LAS MILICIAS
GERARDO
CABRERA SANTOS
Ya al año del haber tomado el poder,
desde mediados de 1960, se comenzaría a organizar la Milicia Nacional
Revolucionaria, MNR, como brazo armado de la Revolución Cubana, con la idea
principal de disponer de un gran ejército, incorporando al pueblo a la lucha
armada en defensa de la revolución. De inmediato se nos comenzó a inculcar que
el enemigo eran los americanos. Siempre ha sido muy recurrido buscarse un
enemigo grande y si es un vecino mejor. Para ello se estila magnificar los
errores y omitir los beneficios alcanzados durante la etapa anterior.
Dentro de la Organización de las
Milicias, se agrupaban las tropas de diferentes armas, como eran: la
Infantería, la Defensa Antiaérea, la Artillería, la Marina de Guerra, etc.
Los núcleos primarios de las
Milicias comienzan a organizarse paralelamente en los barrios, en los centros
de trabajo y los centros de educación. Se aprovechaban eventos protagonizados
por desafectos, para magnificarlos y crear una atmósfera de hostilidades.
Fue creado un ambiente paramilitar,
comenzando el entrenamiento para futuros combates imaginarios y principalmente
para la Guerra de Guerrillas, versión de lucha ésta que puede haber estado
influenciada por la propia experiencia reciente en la Sierra, pero también
podría haber sido el presagio de futuras expansiones de la lucha hacia otros
horizontes. Como ocurrió posteriormente.
En mi barrio se constituyó un
pelotón de milicianos, que al inicio tenía un carácter casi festivo, íbamos a
divertirnos y a socializar con un pelotón de muchachitas jóvenes que estaban en
lo mismo, y que para algunos formaba parte de la atracción principal. Después
de algunas semanas, aquello fue adquiriendo un cariz más serio. Todas las
noches nos hacían marchar intensamente, con el objetivo de automatizar la
obediencia a las voces de mando. Uno, dos, tres, cuatro. Uno dos, tres, cuatro:
con la respuesta popular: de “COMIENDO MIERDA Y GASTANDO ZAPATO”.
Paralelamente, en los centros de
trabajo también se constituyeron brigadas paramilitares. Los fines de semanas
nos llevaban a marchas nocturnas y caminatas de un par días por zonas agrestes
y despobladas de las provincias de La Habana y de Pinar del Río. Perseguíamos
enemigos imaginarios y se nos entrenaba en la Guerra de Guerrillas. Así fue que
nació la “Brigada Rubén Bravo” del
Ministerio de Educación, de la que fui miembro. El ambiente de las milicias se
fue cargando, ya todo se movía alrededor de esto. Y por último era un ambiente febril.
Una noche se nos convocó para presentarnos
en antiguos Campamentos Militares. Dependiendo del barrio donde viviéramos nos
correspondía un campamento específico. El objetivo era constituir unidades
militares con ese personal. Así, a mi barrio nos correspondió asistir al
antiguo Quinto Distrito Militar situado en las Calles Porvenir y Acosta.
Allí acudimos cientos de milicianos
de los barrios cercanos. Nos dividieron en grupos dependiendo de nuestras
edades. La clasificación fue en menores y en mayores de 25 años de edad. Los
más jóvenes fuimos destinados a la Artillería y los mayores para la Infantería.
También formaron grupos de menores de 18 para la Artillería Antiaérea.
Al principio la participación era
voluntaria, pero en breve comenzaron a involucrarnos con más exigencias,
llegando finalmente a ejercer sobre la gente un control absoluto. Cuando nos
percatamos de la realidad, ya estábamos movilizados de forma permanente y sin
marcha atrás. Todo esto ocurrió obviando una consulta previa. Se nos impuso.
Claro está, con nuestra participación
voluntaria daban por sobrentendido que aceptábamos las condiciones. Aunque no
existieron contratos firmados, se nos ofreció un pago equivalente a lo mismo
que habíamos declarado que devengábamos en la vida civil, en una planilla que
nos hicieron llenar al momento de la inscripción, pero con la limitante de no
exceder el límite de 125 pesos mensuales.
Algunos fueron honestos, pero muchos
otros, como no existía ningún control, declararon cantidades que nunca en su
vida habían ganado, ya que en aquella época un salario de 70-80 pesos era
bastante dinero. También hubo algunos que, con tal de participar, declararon
salarios inferiores al que realmente devengaban.
Se podría calcular cuánto le iba a
costar todo ello al país. Posiblemente estaba relacionado, con un impuesto
sobre el salario del 4% para “Armas y Aviones”, que fue decretado como
“voluntario” y al parecer por tiempo indefinido. Esto se había impuesto desde hacía poco, justificándolo con la
incursión de un avión procedente del norte, pilotado por Pedro Luis Díaz Lan
que había sido combatiente de la Sierra Maestra y ex Jefe de la Aviación
revolucionaria, que tiró proclamas anti castristas sobre algunas zonas de La
Habana. Al hecho se le hizo febril propaganda, para justificar la adquisición
de armas de defensa. Así fue que se comenzó eso de “levanten la mano los que
están de acuerdo”. “Aprobado”.
De esta reunión inicial los
designados Artilleros quedamos citados para agruparnos dos días más tarde en el
Aeropuerto Militar de Columbia (Ciudad Libertad en la nueva nomenclatura),
radicado en el municipio de Marianao, colindante con La Habana. Allí nos
organizaron por pelotones de 22 miembros cada uno a razón de tres escuadras de
7 hombres más un jefe. Yo fui asignado al Pelotón # 217, que en su mayoría estaba
compuesto por gente de mi barrio. En este campamento pasamos un par de días
tirados en el la hierba a la intemperie, y algunos con suerte bajo la sombra de
las alas de viejos aviones estacionados al lado de la pista, mientras la
organización proseguía.
Una noche como a las diez nos dieron
una llamada de alerta formándonos en los pelotones a los que habíamos sido
previamente asignados Así formados nos dan una arenga revolucionaria en la que
se nos hacía saber que cada miliciano llevaba oculta en su mochila la estrella
de comandante de Camilo Cienfuegos (héroe de la revolución desaparecido), lo
que había que saber encontrarla. Nos dieron 10 caramelos por cabeza, como toda
fuente de calorías, emprendiendo una caminata de 62 kilómetros sin descanso.
La condición era que el que no
resistiera quedaba automáticamente eliminado, y recibiría el calificativo de
“rajado” y no se le permitiría su reincorporación. Al final todo eso no era 100
% efectivo, pues hubieron algunos que se fueron quedando rezagados y se reincorporaron
nuevamente cuando la caravana venia de regreso. Al inicio del recorrido íbamos
cantando consignas revolucionarias, canciones y arengas procedentes de la
Guerra Civil Española, como era aquello de Bela Chau, o el 5to Regimiento, etc.
En la medida que avanzaba la marcha
las consignas iban languideciendo. Al final del recorrido la tropa parecía de
fantasmas, silenciosos y apaleados. Aquello fue terrible, físicamente fue más
allá de la posibilidad para gentes que no tenían ese tipo de entrenamiento. Solo
nos mantenía la arenga de los compañeros del barrio y una extraña voluntad de
resistir, de no rajarse.
Cuando regresamos al punto de
partida eran más de las 6 de la mañana. Caímos como muertos, tirados al suelo a
descansar y así nos dormimos durante horas, bajo el radiante sol tropical que
nos quemaba sin percatarnos de ello. Como a las dos de la tarde nos despertaron
por los altavoces y nos dieron una cajita conteniendo medio plátano hervido
como todo almuerzo. Cuando me fui a levantar no podía, pues los músculos de mis
piernas estaban agarrotados. Así estábamos todos.
