Roberto
Cabrera
Se divirtió como nunca aunque era para cabrearse como casi
siempre. Parecía la fiesta de los «cojos» aquel día de febrero. Se contaron
hasta catorce, algunos más surrealistas colgaban en los lienzos. Entrelazados
en su cojera de amor y veladuras de azur estaban. No había flechas de Cupido
sino una multitud que arrastraba su provincialismo renqueante justo detrás de
las orlas más significativas del enclave arquitectónico que presidía la ciudad.
¡Hoy todo el mundo quiere ser protagonista!, comentaba el
ujier mientras pivotaba sobre su trabajado calzado de suela y fintaba entre los
invitados que llegaban. En suspensión saludaba con un estudiado gesto en el que
intervenía casi todo su cuerpo al ver entrar al concejal ¿Era realmente un
hombre, o una mueca en movimiento? ¡Y
pensar que a todo esto lo llaman «profesional»!, camareros como el «¡Hola!» de
cajeras de gran superficie o el «¡Adiós!» de azafatas de cola en los aviones.
Arriba, en la abarrotada sala comenzaba la vacuidad a tomar
cuerpo. Los encontronazos del inicio-alocución parecían prolongarse en cojeras
poéticas, imágenes hueras de erotismo, el cual no obstante era motivo principal
de la concurrencia. Faltaba esa sal que desinhibe a los cartesianos y embauca a
los expectantes. Y como ocurre en todos los mausoleos, el trasiego de miradas
era salmuera de galardones. Pensaba en
cómo puede sobrellevarse este tipo de situaciones, si él deseaba que se fuera
la luz, que se distendiera el ambiente con algo más que un destello de
aprovechada inoportunidad, algo. Cuando ocurrió el percance.
Bajo las marmóreas escaleras, se ofrecía el refrigerio, que ya
aparecía copado por una hilera de «aves» de los contornos, acechantes de esas
celebraciones. Había que empujarlos con los codos para acceder a alguna de las
viandas que se ofrecían. Muchos tenían el bigote manchado de crema, al atisbar
el próximo canapé sin haber engullido el primero. El poeta mayor de los
presentadores se acompañó de unos pocos movimientos para hablar de unos ojos
verdes que coronaban un rostro desde lo que llamó «atalaya de un cuerpo en
requiebro» y otras cursilerías por el estilo. Palpaba así unos fríos muslos e
iba ascendiendo en espiral de forma que más bien parecía abrazarse a una
estatua. Antes, el gracioso hombrecillo encargado de «abrir el fuego», se
entretendría en mitad de su discurso, en reflexiones paradójicas acerca de que
«allí no había nada erótico» que justificase su alegato protocolario. ¿Se
habría equivocado de exposición? Esos días… ¡había presentado tantos actos!
Tomó un poco de agua de un cercano vaso intentando persuadirse de la realidad
de unos grandes jarrones que visualizaba desde su tarima. Había acariciado esos
bustos y esculturas de museo. Se encontraba cerca de la consulta con volantes
de un pediatra donde recibiera sus primeras pesadas de bebé. Estaba cada vez
más azorado tratando de hilvanar su discurso político para estos casos. Nada
trascendente, sólo un poco de «política cultural». Algunos zapatos nuevos
comenzaban ya a dejarse escuchar con sus desagradables chasquidos. Recordaba
vagamente... otro carraspeo, y al poco fue tomándoles el hilo a sus
desesperadas composiciones no fuera que el murmullo de la turba se desesperara
claramente y algunos golpearan el enrejado de las repujadas barandas de las
escaleras con sus bastones y muletas del Seguro.
También subían los timbres de vasos de la plebe, los tintineos y
las voces de los aprovechados que hablaban de otros convites en los que se
colaban. De trajes que tenían para estas ocasiones. Elevando la voz en la
creencia de que arriba en la «ceremonia de arte», todo transcurría con
tranquilidad y que nadie les oiría. Ello permitía escuchar incluso parte de
aquellos relatos y desvergüenzas.
—Okupas de la cultura somos, además le hacemos un favor al Ayuntamiento
—se escuchaba claramente por efectos resonantes y reverberaciones insospechadas
del edificio.
—Yo iba a las bodas y como soy alto, asomaba la totorota por
los reservados y si veía a alguien conocido, entraba a saludarlo, como parte de
la otra familia: ¿comprendes pollaboba?, ¡ay, qué pasó, mengano! Así estuve
años hasta que me cansé de pollos y carne congelada. Además ¡el colesterol me
estaba matando! —reía haciéndole servir otro tinto al ujier del Coliseo.
En escena no faltaban sino los camilleros de una casa de socorro
cercana.
—Shhhhhhh!!! —ordenaba alguien alongándose a la escalera,
abatido quizá por estas ajenas confidencias.
—¿Habías visto tantos cojos en una bicha de éstas? —se escuchó.
—Ser cojo, realmente no es un defecto—expuso el otro—, ¡para lo
que llega a verse en este mundo del arte!
Hubo entonces como una molesta carcajada general acompañada con
los flashes de los periodistas gráficos. Entonces el hombrecillo pareció
reaccionar y recobrando la compostura aunque escorándose como cuando se pasea
con timidez por una pasarela para recoger un diploma y hablando por un lado de
la boca acertó a leer unos versos, que en lo que el público mandaba a callar a
los de la escalera y el hall, apenas se le escuchó y nadie podría jurar que dijo
lo que dijo. Si es que dijo algo.
Los de abajo eran tan numerosos que los camareros hacían pasar
las bandejas cerca de sus cuellos, quizá pensando en defenderse usándolas como
escudos romanos y retroceder hasta las alfombras del rellano de la escalera si
se vieran sorprendidos por la otra marabunta que ahora descendía entre
aplausos. Los ojos de los responsables municipales no daban crédito a la
cantidad de dueños de negocios, estancos, corseterías y empleados de los
contornos que estaban al loro. ¿Había realmente tanta hambre de cultura o sólo
eran antojos? ¿Sería hambre fáctica o encantamiento de inextricables gritos de
tortuosos amores de la afamada protagonista en el dique seco del buen gusto?
Un tardío clavel sobre la alfombra le hizo acercar el oído al
mármol de los peldaños para escuchar algún ritmo quizá específico de aquellos
asistentes sincopados. Pero había tanta, tanta gente que algunos trajes de
nylon echaban chispas con el roce furtivo.
—¡Hay que tener un poco de cuidado con los callos, que a veces
el que no puede con el mal propio, lo descarga en el ajeno! —dijo uno de
aquellos que, arrellanados ya, parecía de los invitados principales.
—¡Los pisotones que se los den al concejal que habló antes!
—Que apenas acertó a recitar, en tan pintoresco desarrollo
—exclamó el otro, como quemado por haber estado arriba.
—¡Qué eleve más la voz, al menos, hasta donde el eco de la
verdad tenga coraje!
Roberto Cabrera
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