Páginas

sábado, 2 de mayo de 2020

LAS MILICIAS


LAS MILICIAS
GERARDO CABRERA SANTOS
Ya al año del haber tomado el poder, desde mediados de 1960, se comenzaría a organizar la Milicia Nacional Revolucionaria, MNR, como brazo armado de la Revolución Cubana, con la idea principal de disponer de un gran ejército, incorporando al pueblo a la lucha armada en defensa de la revolución. De inmediato se nos comenzó a inculcar que el enemigo eran los americanos. Siempre ha sido muy recurrido buscarse un enemigo grande y si es un vecino mejor. Para ello se estila magnificar los errores y omitir los beneficios alcanzados durante la etapa anterior.

Dentro de la Organización de las Milicias, se agrupaban las tropas de diferentes armas, como eran: la Infantería, la Defensa Antiaérea, la Artillería, la Marina de Guerra, etc.
Los núcleos primarios de las Milicias comienzan a organizarse paralelamente en los barrios, en los centros de trabajo y los centros de educación. Se aprovechaban eventos protagonizados por desafectos, para magnificarlos y crear una atmósfera de hostilidades.
Fue creado un ambiente paramilitar, comenzando el entrenamiento para futuros combates imaginarios y principalmente para la Guerra de Guerrillas, versión de lucha ésta que puede haber estado influenciada por la propia experiencia reciente en la Sierra, pero también podría haber sido el presagio de futuras expansiones de la lucha hacia otros horizontes. Como ocurrió posteriormente.
En mi barrio se constituyó un pelotón de milicianos, que al inicio tenía un carácter casi festivo, íbamos a divertirnos y a socializar con un pelotón de muchachitas jóvenes que estaban en lo mismo, y que para algunos formaba parte de la atracción principal. Después de algunas semanas, aquello fue adquiriendo un cariz más serio. Todas las noches nos hacían marchar intensamente, con el objetivo de automatizar la obediencia a las voces de mando. Uno, dos, tres, cuatro. Uno dos, tres, cuatro: con la respuesta popular: de “COMIENDO MIERDA Y GASTANDO ZAPATO”.
Paralelamente, en los centros de trabajo también se constituyeron brigadas paramilitares. Los fines de semanas nos llevaban a marchas nocturnas y caminatas de un par días por zonas agrestes y despobladas de las provincias de La Habana y de Pinar del Río. Perseguíamos enemigos imaginarios y se nos entrenaba en la Guerra de Guerrillas. Así fue que nació  la “Brigada Rubén Bravo” del Ministerio de Educación, de la que fui miembro. El ambiente de las milicias se fue cargando, ya todo se movía alrededor de esto. Y por último era un ambiente febril.
Una noche se nos convocó para presentarnos en antiguos Campamentos Militares. Dependiendo del barrio donde viviéramos nos correspondía un campamento específico. El objetivo era constituir unidades militares con ese personal. Así, a mi barrio nos correspondió asistir al antiguo Quinto Distrito Militar situado en las Calles Porvenir y Acosta.
Allí acudimos cientos de milicianos de los barrios cercanos. Nos dividieron en grupos dependiendo de nuestras edades. La clasificación fue en menores y en mayores de 25 años de edad. Los más jóvenes fuimos destinados a la Artillería y los mayores para la Infantería. También formaron grupos de menores de 18 para la Artillería Antiaérea.
Al principio la participación era voluntaria, pero en breve comenzaron a involucrarnos con más exigencias, llegando finalmente a ejercer sobre la gente un control absoluto. Cuando nos percatamos de la realidad, ya estábamos movilizados de forma permanente y sin marcha atrás. Todo esto ocurrió obviando una consulta previa. Se nos impuso.
Claro está, con nuestra participación voluntaria daban por sobrentendido que aceptábamos las condiciones. Aunque no existieron contratos firmados, se nos ofreció un pago equivalente a lo mismo que habíamos declarado que devengábamos en la vida civil, en una planilla que nos hicieron llenar al momento de la inscripción, pero con la limitante de no exceder el límite de 125 pesos mensuales.
Algunos fueron honestos, pero muchos otros, como no existía ningún control, declararon cantidades que nunca en su vida habían ganado, ya que en aquella época un salario de 70-80 pesos era bastante dinero. También hubo algunos que, con tal de participar, declararon salarios inferiores al que realmente devengaban.