Unos a otros nos fuimos dando
masajes, que más o menos nos enderezaron, pero seguíamos tumbados. Como a las 7
de la noche oigo mi nombre por el altavoz del campamento informándome que me estaban
tratando de localizar en la entrada principal del campamento.
Eran mi madre y mi hermana Mª del
Carmen que estaba allí en la puerta del campamento para verme, saber de mí y
traerme algo de comer. Cuando me vieron se asustaron, así sería mi aspecto.
Pasamos toda esa noche tirados
nuevamente entre las hierbas a la intemperie. Era el mes de octubre por lo que
hacía fresco por las madrugadas. Al otro día por la mañana nos vuelven a formar
en el mismo pelotón y partimos, nuevamente a pie, hacia la Fortaleza de La
Cabaña, al otro lado de la Rada habanera, y una distancia como de unos 25
kilómetros del punto de partida. Caminamos por toda la 5ta Avenida de Miramar,
Malecón y cruzamos, a marcha forzada, a través del Túnel de la Bahía. Así
llegamos a fortaleza de La Cabaña, donde se organizaría la escuela de
artillería de morteros pesados de 120 mm.
Escuela de Artillería Cmte. Manuel
Fajardo
La Fortaleza de San Carlos de La
Cabaña fue construida en una elevación llamada la Cabaña, donde ya existían
algunas construcciones de defensa que habían sido ordenadas por el Rey Carlos
III, pero al parecer no se le había dado la atención prioritaria que requería,
por lo que lo construido era muy precario. Estaba semi abandonada, y era
incapaz de brindar una defensa efectiva ante cualquier ataque exterior.
Junto con la fortaleza del Morro no
cumplieron el objetivo de baluarte defensivo para proteger a San Cristóbal de
La Habana del ataque de la flota inglesa. Solo posteriormente a la toma de La
Habana por los ingleses, en 1763, es que se interioriza su importancia y se
continúa y concluye su construcción. Desde entonces tiene el mismo aspecto con
que hoy cuenta.
Esta fortaleza posee una entrada
principal provista de un puente levadizo con un amplio y elegante pórtico lleno
de inscripciones recordatorias de su abolengo y fechas. En su interior cuenta
con calles empedradas de adoquines y chinas pelonas, con barracas para las
tropas, una capilla, cocinas, comedores, polvorines, almacenes para el
armamento, puestos de mando, etc. También formando parte de la fortaleza se
encuentra la prisión con sus galeras, con sus facilidades afines
independientes.
Desde su inicio ha sido utilizada
como cuartel para tropas de defensa, así como prisión militar. Contiguo a esta
fortaleza y ya en tiempos de la república, se complementó este reducto con un
campamento militar que también hereda el nombre de La Cabaña.
Este campamento, moderno,
completamente urbanizado, tiene en su centro un gran polígono con un área de
aproximadamente 5 campos de football. Uno de sus los lados colinda con el
sistema defensivo de murallas de la vieja fortaleza y al otro lado están
situadas las barracas, para el alojamiento de las tropas.
La parte sur está prácticamente
ocupada por un pequeño pueblo con viviendas construidas para el alojamiento de
la oficialidad con sus familias. Al fondo colinda con la finca Tiscornia, que
era donde recluían antiguamente a los indocumentados que llegaban al país. Más
allá está el monumento al Cristo de La Habana, de reciente construcción, antes
de la revolución.
En su parte norte, que es la que da
hacia el océano Atlántico, el campamento cuenta con una sala teatro, un cine,
el club de oficiales y construcciones dedicadas a la administración y
servicios, así como de algunas viviendas para la jerarquía.
En la parte trasera del campamento,
que da hacia la zona de la bahía, había una “garita” para el control de la
entrada y salida a la fortaleza por esa parte.
Esta salida da a una rampa como de 200 metros de largo con una pendiente
como de 20 metros que lleva desde lo alto de la fortaleza hasta abajo a un
pequeño parque en el pueblo de Casablanca.
Frente a este parque está la terminal de embarque de las lanchas
de transporte a través de la bahía hasta la ciudad de La Habana. Esta era la
vía de acceso que se utilizaba para la entrada y salida del campamento
directamente hacia la ciudad, ya que por su lado norte hay que hacerlo a través
del túnel de La Habana.
En esa rampa es que se aglomeraban y
hacían sus filas los familiares de los reclusos que intentaban visitarlos en la
prisión. Al cabo del tiempo se denunciaron los chantajes que practicaban
algunos a los familiares femeninos de los presos, para permitirles la entrada a
la visita.
A nuestro arribo a la Cabaña fuimos
recibidos por un numeroso grupo de oficiales, recién egresados del primer curso
de Escuela de Responsables de Milicias, que se había impartido en la Academia
Militar de la ciudad de Matanzas que dirigía el Capitán José Ramón Fernández,
el gallego, que luego por largo tiempo estuvo ocupando altos cargos en el
partido y en el gobierno.
Todos estos oficiales de milicias
tenían el grado de tenientes y aunque
solo contaban con conocimientos superficiales de artillería, si los tenían en
organización y sobre todo en disciplina militar. Llegando, inmediatamente nos
reorganizaron en Baterías, con lo que automáticamente desapareció la numeración
de los pelotones a los que inicialmente habíamos sido asignados.
En conjunto éramos la dotación para
un total de 14 baterías de morteros de 72 hombres cada una, a razón de siete
hombres por pieza, incluyendo el pelotón de mando más tres oficiales. Se nos asignó un número por el
orden alfabético del apellido. Me correspondió el 515 y fui asignado a la
Batería 6. Algunos de los miembros de la batería éramos del mismo barrio o sus
alrededores.
La primera actividad oficial signada
fue las de limpiar y organizar el campamento, así como hacer habitables las
barracas de albergue, que estaban prácticamente abandonadas, aunque eran
amplias y confortables, disponían además de su sala de duchas y sanitarios. A
estas tandas de limpieza eran las llamadas “guardia vieja” a las que
posteriormente le huíamos, ya solían repetirlas con bastante frecuencia. Esa
primera noche nos dieron un rancho ligero bastante improvisado, al que llamamos
“arroz con lastima”. Al día siguiente comenzó nuestro entrenamiento como
artilleros.
La primera actividad consistió en
eliminar todo resto de la grasa con que venían copiosamente conservadas las
piezas de artillería y sus accesorios para evitar la corrosión durante su
transportación. Una parte de la ruta era lógicamente por mar en su viaje en
barco desde algún puerto de Europa del Este hasta Cuba. Este armamento nuestro
procedía específicamente de Checoslovaquia.
Los morteros evidentemente no eran
nuevos, Las marcas y símbolos estampados en sus partes metálicas indicaban que
eran de origen alemán, y que por su
grado de uso seguramente habían sido incautados o abandonados por las tropas
durante la 2da Guerra Mundial. Los accesorios aunque muy bien conservados
tenían las evidencias de uso anterior.
Cada mortero tenía asignada una
dotación de siete hombres. El entrenamiento primario consistía, básicamente, en
prepararlos alternativamente para el combate y para la marcha. Este proceso era
agobiantemente repetitivo durante días, ya que debía efectuarse en breves
minutos. Posteriormente, la dotación era rotada por las diferentes posiciones
de servicio de pieza, como lo eran el de jefe de pieza, apuntador, cargador,
suministrador, anotador, chófer, etc…
El jefe de la Batería era un
teniente de apellido Pastrana, un hombre joven, serio y educado. Era bella
persona, y a las claras se notaba que no compartía los métodos despóticos que
practicaban otros oficiales, a los que el don de mando les hizo creer que era
superiores a los demás. También fueron asignados a nuestra batería dos
tenientes más uno como 2do. Jefe y el otro como jefe del pelotón de mando,
ambos eran de apellido Fernández, uno era muy joven y el otro posiblemente
sobre los 50. También eran buenas personas, educadas, con las que se podía
compartir, contrarios a la altanería y prepotencia que mostraban algunos de los
tenientes asignados a otras baterías y sobre todo al grupo de dirección de la
escuela , los que luego fueron adquiriendo fama de abusadores engreídos.
