RINCONES MÁGICOS DE AÑAZA
Por Roberto Cabrera
Nuestro
protagonista pudiera ser muy bien un gato. Un gato de aquellos especialistas en
la carambola a cuatro bandas, bajo el tren de las furgonetas express o
paladeador de chicharros junto a los desaparecidos carros de tiro. Podría ser quizás el viejo ring de La Plaza
de Toros vibrando como un flan. Mutismo decimonónico degradado al fiasco;
renqueante tras la pantalla de cine de verano, con su campanilla de Pavlov en
los descansos.
Más allá de los lugares
comunes descuellan los espacios mágicos. Entre la vieja polis y la incomodante,
a veces, urbe de ahora, caben desde la ciudad colonial hasta la provinciana. Se
puede trazar una mediana entre los charcos y los apagones del santacrucero
pueblo en vía crucis de posguerra y los lugares donde el aire se endominga de
hadas madrinas y de 25 años de paz. Son los protagonistas entonces, las
avenidas del silbato de tinta amarilla con desfiles marciales extemporáneos frente las calles cerradas por vecinos para sus fiestas.


Desde
la crónica de una calle tranquila hasta hoy, se puede decir que la ciudad es un
muerto, que se apaga aquella vidilla portuaria. Pero Añaza vive también en los
grafitis y en el argot de su vida marginal. En las literas de Bravo Murillo, en
los tatuajes de la Marquesina y en las desaparecidas bodegas del Bufadero.
Desayunando en el Palermo con la cuadrilla de barrenderos o hablando de
política por un lado de la boca en el anarquista bar de la Plaza de Madeira. La
ciudad enmudece con los objetos tras las vidrieras de los escaparates.
Añaza
la presentida desde los sótanos de Paso Alto en las cartas del Marqués de San
Andrés. El camino de piedra sobre la ciudad, los solitarios espigones hicieron
emerger fragmentos y relatos de puro género negro. Los personajes salen de
antiguos subterráneos. Ambientes borgeanos de vaporettos. La franja mágica de
Igueste recreada por los escritores fetasianos hasta la casa del pirata. Y
otros puertos accesibles sólo a timoneles y lanchas rápidas como la del Moyo. Los
más pequeños se suben al cañón tigre o tiran el callao indagador sobre la grasa
de la playa.
La
ciudad se eleva a las nubes y los árboles suben hasta ser manzanos de oro. Nos
disfrazamos ahora de atlantes para pasar la guasa de un Carnaval de identidades
sucesivas. Bretón, Lezama. Barrios ingleses y pelucas francesas. Retales y
visionarios de una ciudad inventada sobre los parámetros de esa ciudad primaria
que llevamos dentro como un gesto o un celuloide travieso y permanente. Añaza,
el estraperlo de unos pioneros. Voy recorriéndote. Tocando los bronces de tus
cañones, de tus esculturas y de tu alma y leyendo en los ojos de Kavafis que no
hallaré otra tierra ni otro mar, que la ciudad irá en mí siempre, que volveré a
las mismas calles y que en los mismos suburbios llegará mi vejez. Pues la
ciudad es siempre la misma, otra no busques, no la hay.
@Roberto
Cabrera
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