Se podría calcular cuánto le iba a costar todo ello al país. Posiblemente estaba relacionado, con un impuesto sobre el salario del 4% para “Armas y Aviones”, que fue decretado como “voluntario” y al parecer por tiempo indefinido. Esto se había impuesto  desde hacía poco, justificándolo con la incursión de un avión procedente del norte, pilotado por Pedro Luis Díaz Lan que había sido combatiente de la Sierra Maestra y ex Jefe de la Aviación revolucionaria, que tiró proclamas anti castristas sobre algunas zonas de La Habana. Al hecho se le hizo febril propaganda, para justificar la adquisición de armas de defensa. Así fue que se comenzó eso de “levanten la mano los que están de acuerdo”. “Aprobado”.
De esta reunión inicial los designados Artilleros quedamos citados para agruparnos dos días más tarde en el Aeropuerto Militar de Columbia (Ciudad Libertad en la nueva nomenclatura), radicado en el municipio de Marianao, colindante con La Habana. Allí nos organizaron por pelotones de 22 miembros cada uno a razón de tres escuadras de 7 hombres más un jefe. Yo fui asignado al Pelotón # 217, que en su mayoría estaba compuesto por gente de mi barrio. En este campamento pasamos un par de días tirados en el la hierba a la intemperie, y algunos con suerte bajo la sombra de las alas de viejos aviones estacionados al lado de la pista, mientras la organización proseguía.
Una noche como a las diez nos dieron una llamada de alerta formándonos en los pelotones a los que habíamos sido previamente asignados Así formados nos dan una arenga revolucionaria en la que se nos hacía saber que cada miliciano llevaba oculta en su mochila la estrella de comandante de Camilo Cienfuegos (héroe de la revolución desaparecido), lo que había que saber encontrarla. Nos dieron 10 caramelos por cabeza, como toda fuente de calorías, emprendiendo una caminata de 62 kilómetros sin descanso.
La condición era que el que no resistiera quedaba automáticamente eliminado, y recibiría el calificativo de “rajado” y no se le permitiría su reincorporación. Al final todo eso no era 100 % efectivo, pues hubieron algunos que se fueron quedando rezagados y se reincorporaron nuevamente cuando la caravana venia de regreso. Al inicio del recorrido íbamos cantando consignas revolucionarias, canciones y arengas procedentes de la Guerra Civil Española, como era aquello de Bela Chau, o el 5to Regimiento, etc.
En la medida que avanzaba la marcha las consignas iban languideciendo. Al final del recorrido la tropa parecía de fantasmas, silenciosos y apaleados. Aquello fue terrible, físicamente fue más allá de la posibilidad para gentes que no tenían ese tipo de entrenamiento. Solo nos mantenía la arenga de los compañeros del barrio y una extraña voluntad de resistir, de no rajarse.
Cuando regresamos al punto de partida eran más de las 6 de la mañana. Caímos como muertos, tirados al suelo a descansar y así nos dormimos durante horas, bajo el radiante sol tropical que nos quemaba sin percatarnos de ello. Como a las dos de la tarde nos despertaron por los altavoces y nos dieron una cajita conteniendo medio plátano hervido como todo almuerzo. Cuando me fui a levantar no podía, pues los músculos de mis piernas estaban agarrotados. Así estábamos todos.
Unos a otros nos fuimos dando masajes, que más o menos nos enderezaron, pero seguíamos tumbados. Como a las 7 de la noche oigo mi nombre por el altavoz del campamento informándome que me estaban tratando de localizar en la entrada principal del campamento.
Eran mi madre y mi hermana Mª del Carmen que estaba allí en la puerta del campamento para verme, saber de mí y traerme algo de comer. Cuando me vieron se asustaron, así sería mi aspecto.
Pasamos toda esa noche tirados nuevamente entre las hierbas a la intemperie. Era el mes de octubre por lo que hacía fresco por las madrugadas. Al otro día por la mañana nos vuelven a formar en el mismo pelotón y partimos, nuevamente a pie, hacia la Fortaleza de La Cabaña, al otro lado de la Rada habanera, y una distancia como de unos 25 kilómetros del punto de partida. Caminamos por toda la 5ta Avenida de Miramar, Malecón y cruzamos, a marcha forzada, a través del Túnel de la Bahía. Así llegamos a fortaleza de La Cabaña, donde se organizaría la escuela de artillería de morteros pesados de 120 mm.