El Director de la Escuela de
Artillería y por tanto Jefe de nuestra Agrupación Artillera era el Capitán
Octavio Toranzo, excombatiente de la Sierra Maestra, que se caracterizaba por
ser una persona de muy pocas palabras con cara de malhumorado, constantemente
estaba con el ceño fruncido. Su hablar era con monosílabos y sin mirar de
frente a sus interlocutores. Siempre se estaba rascando sus partes y gustaba
además de rodearse de adulones.
Muchos de aquellos tenientes de
milicia asignados a la dirección de la escuela “le guardaban el café” al buen
decir cubano, es decir adulones y reidores de sus gracias, mostrando a las claras el esfuerzo que hacían
por caerle bien.
En general la escolaridad del
personal de las milicias era muy baja, salvo escasas excepciones. La asignación
a algunas de las diferentes posiciones de servicio de las piezas de artillería
estaba precisamente basada en la escolaridad. Tuve la suerte de que en la
primera semana me hicieron rotar rápidamente por las diferentes posiciones en
la pieza y luego ser elegido para jefe de Pieza y para Jefe de Pelotón. Al
final me designó Sargento anotador en el pelotón de mando, para el control de
los datos de tiro de la batería.
Después de una selección, basada en
el grado de escolaridad del personal de todas las baterías, fue que se formó un
grupo que recibiría entrenamiento especial. Tuve la suerte de ser asignado a
ese grupo. Los profesores para ese entrenamiento eran asesores checoslovacos
procedentes de academias militares de ese país. El asesor principal era para la
Teoría de Tiro de Artillería, era profesor titular de una Academia Militar en
Checoslovaquia, una persona muy didáctica y con una muy marcada educación
integral, que se reflejaba en su trato y en sus modales, pero no hablaba
español.
El otro asesor evidentemente era un
militar en activo, probablemente con un alto grado. Se notaba su procedencia de
tropas regulares, por su trato hacia nosotros. Los cubanos lo calificábamos de
“un jodedor” por su carácter alegre, jovial y muy amistoso. Este asesor
impartía clases prácticas y las de Táctica de Tiro de Artillería. El tercer asesor era el traductor que hablaba
un español perfecto aunque se notaba su pronunciación extranjera. Era un poema
la cara que ponía cuando alguien le preguntaba una tontería.
Este curso estaba dividido en dos
partes. Por las mañanas los entrenadores checos nos daban Teoría del Tiro de
Artillería y por las tardes Táctica de Tiro de Artillería. Lamentablemente, el
participar de estos cursos con los checos no nos eximía de los entrenamientos
de marchas, (infantería), guardias de vigilancia, guardias viejas, etc. También
había que hacer de cuarteleros, que consistía en la limpieza de los servicios
sanitarios, duchas, pisos y las áreas de literas en las barracas.
Se convirtió en algo común que
oficiales del puesto de mando reunieran la tropa y solicitaran un paso al
frente a aquellos que tenían alguna característica específica, como poseer
licencia de conducción, o ser estudiante, y cosas como esas. Los aludidos
rápidamente daban un paso al frente pensando en posibles beneficios o
prebendas. De esta forma lograban reunir un grupo relativamente numeroso que
luego enviaban a realizar trabajos de gran esfuerzo físico, como descargar
barcos de municiones en el puerto, o cualquier otra actividad de fuerza bruta
que nada tenía que ver con la especialidad solicitada.
La rutina diaria consistía en
tirarse rápidamente de la cama al darnos el “de pie” con el toque a corneta de
la“diana mambisa”. Eso era a las 5:30 am. En 15 minutos había que estar en
formación. Luego del pase de lista reglamentario, del que se podía salir con un
reporte si no estabas en formación a tiempo y vestido correctamente. De esos
reportes pedían cuentas “la corte disciplinaria” que se efectuaba los fines de
semana y en la que te podían condenar a perder o disminuir las horas del
permiso de salida, “pase”, el día que te lo asignaran o a hacer guardias
imaginarias. Nos esforzábamos por cumplir adecuadamente la disciplina impuesta,
que incluía también el cuadrarse ante los oficiales y hacer el saludo militar
correspondiente, algo desacostumbrado para civiles. Todos veníamos de la vida
civil y aquello nos traumatizaba. Si se protestaba por algo el reporte era por
“replica”
Después de pasar lista hacíamos los
ejercicios físicos reglamentarios durante 45 minutos. Culminado esto nos
llevaban a paso doble, que nos hacía sudar copiosamente, hasta los comedores
que se encontraban dentro del área amurallada de la fortaleza, como a un
kilómetro de distancia. Al llegar a los comedores generalmente había que hacer
una larga fila, porque coincidían todas las baterías al mismo tiempo, lo que
significaba cientos de comensales para entrar en el orden de llegada a tomar el
pésimo “desayuno”
El desayuno era de tan mala calidad,
que luego de algunos días experimentando, decidimos que no valía la pena la
sofocación temprana a la que éramos sometidos para la calidad de desayuno que
nos daban. Pedimos permiso para no ir a desayunar. Nuestros jefes entendían
aquello y se hacían los de la vista gorda con nosotros.
El desayuno, que consistía en un
vaso de leche preparado con leche en polvo con disolución al antojo, y un
pedazo de pan de mala calidad hecho en la misma cocina del campamento y
preparado por reclutas posiblemente malhumorados porque que les tocaba ese día
la guardia de cocina, por lo que los levantaban mucho antes que a los demás.
En nuestra batería teníamos un
compañero miliciano llamado Rafael Teillagorry, de descendencia vasca, que
procedía del sector bancario y que por su apariencia física, espejuelitos,
conceptos y forma de hablar le apodamos “el cura”, aunque nos delató que en su
familia le decían PAO, pero le gustaba aquello de cura. Este personaje era
excepcional, único, siempre de buen humor, filósofo y recalcitrante, que
protestaba abiertamente de todo aquello que no le cuadraba o no le convenía.
Tenía, además, una habilidad asombrosa para dialogar y establecer relaciones.
De forma increíble, este personaje
se las agenciaba para adquirir suministros, como si fueran de un mercado negro
dentro del campamento. Así fue que organizó la llamada “cooperativa del cura”,
que preparaba los desayunos para un selecto grupo de compañeros que en muy
breve tiempo habíamos logrado establecer una buena amistad. Éramos cúmbilas. El
cura preparaba desayuno con leche condensada y galletas, cosas que conseguía a
través de sus manejos desconocidos con el sistema de suministro del campamento.
El desayuno lo calentaba en una especie de fogón artesanal, hecho con un
pequeño mechero de alcohol que mantenía oculto entre las literas, de forma tal
que los cuarteleros no lo detectaran ni se percataran del trajín.
Hasta los oficiales de la batería,
haciéndose los que no quieren las cosas, participaban de nuestro botín. Esa
actitud nos hizo confraternizar tremendamente con ellos, mejorando nuestra
disciplina. Llegó un momento que aquello era insostenible, por lo que hubo que
disolverlo por nuestra propia seguridad ya que comenzaron a surgir rumores al
respecto, que no convenían. Siempre los envidiosos son los que ponen mala las
cosas. Aquella cooperativa del cura creó una hermandad entre sus miembros que
sobrevivió al tiempo. Por las noches después de la cena, cuando no estábamos de
guardia, participábamos en tertulias y guateques que armábamos los mismos
cooperativistas. Así, también llegamos a
reunirnos en el barrio, cuando salíamos de permiso, en casa de
algún miembro.
