NO OS PREOCUPÉIS, NO
SOIS LIBRES
Pensar
nos pone tristes. En un inteligente librito, Georg
Steiner examinaba diez razones que explican por qué la afirmación inicial es
cierta. Sin embargo, ante la disyuntiva de pensar o ser feliz muchos
preferirían lo primero: pensar, aunque ello signifique una cierta pérdida de
felicidad. John Stuart Mill lo expresaba en una frase célebre: “Es mejor
ser un hombre insatisfecho que un cerdo satisfecho; es mejor ser un Sócrates
insatisfecho que un loco satisfecho.”
Pero
no siempre ha sido así y puede que pronto también deje de serlo. El modelo de
vida individual y social buscado por la utopía ha ido cambiando con el paso del
tiempo. Y no es que el ideal de las primeras construcciones utópicas fuese no
pensar. En la obra de Moro, por ejemplo, los ciudadanos dedican buena parte del
día al estudio y la reflexión. Pero esas primeras utopías estaban marcadas por
un objetivo que parecía obvio, la felicidad. En general, ser feliz
consistía en tener suficiente para comer, no sentirse amenazado, una vida
saludable, recibir un trato justo y practicar la virtud. Pero la isla en la que
Moro imaginó una sociedad perfecta sería vista, pocos siglos después, como
cárcel, como privación inaceptable de la libertad. En su Estado ideal no hay
espacio para la vagancia ni para estar ocioso —el tiempo libre debía ser usado
de forma virtuosa—, y todo está a la vista de todos. Quien no trabaja lo debido
o no cumple las normas es castigado o expulsado. La moral pública no deja
espacio alguno a la moral privada.
El
ascenso de la burguesía, y con ella del individualismo, hicieron que la
felicidad fuese siendo desplazada por otro ideal de vida: la libertad. ¿De qué
me sirve tener mis necesidades resueltas si no soy libre? ¿Es que no tengo
derecho a destruirme si lo deseo? ¿No soy yo quien decide las reglas por las
que regirme? Maldita sociedad medieval en la que cada uno tiene su sitio
adjudicado, maldita tradición que me dice cómo comportarme y cuándo.
El
individuo deja de verse como una pieza más del plan divino, como un elemento
que no puede elegir su lugar, tomar sus decisiones, arriesgarse. El día que
Werther se descerraja un tiro es la fecha en la que concluye definitivamente la
idea de que los deseos de la sociedad priman sobre los de cada uno de sus
miembros.
Las
utopías decimonónicas comienzan a registrar el cambio: incluso en
aquellas en las que se persigue la felicidad, en las que se crea una sociedad
perfecta capaz de satisfacer las necesidades de todos, se mantiene un pequeño
espacio para la libertad: en la sociedad industrial de Mirando atrás, quien no
desea trabajar y colaborar en esa gran obra puede dedicarse a lo que quiera…
después de tres años de servicio obligatorio; tan sólo se reducen sus ingresos,
pero no se le expulsa ni castiga. Y en la bucólica sociedad que imagina Morris
en Noticias de ninguna parte no es la coerción, sino la suma de los
deseos individuales la que crea la sociedad armónica y pacífica de los
afortunados habitantes de Inglaterra.
Pero
en algún sitio está la trampa, te vemos la patita totalizadora. No puede
existir ese espacio ideal y paternalista que quiere a la vez la libertad y la
felicidad de todos. Y por eso la utopía del todos juntos hacia la felicidad va
abandonando el ámbito de lo deseable y se revela como pesadilla. En Un mundo
feliz Huxley crea lo que, en otros tiempos, podría haberse
considerado una manera perfecta de vivir: sin dolor, sin preocupaciones,
entregados al placer, con sirvientes que ni siquiera son conscientes de su
desgracia porque, convenientemente, se ha reducido su inteligencia: unos no
sufren porque no tienen capacidad de pensar, otros porque se drogan para no
sentir malestar. Locos satisfechos, cerdos satisfechos.
Hoy
seguimos fingiendo que nuestro ideal es la libertad, como si no hubiese
cambiado nada desde los años sesenta y setenta del siglo pasado. El cine y la
literatura de masas están llenos de personajes que luchan por la libertad,
individualistas desadaptados, hombres, sobre todo hombres, dispuestos a
defender con violencia si es necesario su manera de hacer las cosas. Clint
Eastwood es quien mejor encarna ese individuo asocial y al mismo tiempo
virtuoso, desinteresado pero que quiere vivir sin injerencias de nadie: el
habitual anarquista conservador, la versión cool del neoliberal que
desprecia el Estado.
Es
todo mentira. Frédéric Beigbeder escribía que su objetivo era encontrar una
utopía que no fuese ridícula, no avergonzarse de soñar. Pues bien, la utopía
inconfesada del siglo XXI es algo ridícula, nos avergonzamos tanto de ella que
no la reconocemos: la seguridad. Es tan vergonzosa que, al menos que yo sepa,
aún no se ha escrito ninguna gran obra que la presente como objetivo común
—salvo en las normas internas de las gated communities—, pero sí —ah, ese truco
de los escritores cobardes— se están escribiendo distopías que desacreditan la
libertad; nuestra tolerancia nos aboca al abismo, empujados a él por
terroristas, de preferencia islámicos, las democracias están amenazadas
precisamente porque conceden demasiada libertad. Buenos días, querido Houellebecq.
Es
todo muy penoso. El nuestro es un siglo de puercoespines, de tortugas, de
moluscos. Protegidos en nuestra concha, no asomar la nariz, ni siquiera un
palpo, no sea que nos lo corten. Estamos dispuestos a sacrificar parcelas
importantes de nuestra libertad a cambio de que nos protejan, someternos
a humillantes registros, vivir vigilados, saber que alguien sabe todo el tiempo
lo que hacemos. Y también sacrificamos la libertad de nuestros hijos para
darles seguridad: desde el jardín de infancia deben prepararse, aprender,
esforzarse, estar dispuestos a enquistarse en el sistema olvidando cualquier
sueño. Incluso, muy pronto, ya estamos en ello, modificaremos sus genes para
garantizarles las mejores oportunidades. Cambiaremos a nuestro hijo potencial
por una versión tuneada del mismo.
Pero
resulta embarazoso. Tenemos que justificarlo sin levantar la mirada. Un padre
quiere lo mejor para sus hijos. ¿Cómo no le voy a dar lo mejor? Las mejores
universidades, el mejor máster, los mejores bioimplantes. Aunque eso suponga
manipularlo, recortarlo, embutirlo en un largo túnel profesional. ¿La libertad?
Ya será libre más adelante, como lo seremos todos cuando haya acabado la amenaza
terrorista. Y aquí abandonamos el territorio de la utopía para entrar en
las plácidas praderas del autoengaño.
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