Escuela de Artillería Cmte. Manuel Fajardo
La Fortaleza de San Carlos de La Cabaña fue construida en una elevación llamada la Cabaña, donde ya existían algunas construcciones de defensa que habían sido ordenadas por el Rey Carlos III, pero al parecer no se le había dado la atención prioritaria que requería, por lo que lo construido era muy precario. Estaba semi abandonada, y era incapaz de brindar una defensa efectiva ante cualquier ataque exterior.
Junto con la fortaleza del Morro no cumplieron el objetivo de baluarte defensivo para proteger a San Cristóbal de La Habana del ataque de la flota inglesa. Solo posteriormente a la toma de La Habana por los ingleses, en 1763, es que se interioriza su importancia y se continúa y concluye su construcción. Desde entonces tiene el mismo aspecto con que hoy cuenta.
Esta fortaleza posee una entrada principal provista de un puente levadizo con un amplio y elegante pórtico lleno de inscripciones recordatorias de su abolengo y fechas. En su interior cuenta con calles empedradas de adoquines y chinas pelonas, con barracas para las tropas, una capilla, cocinas, comedores, polvorines, almacenes para el armamento, puestos de mando, etc. También formando parte de la fortaleza se encuentra la prisión con sus galeras, con sus facilidades afines independientes.
Desde su inicio ha sido utilizada como cuartel para tropas de defensa, así como prisión militar. Contiguo a esta fortaleza y ya en tiempos de la república, se complementó este reducto con un campamento militar que también hereda el nombre de La Cabaña.
Este campamento, moderno, completamente urbanizado, tiene en su centro un gran polígono con un área de aproximadamente 5 campos de football. Uno de sus los lados colinda con el sistema defensivo de murallas de la vieja fortaleza y al otro lado están situadas las barracas, para el alojamiento de las tropas.
La parte sur está prácticamente ocupada por un pequeño pueblo con viviendas construidas para el alojamiento de la oficialidad con sus familias. Al fondo colinda con la finca Tiscornia, que era donde recluían antiguamente a los indocumentados que llegaban al país. Más allá está el monumento al Cristo de La Habana, de reciente construcción, antes de la revolución.
En su parte norte, que es la que da hacia el océano Atlántico, el campamento cuenta con una sala teatro, un cine, el club de oficiales y construcciones dedicadas a la administración y servicios, así como de algunas viviendas para la jerarquía.
En la parte trasera del campamento, que da hacia la zona de la bahía, había una “garita” para el control de la entrada y salida a la fortaleza por esa parte.  Esta salida da a una rampa como de 200 metros de largo con una pendiente como de 20 metros que lleva desde lo alto de la fortaleza hasta abajo a un pequeño parque en el pueblo de Casablanca.
Frente a este parque  está la terminal de embarque de las lanchas de transporte a través de la bahía hasta la ciudad de La Habana. Esta era la vía de acceso que se utilizaba para la entrada y salida del campamento directamente hacia la ciudad, ya que por su lado norte hay que hacerlo a través del túnel de La Habana.
En esa rampa es que se aglomeraban y hacían sus filas los familiares de los reclusos que intentaban visitarlos en la prisión. Al cabo del tiempo se denunciaron los chantajes que practicaban algunos a los familiares femeninos de los presos, para permitirles la entrada a la visita.
A nuestro arribo a la Cabaña fuimos recibidos por un numeroso grupo de oficiales, recién egresados del primer curso de Escuela de Responsables de Milicias, que se había impartido en la Academia Militar de la ciudad de Matanzas que dirigía el Capitán José Ramón Fernández, el gallego, que luego por largo tiempo estuvo ocupando altos cargos en el partido y en el gobierno.
Todos estos oficiales de milicias tenían  el grado de tenientes y aunque solo contaban con conocimientos superficiales de artillería, si los tenían en organización y sobre todo en disciplina militar. Llegando, inmediatamente nos reorganizaron en Baterías, con lo que automáticamente desapareció la numeración de los pelotones a los que inicialmente habíamos sido asignados.