Esa fue una época de oro, en que la
amistad y la hermandad adquirieron gran relevancia. Luego, con el de cursar del
tiempo, los intereses personales se interpusieron a aquella voluntad, por lo
que lógicamente solo fue representativo de esa época. Además del cura, entre
los personajes más destacados que integraban el grupo estaba el 508, Carlos
Angulo, al que llamábamos “el muerto” por el equivalente al número 8 en la
charada china y porque además sobrevivió la caminata de los 62 kilómetros, por
ir prácticamente arrastrado, con su guitarrita, por sus compañeros, algunos de
los que ahora formábamos esta hermandad.
El muerto era de piernas “zambas” y
tocaba bastante bien la guitarra por lo que era el hombre show y elemento
imprescindible en todas nuestras fechorías. Miguel Lo-Guidice, el 547, “el
italiano” por ser hijo de italiano. Era vecino del barrio de mi misma cuadra y sus
padres clientes de nuestra bodega. Tenía numerosos hermanos, todas buenas
gentes y dos hermanas, con una de las cuales me unía especial amistad. Tenía un
medio hermano, hijo de su madre, que era secretario de Ernesto Lecuona. Otro
era Rafael Quiñones, “el fuerte”, atleta y levantador de pesas, el 549. Era un
tipo con tal apariencia que la gente lo respetaba, aunque realmente era muy
noble. Rolando Moliner, alias “el sie” era un mulato que se caracterizaba por
su fuerte miopía y padecer además de una alopecia en todo el cuello y mitad de
cráneo. La gente le decía “gallina cabeza pelá”.
Esta característica suya fue la que
me permitió, años más tarde, identificarlo cuando caminaba frente a mí por una
calle de ciudad de Varna, Bulgaria, donde yo esperaba el arribo del barco que
venia del puerto de Odessa y que nos llevaría a Cuba de vacaciones. Al ver ese
cuello tan característico y ante la duda fue que fuera el, de soslayo le grite
“sie” y cual sería mi sorpresa y alegría cuando se volvió de un brinco reconociéndome
inmediatamente. Me respondió con su alarido de costumbre “bueno y bueno na’ma”.
Él era oficial de un barco carguero cubano, “La Plata”, que estaba atracado en
ese puerto europeo. Ese día del encuentro lo celebramos a bordo rememorando los
viejos tiempos de La Cabaña.
En aquellos años me encontraba
cursando los estudios de Ingeniería en la Universidad de Química Pesada de
Veszprém, Hungría y cada dos años las autoridades cubanas nos permitían viajar
a Cuba de vacaciones, si los estudios correspondientes al periodo habían sido
aprobados en su totalidad. El viaje era en barcos que rentaban. Estos viajes se
efectuaban en barcos rusos, viejos, que salían o hacían escala en puertos del
mar Báltico o del Mar Negro. Algunos salían de Leningrado y otros de Odessa,
haciendo escala en algunos puertos de Europa del Este para ir recogiendo a los
estudiantes cubanos que íbamos de vacaciones para Cuba en ese verano.
Estos viajes por mar duraban
alrededor de 18 a 20 días, es decir nos tomaba un total de aproximadamente mes
y medio, ida y vuelta, por lo que la estancia con la familia en Cuba se
circunscribía a unas tres semanas más o menos, cada dos años. Como el objetivo
era ir a visitar nuestros familiares, que hacía por lo menos dos años que no
veíamos y en aquella época la comunicación por correos tardaba meses. No nos
importaban las vicisitudes ni las incomodidades que tuviéramos que afrontar,
como lo eran el hacinamiento en aquellos
camarotes estrechos con fuertes olores al único perfume que aparentemente
fabricaban en la URSS en aquella época, con un fuerte olor, para no decir
peste, a extracto de fresas, y también sanitarios comunes para un montón de
camarotes. Tampoco importaban las duchas con solo una hora de servicio de agua
al día, frente a los que se formaban colas interminables con la exigencia
colectiva de premura al que estaba duchándose, para poder alcanzar la
oportunidad de bañarse, ni aquella comida con sus sabores y sazones
desconocidos.
De todo lo peor era las obligaciones
implantadas por los dirigentes políticos cubanos, representantes del partido y
la juventud comunista , que pastoreaban aquel rebaño e imponían a los
vacacionistas, además de la constante retransmisión radial a través de los
altavoces del barco de los interminables discursos de Castro, a lo que le
sumaban “guardias imaginarias” consistentes en prohibir el paso a su antojo, en
tramos de algunos pasillos de la cubierta, sin importarles que eran lugares
para esparcirse y tomar el aire fresco del mar. Sin dudas el objetivo de esas
medidas no eran otros que enraizar en las mentes de los futuros profesionales
el sentido de la sumisión a los designios del partido.
En la Cabaña, algunas veces después
del rancho, nos poníamos a deambular por las diferentes áreas de la Fortaleza,
registrando los mil vericuetos de galerías, pasadizos y cosas por el estilo, la
mayoría de ellos en penumbras, e imaginándonos como debió haber sido la vida de
los soldados españoles instalados en aquel lugar.
Teníamos prohibido el acceso a
algunos lugares, sobre todo a una zona de las murallas que delimitaba el área
de la prisión, donde solían concentrar a los presos, como en una plaza cerrada,
en las noches a tomar el aire. También estaba cerrado el acceso a la calle
donde estaba ubicado el puesto de mando, donde habían estado las oficinas del
Che Guevara.
Preferentemente escogíamos aquel
lado de las murallas desde donde se podía ver bien La Habana. Nos sentábamos un
rato sobre las murallas, generalmente solos, a mirar para la ciudad al otro
lado de la bahía,con sus avenidas, sus edificaciones famosas, las vistas del
malecón, el resplandor de millones de luces, el claxon de los vehículos.
Siempre rememorando la vida de civil de la que procedíamos, los recuerdos de la
familia, los amores, los amigos, etc.
Aquí, parece que por herencia de mi
padre, hice alguna que otra poesía inspirándome en la noviecita que tenía en el
barrio, hermana menor del italiano, que era a su vez mi mejor amigo y compañero
inseparable en esta aventura. De esa época y sentado sobre las murallas fue que
compuse esta poesía:
Cuando en la noche tibia
Mis ansias deseo acallar
Miro a mi Habana querida
y mi sed suelo calmar.
Al ver tu elegante figura
envuelta en un suave fulgor.
Habana, me traes la dulzura
porque tú me recuerdas mi amor.
A veces íbamos a “ayudar” a tirar el
cañonazo de las nueve de la noche con el cual los habaneros ajustan sus
relojes. La tradición del cañonazo a esa hora de la noche data de la época de
la dominación española, en que la ciudad de La Habana estaba rodeada por una
muralla con solo algunas puertas de acceso al exterior. Con ese disparo se
avisaba a la población que las puertas de la ciudad serian cerradas hasta el
próximo día.
Originalmente el cañonazo se tiraba
desde un navío de guerra surto en puerto, seguido del estiramiento de una
cadena situada en la boca de la bahía que impedía la entrada o salida de
navíos. Posteriormente la costumbre pasó a los cañones de las baterías de la
Fortaleza de la Cabaña. Durante la
ocupación de La Habana por los ingleses la tradición continuó, pero a esa hora
los soldados ingleses iniciaban una ronda interior alrededor de la muralla de
la ciudad, llamando al silencio. El cubano llamó a esa ronda la “hora de los
mameyes” pues ese era el color rojo de las chaquetas de los soldados ingleses.
Esa expresión se extendió y se utiliza también para definir el momento crucial
de cualquier evento.
Hubo ocasiones, sobre todo en fines
de semana que no temíamos “pase”, que nos pasábamos el tiempo libre
presenciando los juicios sumarísimos que se efectuaban en el teatro del
campamento, a gentes acusadas de actividades contrarrevolucionarias o de haber
estado involucrados en algún “crimen” en contra de la seguridad del estado. Se
nos permitía entrar libremente, pienso que para dar escarmiento.
