antes de que se la embarazara. En casa de Martina arreglaron
el viaje para la mañana siguiente. En la noche Arnold esperó a Martina en el
cerco de palos de plumajillo y se la llevó huida a la casa de su primo Iracundo
porque a casa de su abuelo no se la podía llevar, jamás le permitiría semejante
falta de respeto.
Esa primera noche
juntos, Martina que no sabía absolutamente nada de la vida sexual, se asustó
cuando lo vio desnudo y lloró cuando Arnold le abrió las piernas bruscamente y
empotró su miembro dentro de su cuerpo a la fuerza. No respiró, las lágrimas se
le rodaron por las mejillas al sentir la fuerza con la que Arnold la poseyó y
se sirvió de ella como él quiso y una vez satisfecho la lanzó a un lado de la
cama, se vistió y se fue a celebrar con Iracundo al bar del pueblo.
En la madrugada
regresó borracho a poseerla de nuevo, esta vez le pegó porque ella no sabía
corresponderle en todo lo que él le pedía que le hiciera. Así Martina pasó
quince años de su vida junto a Arnold y dio a luz a cuatro hijos, nunca tuvo
una palabra de respeto de parte de él, ni una sola caricia y siempre fue tomada
a la fuerza. Cuando a su hija mayor le bajó la primera sangre y Obdulio, nieto
de Iracundo, comenzó a seguirle los pasos, Martina no lo pensó dos veces,
agarró a sus cuatro hijos, achuponó unas mudas de ropa en una mochila y se los
llevó lo más lejos posible de Arnold y de su familia.
Sin mucho dinero
más que lo de los pasajes lograron llegar a Quetzaltenango, ahí consiguió
trabajo en una finca recolectando café, trabajo que también hicieron sus hijos
medio tiempo compartiendo las actividades escolares. Veinte años han pasado
desde entonces y Martina con mucho esfuerzo, ahorrando centavo a centavo, juntó
para ir adonde el dentista y colocarse coronas en los dientes que Arnold le
quebró cuando la malmató a golpes en su primera noche durmiendo juntos.
Finalmente puede volver a sonreír con naturalidad, sin tener que taparse la
boca con una mano para esconder sus dientes quebrados. Originarios de Quezada,
Jutiapa, los hijos de Martina saben que la violencia física y emocional no
forma parte de una relación sana. Lo aprendieron de su madre porque del papá lo
único que supieron fue que se volvió a juntar con una jovencita veinticinco
años menor que él.
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