En conjunto éramos la dotación para un total de 14 baterías de morteros de 72 hombres cada una, a razón de siete hombres por pieza, incluyendo el pelotón de mando más tres  oficiales. Se nos asignó un número por el orden alfabético del apellido. Me correspondió el 515 y fui asignado a la Batería 6. Algunos de los miembros de la batería éramos del mismo barrio o sus alrededores.
La primera actividad oficial signada fue las de limpiar y organizar el campamento, así como hacer habitables las barracas de albergue, que estaban prácticamente abandonadas, aunque eran amplias y confortables, disponían además de su sala de duchas y sanitarios. A estas tandas de limpieza eran las llamadas “guardia vieja” a las que posteriormente le huíamos, ya solían repetirlas con bastante frecuencia. Esa primera noche nos dieron un rancho ligero bastante improvisado, al que llamamos “arroz con lastima”. Al día siguiente comenzó nuestro entrenamiento como artilleros.
La primera actividad consistió en eliminar todo resto de la grasa con que venían copiosamente conservadas las piezas de artillería y sus accesorios para evitar la corrosión durante su transportación. Una parte de la ruta era lógicamente por mar en su viaje en barco desde algún puerto de Europa del Este hasta Cuba. Este armamento nuestro procedía específicamente de Checoslovaquia.
Los morteros evidentemente no eran nuevos, Las marcas y símbolos estampados en sus partes metálicas indicaban que eran de origen alemán,  y que por su grado de uso seguramente habían sido incautados o abandonados por las tropas durante la 2da Guerra Mundial. Los accesorios aunque muy bien conservados tenían las evidencias de uso anterior.
Cada mortero tenía asignada una dotación de siete hombres. El entrenamiento primario consistía, básicamente, en prepararlos alternativamente para el combate y para la marcha. Este proceso era agobiantemente repetitivo durante días, ya que debía efectuarse en breves minutos. Posteriormente, la dotación era rotada por las diferentes posiciones de servicio de pieza, como lo eran el de jefe de pieza, apuntador, cargador, suministrador, anotador, chófer, etc…
El jefe de la Batería era un teniente de apellido Pastrana, un hombre joven, serio y educado. Era bella persona, y a las claras se notaba que no compartía los métodos despóticos que practicaban otros oficiales, a los que el don de mando les hizo creer que era superiores a los demás. También fueron asignados a nuestra batería dos tenientes más uno como 2do. Jefe y el otro como jefe del pelotón de mando, ambos eran de apellido Fernández, uno era muy joven y el otro posiblemente sobre los 50. También eran buenas personas, educadas, con las que se podía compartir, contrarios a la altanería y prepotencia que mostraban algunos de los tenientes asignados a otras baterías y sobre todo al grupo de dirección de la escuela , los que luego fueron adquiriendo fama de abusadores engreídos.
El Director de la Escuela de Artillería y por tanto Jefe de nuestra Agrupación Artillera era el Capitán Octavio Toranzo, excombatiente de la Sierra Maestra, que se caracterizaba por ser una persona de muy pocas palabras con cara de malhumorado, constantemente estaba con el ceño fruncido. Su hablar era con monosílabos y sin mirar de frente a sus interlocutores. Siempre se estaba rascando sus partes y gustaba además de rodearse de adulones.
Muchos de aquellos tenientes de milicia asignados a la dirección de la escuela “le guardaban el café” al buen decir cubano, es decir adulones y reidores de sus gracias,  mostrando a las claras el esfuerzo que hacían por caerle bien.
En general la escolaridad del personal de las milicias era muy baja, salvo escasas excepciones. La asignación a algunas de las diferentes posiciones de servicio de las piezas de artillería estaba precisamente basada en la escolaridad. Tuve la suerte de que en la primera semana me hicieron rotar rápidamente por las diferentes posiciones en la pieza y luego ser elegido para jefe de Pieza y para Jefe de Pelotón. Al final me designó Sargento anotador en el pelotón de mando, para el control de los datos de tiro de la batería.
Después de una selección, basada en el grado de escolaridad del personal de todas las baterías, fue que se formó un grupo que recibiría entrenamiento especial. Tuve la suerte de ser asignado a ese grupo. Los profesores para ese entrenamiento eran asesores checoslovacos procedentes de academias militares de ese país. El asesor principal era para la Teoría de Tiro de Artillería, era profesor titular de una Academia Militar en Checoslovaquia, una persona muy didáctica y con una muy marcada educación integral, que se reflejaba en su trato y en sus modales, pero no hablaba español.