Eran juicios en los que no recuerdo
testigos, solo interrogatorios y mucha fraseología sectaria por parte del
tribunal, imputando crímenes que en una sociedad normal no serían considerados
como tales, pero había que meter miedo y dar escarmientos. Nosotros mismos los
que estábamos activos al lado de la revolución, también aquello nos
atemorizaban, sentíamos miedo, porque era evidente la manipulación que se
practicaba. Los abogados defensores tampoco cumplían sus funciones, supongo
que por el mismo temor que inspiraban
aquellos procesos. Sólo eran figuras representativas al servicio de los
intereses del régimen. Al final costaba trabajo diferenciarlos de los fiscales,
no tenían otra alternativa, pues había que aparentar el apoyo absoluto o
someterse a las consecuencias. Las sentencias eran dictadas sin muchos
preámbulos, pues evidentemente estaba pre-elaboradas de antemano. Las
ejecuciones a los condenados a muerte, que eran muchos de los casos, las
efectuaban con premura inusitada. No había tiempo para apelaciones, aquello no
existía.
Más de veinte años después en
ocasión de ir al Cementerio de Colón, en La Habana, al entierro de la madre de
un compañero de trabajo, en una bóveda que tenía capacidad para tres ataúdes,
uno sobre el otro, espaciados y soportados por una cabilla de acero. Alrededor
de la tumba nos reunimos además de los dolientes algunos amigos. En esa
situación, por una de las callejuelas aledañas, llegó un auto tipo panel. Se
bajaron dos individuos vestidos con ropas de calle, abrieron la cabina trasera
del panel y extrajeron un ataúd, que estaba
con su tapa medio entreabierta por donde se salía medio brazo del
difunto. Ellos se percataron de eso y lo introdujeron rápidamente para dentro
de la caja, sin preocuparse de cerrarla.
En lo que un familiar de mi amigo
pronunciaba la despedida del duelo, esos individuos, sin ningún preámbulo, como
si fuere algo cotidiano, bajaron el ataúd a la misma bóveda y lo colocaron en
la parte central dejando el espacio superior para nuestro entierro. Todo esto
fue extremadamente rápido. Pienso que se trataba de algún fusilado, o alguien
que murió en una prisión y lo tiraron dentro del ataúd y lo enviaron así mismo
para el cementerio. En definitiva algo anormal. Este suceso me ha hecho
recordar muchas veces las vivencias de la Cabaña. Posteriormente indagando con
mi amigo y con su esposa que también estaban presentes, me afirman que no se
percataron del hecho.
En la Cabaña había un emplazamiento
de una vieja ametralladora antiaérea calibre 50, de fabricación norteamericana
de la época de la 2da Guerra Mundial, en la que se hacía guardia. Esta
ametralladora estaba instalada en un
trípode en la azotea de una pequeña garita situada sobre una de las
murallas. Debajo, al pie de esa muralla estaba el llamado “Foso de los
Laureles”. Este foso desde la época de la dominación española había adquirido
fama, por ser el lugar designado para efectuar ejecuciones. Allí fueron
ajusticiados infinidad de opositores al régimen español, durante la lucha por
la independencia de Cuba. Ahora luego de 60 años, la revolución resucitó el
mismo uso.
Este foso que no es más que una
especie de patio interior rectangular, bordeado de altas murallas de varios
metros de altura, en la que algunas de ellas forman parte de la edificación
principal y otras al sistema de defensa de la fortaleza, y que no llegan a
cerrar completamente el área, sino que dejan un acceso hacia otras del
amurallado. A pocos metros de lo que sería la entrada al foso y muy cerca de la
muralla había un tronco de madera clavado en el suelo, seguramente para atar a
los reos incapaces de mantenerse en pie por si mismos ante el lance al que
serían sometidos. A pocos pies sobre el tronco había una luz mortecina,
producto de un único bombillo eléctrico situado en la muralla, incapaz de
iluminar toda el área por su baja potencia. Había zonas donde sólo había
penumbras. Este segmento de muralla y el foso en sí mismo tenían una imagen
tétrica, no solo por su designio. Más de noche que era cuando se realizaban las
ejecuciones.
Entre el laberinto amurallado del
sistema defensivo hay espacios que forman caminos de comunicación por los que
pueden transitar vehículos. Por esas vías es que transportan hacia el foso
todos los componentes necesarios para efectuar una ejecución, como son: el
pelotón de fusileros, los reos, los testigos, las autoridades judiciales, los
ataúdes, etc. Todo lo necesario para un fusilamiento en regla. Allí cerca está
el sitio donde fue fusilado en 1871 el insigne patriota cubano y oponente al
régimen español, el poeta Juan Clemente Senea, autor de “a una
golondrina", poesía ésta que le dio fama universal y cuya última estrofa
así reza:
No busques volando inquieta
Mi tumba obscura y secreta,
Golondrina, No lo ves?
En la tumba del poeta
No hay un sauce ni un ciprés
Al finalizar la guerra de
independencia, junto a la lápida que rememora aquel fusilamiento, patriotas
cubanos sembraron un sauce y un ciprés, que aún está allí presentes.
Una noche de madrugada, estando de
guardia en la ametralladora antiaérea personal de mi batería, se percatan de un
movimiento abajo en el foso. La penumbra reinante y la posición en que se
encontraba el emplazamiento no dejaba ver con claridad, pero se podían
distinguir las personas, las voces y el movimiento. Llegó un vehículo del que
descendieron algunos soldados que se agruparon algo alejados, en un área en penumbras, donde había algunas
hierbas. Posteriormente llegó otro camión del que bajaron ataúdes y
seguidamente a unos hombres.
Tras un breve dialogo y manipulación
de documentos, los pararon bajo la luz mortecina de la lámpara. A una voz de
mando formaron la escuadra de soldados. El oficial al mando impartió
rápidamente las órdenes para la ejecución y un santiamén sonó la descarga. Los
fusilaron. El oficial al mando corrió hacia los reos gritando repetidas veces
“suban los fusiles”, “suban los fusiles”, e inmediatamente les pegó el tiro de
gracia. Rápidamente metieron los cuerpos en los ataúdes, echaron unos cubos de
agua de un tanque que allí había para diluir la mancha de sangre, cargaron las
cajas en el camión y así como llegaron también se fueron.
La descarga de la fusilería los
impresionó. Todo fue tan rápido que les costaba trabajo entender lo que había
pasado, pues no estaban preparados para ello, era como una alucinación que los
hacía temblar del susto y el miedo. Posteriormente trascendió que esa noche
habían fusilado a tres presos que habían sido condenados en el juicio del día
anterior. Experiencia similar tuvieron compañeros de otras baterías, que
relataron en secreto su vivencia, y que los reos habían gritado “viva Cristo
Rey”. De este tema no se comentaba por miedo a las consecuencias. Al parecer
trascendió, que había comentarios entre los milicianos, por lo que la guardia
en ese sitio fue eliminada, pero los fusilamientos continuaron.
En ese ambiente de entrenamientos,
guardias, marchaderas, etc., transcurrieron casi tres meses hasta que llegaron
los finales de diciembre. El día de nochebuena, desde por la mañana, parece que
a ex profeso, corrían rumores de posible permiso para ir a pasar tan
significativa festividad con la familia. Todo el día nos habían tenido con la
incertidumbre de un breve pase y las bolas iban y venían, pues era la primera
vez que la pasaríamos separados de la familia. Nada llegaba, lo hacían para
joder, o para templar el carácter y hacernos saber que la familia era asunto
secundario.
A alguien se le ocurrió decir que
era un buen soldado aquel que era capaz de fugarse del campamento y regresar
sin que lo agarraran. llegó el anochecer, sin que hubieran dado alguna noticia.
Los milicianos por iniciativa propia, como en una estampida nos fugamos en masa
para pasarla con la familia.
Salíamos a escape por la garita de
la posta que daba a la bahía. Corríamos
rampa abajo y por las callejuelas, buscando la terminal de embarque de las
lanchas de transporte, para cruzar la bahía hacia la ciudad. Estas eran las llamadas “Lanchas de Casablanca”, que
como autobuses trasiegan el público a través de la Bahía. Cuando al fin
llegamos a la terminal constatamos que había algunos tenientes y jefes de
batería tomando notas y tratando de evitar la fuga, reportando a los que veían.
Esto daba a entender que estaba prevista la reacción de los milicianos. Lo que
paso era que no calcularon la masividad de la reacción.
Esperábamos ocultos hasta el último
momento, en que ya casi saliendo la lancha a todo correr por el muelle de
atraque, dábamos el brinco y la abordábamos. Así burlamos el control y nos
escapamos. Algunos no fueron precisos y cayeron al agua, pero fueron
inmediatamente ayudados por sus compañeros y también lograron escapar.
Ya en la ciudad con el servicio de
ómnibus normal fue fácil llegar al barrio y así a casa. Previamente nos pusimos
de acuerdo en salir de regreso, también en grupo, a las 4 de mañana. En casa ya
no me esperaban y fue una agradable sorpresa verme llegar y poder cenar en
familia. Luego en el barrio nos reunimos con los amigos y seguimos la fiesta.
A la hora de regreso al campamento
casi todos estábamos pasaditos de tragos. Cuando llegamos a la entrada no
encontramos a nadie de guardia, al parecer la posta también voló. La barraca de
la batería estaba prácticamente vacía, los cuarteleros no estaban, la gente que
ya habían regresado estaban durmiendo los tragos, pues como al igual que
nosotros una gran mayoría había decidido esa noche no hacerle el juego al
“Comandante”. Al otro día cada cual se levantó a la hora que pudo. La refriega
fue de altura, nos tildaron de todo los que les dio la gana, pero en concreto
no pudieron hacernos nada por la masividad del asunto y posiblemente por el
temor a una deserción en masa si apretaban más de la cuenta.
Un par de días más tarde nos
informaron que el 2 de enero se iba a realizar un desfile masivo de las tropas
de la milicia, en la Plaza de la Revolución, para conmemorar el segundo aniversario
del triunfo de la revolución y además mostrar al mundo la potencia y
organización alcanzada por las milicias. Posteriormente nos sacaron de La
Cabaña y nos distribuyeron por diferentes lugares de la ciudad, todos cercanos
a la Plaza Cívica, rebautizada como “Plaza de La Revolución", donde se
efectuaría el primer desfile militar de la Milicia el 2 de enero de 1961 en el
que participaríamos todos los artilleros de las diferentes armas.
Mi Batería fue ubicada en el
aparcamiento situado en el sótano del Ministerio de Comunicaciones, frente a la
Terminal de Ómnibus de La Habana. Un lugar muy céntrico y con mucho movimiento.
Allí estuvieron dándonos día y noche tremendas tandas de marchaderas, para
perfeccionar la apariencia del bloque que conformaríamos. Nos arengaban para
que nos creyéramos que éramos cadetes. El día antes del desfile nos dieron los
uniformes de artillero, consistentes en una boina española verde olivo, que
luego se convirtió en símbolo, un pantalón de kaki verde olivo y una camisa de
mezclilla gris de manga larga con puños verdes con una franja del color correspondiente al tipo de arma.
Los de morteros teníamos la franja blanca. La franja roja era para los
artilleros de cañón y la amarilla para la artillería antiaérea. La posesión de
la boina verde se convirtió nacionalmente en categoría y signo de distinción.
También nos dieron una metralleta checa, pero sin proyectiles. Solo nos dieron
los proyectiles cuando estábamos preparándonos para desfilar. Aquel desfile fue
todo un éxito masivo, las gentes nos vitoreaba de forma tal, que llegamos a
emocionarnos y entregar todo nuestro mejor esfuerzo al evento. Aquello fue
apoteósico. En su discurso, Fidel Castro por su parte se encargó de darle un
significado extraordinario a todo aquello, alardeando y exagerando todo lo que
le vino en gana y le fuera humanamente posible.
En esos días, durante la rutina de
limpiar el arma, que realmente no hacía falta pues nunca habían sido
utilizadas, solo era una orden para tratar de mantener a la gente ocupada; a
uno de los milicianos, el 514, Raúl, por su ignorancia sobre la manipulación
precisa del arma, se le escapó un disparo e hirió de muerte a otro compañero de
la batería, también Raúl de nombre. Esa fue la primera baja que sufrió nuestra
batería. Fue una experiencia y lección inolvidable. Ya no regresamos más al
campamento de La Cabaña, ahora en ese lugar habían ubicado unidades de artillería de Obuses y
Cañones de 120 mm.
Posterior al desfile nos trasladaron
para la Base Aérea de Baracoa, pueblo este con una buena playa y situado como a
unos 30 kilómetros al oeste de la Habana. En este nuevo lugar continuamos con
el curso de artillería con los profesores checos, pero ahora formábamos un
grupo aparte, independientes de las baterías, con nuestro albergue propio pero
sin camas. Tendíamos en el suelo finas e incomodas colchonetas para dormir, que
de día enrollábamos y de noche extendíamos. No teníamos armarios y las
pertenencias las manteníamos en pequeños bultos enrollados en la colchoneta. En
un local anexo estaba el aula donde se nos impartía diariamente la instrucción.
Los miembros del ejército, que
también estaban en el curso, tenían condiciones diferentes y albergues
separados con las comodidades normales. Ellos pertenecían a una categoría
diferente a la nuestra y tenían sus prebendas. El curso de artillería se alargó
aproximadamente mes y medio más y luego de aprobar el examen correspondiente se
nos dio el título de Artillero de Morteros Pesados. Para finalizar el curso se
organizó un acto de graduación, para el cual se aprovechó la llegada a la Base
del propio Fidel Castro, que regresaba de un viaje a provincias a bordo en su
avión “Turquino,” que era custodiado en esta base aérea.
Fidel presidió el acto e hizo un
breve resumen del mismo. Hizo entrega, personalmente, del Diploma de
Artillería. Fue dándolo de uno en uno, estrechando la mano y deteniéndose a
mirar fijamente a los ojos a cada graduado. Pienso que era como para tratar de
memorizar la cara, o quizás para que lo recordaran. De todas formas fue
impresionante. Días después llegaron unos oficiales soviéticos de alta
jerarquía que comenzaron a reestructurar la organización y control de toda la
artillería.
El día 3 de abril me escapé del
campamento, pues a mi madre la habían ingresado en el centro de salud “Quinta
Canaria” por un ataque de asma violento que puso en peligro su vida. Me negaron
la autorización para visitarla, por lo que me fui por mi cuenta y riesgo,
después de previa consulta con el teniente Fernández, el más viejo, que me dijo
“DALE”, es decir ¡vete!. Esa noche él se iba de Pase para su casa. Se brindó a
llevarme y a traerme en su carro. Juntos regresamos al campamento como a la
cinco de la mañana. Nadie notó mi ausencia.
Serían como las 10 de la mañana
cuando recibo, por los altavoces del campamento, un aviso urgente de que
alguien me estaba procurando en la puerta de entrada de la Base. Me asusté. Era
un vecino nuestro de puerta con puerta, Antonio Tojeiro y Breijo, gallego y
panadero, que venía por mí con la noticia del fallecimiento de mi abuela, que
vivía con nosotros. Abuela falleció de un infarto por la madrugada mientras
dormía. Mi padre así la encontró, muerta en su cama, cuando subió a casa
extrañando de que no le hubiera bajado su café mañanero por el tragaluz del
patio que daba a la bodega, como era su costumbre. En casa también estaba mi
hermana menor de 13 años de edad que aún dormía y no sabía de lo ocurrido.