El otro asesor evidentemente era un militar en activo, probablemente con un alto grado. Se notaba su procedencia de tropas regulares, por su trato hacia nosotros. Los cubanos lo calificábamos de “un jodedor” por su carácter alegre, jovial y muy amistoso. Este asesor impartía clases prácticas y las de Táctica de Tiro de Artillería.  El tercer asesor era el traductor que hablaba un español perfecto aunque se notaba su pronunciación extranjera. Era un poema la cara que ponía cuando alguien le preguntaba una tontería.
Este curso estaba dividido en dos partes. Por las mañanas los entrenadores checos nos daban Teoría del Tiro de Artillería y por las tardes Táctica de Tiro de Artillería. Lamentablemente, el participar de estos cursos con los checos no nos eximía de los entrenamientos de marchas, (infantería), guardias de vigilancia, guardias viejas, etc. También había que hacer de cuarteleros, que consistía en la limpieza de los servicios sanitarios, duchas, pisos y las áreas de literas en las barracas.
Se convirtió en algo común que oficiales del puesto de mando reunieran la tropa y solicitaran un paso al frente a aquellos que tenían alguna característica específica, como poseer licencia de conducción, o ser estudiante, y cosas como esas. Los aludidos rápidamente daban un paso al frente pensando en posibles beneficios o prebendas. De esta forma lograban reunir un grupo relativamente numeroso que luego enviaban a realizar trabajos de gran esfuerzo físico, como descargar barcos de municiones en el puerto, o cualquier otra actividad de fuerza bruta que nada tenía que ver con la especialidad solicitada.
La rutina diaria consistía en tirarse rápidamente de la cama al darnos el “de pie” con el toque a corneta de la“diana mambisa”. Eso era a las 5:30 am. En 15 minutos había que estar en formación. Luego del pase de lista reglamentario, del que se podía salir con un reporte si no estabas en formación a tiempo y vestido correctamente. De esos reportes pedían cuentas “la corte disciplinaria” que se efectuaba los fines de semana y en la que te podían condenar a perder o disminuir las horas del permiso de salida, “pase”, el día que te lo asignaran o a hacer guardias imaginarias. Nos esforzábamos por cumplir adecuadamente la disciplina impuesta, que incluía también el cuadrarse ante los oficiales y hacer el saludo militar correspondiente, algo desacostumbrado para civiles. Todos veníamos de la vida civil y aquello nos traumatizaba. Si se protestaba por algo el reporte era por “replica”
Después de pasar lista hacíamos los ejercicios físicos reglamentarios durante 45 minutos. Culminado esto nos llevaban a paso doble, que nos hacía sudar copiosamente, hasta los comedores que se encontraban dentro del área amurallada de la fortaleza, como a un kilómetro de distancia. Al llegar a los comedores generalmente había que hacer una larga fila, porque coincidían todas las baterías al mismo tiempo, lo que significaba cientos de comensales para entrar en el orden de llegada a tomar el pésimo “desayuno”
El desayuno era de tan mala calidad, que luego de algunos días experimentando, decidimos que no valía la pena la sofocación temprana a la que éramos sometidos para la calidad de desayuno que nos daban. Pedimos permiso para no ir a desayunar. Nuestros jefes entendían aquello y se hacían los de la vista gorda con nosotros.
El desayuno, que consistía en un vaso de leche preparado con leche en polvo con disolución al antojo, y un pedazo de pan de mala calidad hecho en la misma cocina del campamento y preparado por reclutas posiblemente malhumorados porque que les tocaba ese día la guardia de cocina, por lo que los levantaban mucho antes que a los demás.
En nuestra batería teníamos un compañero miliciano llamado Rafael Teillagorry, de descendencia vasca, que procedía del sector bancario y que por su apariencia física, espejuelitos, conceptos y forma de hablar le apodamos “el cura”, aunque nos delató que en su familia le decían PAO, pero le gustaba aquello de cura. Este personaje era excepcional, único, siempre de buen humor, filósofo y recalcitrante, que protestaba abiertamente de todo aquello que no le cuadraba o no le convenía. Tenía, además, una habilidad asombrosa para dialogar y establecer relaciones.