Cuando llegué a casa me encuentro que mi madre, a la que ya habían traído del
hospital, estaba abrazada llorando desconsoladamente sobre el cadáver de
abuela, que yacía en su cama. Fueron muy dolorosos todos los pormenores de este
acontecimiento. Era el 4 de abril de 1961.
Esa noche su cadáver fue expuesto en
una funeraria en el Vedado, quedando su entierro acordado para el siguiente
día, temprano en la mañana. Esa tarde después que todo quedó organizado en la
funeraria decidí ir a casa a asearme y cambiarme a una ropa más apropiada, pues
aún me encontraba con el uniforme militar de campaña.
Mi abuela tenía la costumbre de
guardar en su armario toda la ropa blanca de vestir, como eran las guayaberas,
etc. Este armario poseía una tabla de madera de sándalo, que le impartía su perfume
peculiar a la ropa guardada en él. Para buscar mi ropa tuve que entrar a su
habitación, donde aún quedaba su huella sobre la cama, así como señales de lo
que allí había acontecido. Antes de retirarme decidí sacar también una
guayabera para mi padre que vendría más tarde a cambiarse, así le evitaría el
tener que entrar a esa habitación, lo que sin duda le traería mala impresión
por el desagradable recuerdo.
Cuando fui a colgar su guayabera, en
el espaldar de uno de los sillones de la sala, oí la voz de mi abuela decirme
nítida y claramente: “cuando salgas cierra la puerta”. Tal fue mi sorpresa que
me volví y exclamé una interrogación, tratando de oír nuevamente su mensaje.
Fue su voz, sin duda. Efectivamente, había dejado por descuido la puerta de su
habitación entreabierta. La cerré y salí de casa con una impresión muy fuerte
pero tranquilo y sin temor alguno. Durante toda esa noche su cadáver fue
expuesto en la funeraria. Fue una noche muy activa por la presencia de toda
nuestra familia, y de muchos amigos del barrio.
Fue de gran significación para todos
y principalmente para mis padres, que mi hermana Isabel, que en ese entonces
era monja en un convento de la Congregación del Inmaculado Corazón de María en
la ciudad de Pinar del Río, nos acompañara en el velatorio. Ella fue traída
desde Pinar del Río en el automóvil de la Congregación y acompañada por dos
monjas de su convento. Durante toda la noche estuvimos sentados juntos, como en
un coro, con toda la familia, conversando y comentando sobre nuestra actualidad,
pues llevábamos relativamente poco tiempo en La Habana. Ella hacia muchas
preguntas. En un aparte conmigo insistió mucho en conocer sobre la situación
política del país, preguntándome mi opinión sobre el marcado roce del gobierno
con la iglesia católica. En esa época mi apoyo a la revolución era
incondicional, pero tampoco era ciego.
Días después me reincorporé a mi
unidad de artillería, continuando con los consabidos entrenamientos y guardias.
Parte del personal regular de las baterías había sido desmovilizado
temporalmente. Sin duda la economía del país sentía el golpe.
Sobre el 12 de abril los asesores
soviéticos decidieron entregar el mando de las diferentes baterías a los
graduados del curso con los checos, basándose en los resultados de unas pruebas
prácticas de tiro que ellos realizarían. Nos llevaron a un campo de tiro de
artillería, en el que cada uno como examen recibiría una misión de tiro
especifica. En dependencia de los resultados concretos que obtuviera se le
asignaría su posición de mando en la batería.
Por los resultados previos obtenidos
en el curso de los checos, ya los asesores rusos tenían definido quienes serían
los que ocuparían los mandos, tanto en el emplazamiento de los morteros, como
2do. Jefe de Batería, y quienes serían los candidatos a dirigir el puesto de
mando para la dirección del tiro, es decir Jefe de Batería. El puesto de
observación o puesto de mando estaba bajo la supervisión directa de un militar
ruso de alta graduación, llamado Konstantin, que era además el jefe del grupo
de asesores soviéticos. Él personalmente era el que asignaba individualmente
las tareas de tiro a cada alumno.
El campo de tiro para la artillería
estaba en una zona conocida como “Guanito”, en la provincia de Pinar del Río,
en un lugar inhóspito y de difícil acceso, en las estribaciones de la
Cordillera de Los Órganos, aproximadamente a unos 200 kilómetros de La Habana.
Para llegar al lugar había que cruzar obligatoriamente por la ciudad de Pinar
del Río, capital de la provincia del mismo nombre, lo que sería aprovechado
para reabastecer los vehículos con el combustible suficiente, para garantizar
la ida y vuelta desde ese lugar hasta el campo de tiro.
Íbamos en caravana remolcando las
piezas de artillería, llevando las municiones, el avituallamiento, el personal
operador de la batería de morteros y los alumnos del curso que iban a
examinarse, tanto milicianos como soldados del ejército. Lo que haría un total
como de unas 130-150 personas. Cuando llegamos a la estación de servicio en
Pinar del Río, pedí permiso al que venía al mando de mi vehículo para correr hasta el convento donde estaba mi
hermana y saludarla, cosa que me autorizó con sus advertencias, ya que solo
estaba a par de cuadras de distancia.
El convento estaba ubicado en una
edificación de dos plantas, aledaña a la Catedral de Pinar del Río. Era más
bien un complejo formado por un magnifico Colegio, dirigido por la congregación
religiosa del Inmaculado Corazón de María, con un área privada o claustro,
donde las monjas hacían aisladamente su vida religiosa. En el Colegio se
impartía una enseñanza regular, lógicamente con énfasis a su carácter católico.
El alumnado preferentemente procedía de la clase media y lógicamente también de
la élite de la ciudad y sus alrededores, que eran los que podían pagar las
altas mensualidades exigidas. El Colegio era de carácter externo para el
alumnado de a diario, pero también contaba con un internado, para alumnos
pupilos que procedían de otras áreas de la provincia, para los que se
garantizaba cómodos albergues, excelente alimentación, así como otras
comodidades, como lo eran salas de música, biblioteca, capilla para la rutina
religiosa, salas de cultura, etc. Impartían hasta el nivel de bachillerato. Las
monjas que lo dirigían eran también maestras de algunas de las asignaturas.
Para complementar el currículo educativo, equivalente al sistema nacional al
que estaba incorporado el plantel, también tenían algunas maestras externas contratadas.
En las prácticas de tiro en Guanito
estuvimos dos días. Mi examen consistió en definir la posición del blanco
asignado, haciendo el ajuste de tiro sobre el mismo, seguido de un trasporte
del fuego hacia un nuevo blanco designado, basado en los datos de tiro
anteriormente ajustados. El cumplimiento de la misión a mi encomendada fue
satisfactorio por lo que recibí la calificación de Jefe de Batería. De regreso
a la Base de Baracoa volvimos a hacer escala en la misma estación de servicio
que utilizamos cuando la ida. Nuevamente a la carrera fui al convento a
despedirme de mi hermana.
Nuestro encuentro no fue más de 5
minutos. Ella indagó si tenía conocimiento sobre algún comentario hecho por mi
madre o sobre alguna noticia. Como no tenía tiempo para alargar la conversación
y no sabía de qué me estaba hablando le
respondí negativamente. No quiso darme más explicación, sólo me dijo que cuando
llegara a casa le preguntara a mi madre, pues me iba a alegrar mucho. Durante
el viaje estuve especulando sobre la conversación con ella e inclusive hice el
comentario con mi compañero, una persona cercana a los 60 que iba de
responsable del vehículo, Dionisio, de origen español, y director de programas
en uno de los canales de la televisión, a quien también le llamó la atención
aquella expresión de mi hermana.
Durante el viaje teníamos la orden
de rotarnos entre la dotación el estar sentados en una posición sobre el camión
de donde se pudiera observar cualquier
anomalía en la pieza de artillería que remolcábamos. Esa posición era sentado
en uno de los extremos traseros de la “cama” del camión, desde donde se
visualizaba perfectamente la pieza.
En el tramo de carretera entre las
ciudades de Candelaria y Artemisa me correspondió ir sentado vigilando la
pieza. De pronto al cruzarnos con otra caravana de camiones militares, con
tropas de infantería, que venían por la carretera en sentido contrario al
nuestro, por impericia de alguno de los chóferes, nuestro camión se impacta
lateralmente con otro que venía de frente y que en ese momento cruzaba a
nuestro lado. El choque fue de forma tal
que el impacto provocó que las maderas de cama del camión se rajaran a todo lo largo y por esa enorme grieta
abierta yo caí para la carretera. En el camión que venía detrás, también
nuestro, venia al mando Hidalgo, del grupo de soldados del ejército, quien
relata que vio cuando el mortero me rodó por encima.
Yo realmente no sentí ningún golpe,
sólo recuerdo que los tanques de combustible de ambos vehículos se habían roto
por el impacto y la gasolina se derramaba a chorros sobre el pavimento, lo que
hacía resbalar a los vehículos que venían detrás y que intentaban frenar
para no arrollarnos. Automáticamente al
ver que se abalanzaba sobre mí el camión que venía detrás y probablemente
producto del impulso que traía mi cuerpo por la caída a esa velocidad, fue que
logré conscientemente rodar de forma vertiginosa hacia afuera de la carretera,
lo que quizás me salvo la vida.
Tengo que señalar, que no solté el
fusil que traía conmigo. Pienso que una de las ruedas del mortero rodó por
sobre el fusil utilizándolo como rampa y así no impactó mi cuerpo directamente,
por eso no sentí golpe alguno. Los compañeros que venían en el camión detrás
del mío y presenciaron lo sucedido, decían que yo tenía que estar reventado, ya
que me vieron enredado entre las ruedas del mortero. Inmediatamente me subieron
a un camión y junto con otros compañeros involucrados en el accidente nos
trasladaron a la carrera para la casa de socorros de Artemisa. Hubo un total de
12 heridos.
En Artemisa en aquel entonces vivía
mi tío, hermano de mi madre a quien le hice llegar un mensaje, creo que por
teléfono. Él inmediatamente se presentó en la casa de socorros, me recogió y en
su automóvil nos trasladó, a los que pudo, para el hospital de Guanajay, que
era el primer pueblo de entrada a la provincia de La Habana y con un hospital
competente. Allí después de revisarme me pusieron en observación, pues no
presentaba signos de lesión alguna.
Al amanecer del día siguiente 15 de
abril, ocurre el bombardeo de algunas de las Bases Aéreas del país, lo que desata
Alarma Nacional bajo el calificativo de ser el preludio de una invasión. Lanzan
un llamado general a las armas, con la orden de presentarse urgentemente en los
campamentos correspondientes.
Esa noticia la oímos por radio al
amanecer, estando aún ingresado en el hospital. Como me sentía bien de salud me
fui bajo mi cuenta y riego para mi unidad militar, que estaba como a unos 30
kilómetros de distancia, haciendo el recorrido mediante aventones. Al llegar a
la base, no había ningún tipo de control para entrar. Había una desorganización
total y en realidad nadie sabía qué hacer. No obstante, las baterías fueron
agrupando el personal en la medida que fue arribando, pues parte del mismo
estaba temporalmente desmovilizado.
Se recibió la orden de trasladar las
piezas de artillería hacia un área cubierta de hierbas dentro de un palmar,
situado más allá de la pista de la base aérea, para tratar de camuflarlas. Se
ordenó también establecer la defensa circular de la base. Esa noche por algún
motivo desconocido, o por que algún artillero antiaéreo vio algo sospechoso en
el cielo, o quizás por imprudencia del personal, fue que una de las
ametralladoras antiaéreas abrió fuego. Esto desató una reacción en cadena, en
que todas las demás piezas de las baterías antiaéreas allí emplazadas, también
abrieran fuego sin saber a qué le estaban tirando.
El cielo quedo iluminado por los
miles de balas trazadoras. Aquello fue un infierno que por suerte duro solo
unos minutos. Fue una guerra chiquita. Muchos de los milicianos artilleros de
los morteros que solo disponían de las metralletas checas, también abrieron
fuego al aire a blancos imaginarios, aprovechando la confusión.
El jefe de la base lógicamente montó
en cólera y ordenó revisar las armas de los milicianos para detectar a los que
habían abierto fuego. Fueron tantos que decidió castigar a los que no lo
hicieron, alegando que estos últimos se habían apendejado.
Al día siguiente, 16 de abril, desde
temprano el día estaba tormentoso y llovía a cantaros. Al atardecer recibimos la
orden de emplazar las piezas para el combate dentro de la base. La tormenta era
cíclica, cuando llovía era de forma tal que casi no se podía ver a los pocos
metros de distancia, y el trasiego de los morteros, desde el palmar hasta el
lugar de emplazamiento, era una verdadera odisea.
El emplazamiento elegido, era como
un escalón formado por arrecifes con desniveles en el terreno, debido a
estructuras que en otra época estuvieron sumergidas bajo el mar. A nuestra
espalda había como una especie de socavado muy ligero. Llegar allí fue una verdadera odisea, pues
los camiones se atascaban y patinaban de lado volcando las piezas de artillería
que remolcaban y el avance era casi imposible, ya que había que volver a
enganchar la pieza a los camiones y tratar de avanzar de nuevo. Bajo esas
condiciones era una verdadera faena que nos hacía perder mucho tiempo.
Al fin logramos traer 5 de los 6
morteros, comenzando a ¨excavar¨ el atrincheramiento para ponerlos en posición
de combate. Esto nos tomó horas, pues además del suelo rocoso de diente de
perro, por la proximidad a la costa, la lluvia lo anegaba todo e impedía el
avance del trabajo. Como a la media noche solamente habíamos logrado un
emplazamiento muy deficiente para alguno de los morteros, pues bajarlos hasta allí
era casi imposible.
Serían como las dos de la madrugada
cuando en el mar frente a la Base se comenzó a observar una gran cantidad de
luces de embarcaciones que avanzaban a toda velocidad hacia la costa. Aquello
era realmente desconcertante pues salían de la nada. Evidentemente eran
barcazas de desembarco que procedían de algún buque madre situado mar adentro
fuera de nuestra vista. Por iniciativa propia nos preparamos para disparar,
aunque no se recibían las órdenes pertinentes. De pronto, cuando ya casi
estaban llegando a la costa las barcazas
se volvieron y alejaron mar adentro a toda velocidad.
Fue un simulacro de desembarco
realizado como apoyo a las tropas invasoras, para tratar de distraer la
atención de las fuerzas de defensa y hacerlas movilizar hacia esa zona,
mientras tanto el desembarco real ocurría por Bahía de Cochinos, en la Ciénaga
de Zapata, al sur de la zona central del país a 200 kilómetros de distancia.
Sin dudas nuestra situación se había
tornado muy crítica, pues en realidad no se sabía oficialmente que estaba
ocurriendo. Por otra parte no había tropas de infantería desplegadas frente a
nosotros defendiendo la costa, por lo que si hubiera sido un desembarco real
nos hubieran aniquilado y hubieran ocupado fácilmente la base aérea. Al amanecer
fue que empezó a circular la noticia de que había un desembarco por la costa
sur, pero oficialmente no conocíamos los detalles.
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