De forma increíble, este personaje se las agenciaba para adquirir suministros, como si fueran de un mercado negro dentro del campamento. Así fue que organizó la llamada “cooperativa del cura”, que preparaba los desayunos para un selecto grupo de compañeros que en muy breve tiempo habíamos logrado establecer una buena amistad. Éramos cúmbilas. El cura preparaba desayuno con leche condensada y galletas, cosas que conseguía a través de sus manejos desconocidos con el sistema de suministro del campamento. El desayuno lo calentaba en una especie de fogón artesanal, hecho con un pequeño mechero de alcohol que mantenía oculto entre las literas, de forma tal que los cuarteleros no lo detectaran ni se percataran del trajín.
Hasta los oficiales de la batería, haciéndose los que no quieren las cosas, participaban de nuestro botín. Esa actitud nos hizo confraternizar tremendamente con ellos, mejorando nuestra disciplina. Llegó un momento que aquello era insostenible, por lo que hubo que disolverlo por nuestra propia seguridad ya que comenzaron a surgir rumores al respecto, que no convenían. Siempre los envidiosos son los que ponen mala las cosas. Aquella cooperativa del cura creó una hermandad entre sus miembros que sobrevivió al tiempo. Por las noches después de la cena, cuando no estábamos de guardia, participábamos en tertulias y guateques que armábamos los mismos cooperativistas. Así, también llegamos a  reunirnos en el barrio, cuando salíamos de permiso, en casa de algún  miembro.
Esa fue una época de oro, en que la amistad y la hermandad adquirieron gran relevancia. Luego, con el de cursar del tiempo, los intereses personales se interpusieron a aquella voluntad, por lo que lógicamente solo fue representativo de esa época. Además del cura, entre los personajes más destacados que integraban el grupo estaba el 508, Carlos Angulo, al que llamábamos “el muerto” por el equivalente al número 8 en la charada china y porque además sobrevivió la caminata de los 62 kilómetros, por ir prácticamente arrastrado, con su guitarrita, por sus compañeros, algunos de los que ahora formábamos esta hermandad.
El muerto era de piernas “zambas” y tocaba bastante bien la guitarra por lo que era el hombre show y elemento imprescindible en todas nuestras fechorías. Miguel Lo-Guidice, el 547, “el italiano” por ser hijo de italiano. Era vecino del barrio de mi misma cuadra y sus padres clientes de nuestra bodega. Tenía numerosos hermanos, todas buenas gentes y dos hermanas, con una de las cuales me unía especial amistad. Tenía un medio hermano, hijo de su madre, que era secretario de Ernesto Lecuona. Otro era Rafael Quiñones, “el fuerte”, atleta y levantador de pesas, el 549. Era un tipo con tal apariencia que la gente lo respetaba, aunque realmente era muy noble. Rolando Moliner, alias “el sie” era un mulato que se caracterizaba por su fuerte miopía y padecer además de una alopecia en todo el cuello y mitad de cráneo. La gente le decía “gallina cabeza pelá”.
Esta característica suya fue la que me permitió, años más tarde, identificarlo cuando caminaba frente a mí por una calle de ciudad de Varna, Bulgaria, donde yo esperaba el arribo del barco que venia del puerto de Odessa y que nos llevaría a Cuba de vacaciones. Al ver ese cuello tan característico y ante la duda fue que fuera el, de soslayo le grite “sie” y cual sería mi sorpresa y alegría cuando se volvió de un brinco reconociéndome inmediatamente. Me respondió con su alarido de costumbre “bueno y bueno na’ma”. Él era oficial de un barco carguero cubano, “La Plata”, que estaba atracado en ese puerto europeo. Ese día del encuentro lo celebramos a bordo rememorando los viejos tiempos de La Cabaña.
En aquellos años me encontraba cursando los estudios de Ingeniería en la Universidad de Química Pesada de Veszprém, Hungría y cada dos años las autoridades cubanas nos permitían viajar a Cuba de vacaciones, si los estudios correspondientes al periodo habían sido aprobados en su totalidad. El viaje era en barcos que rentaban. Estos viajes se efectuaban en barcos rusos, viejos, que salían o hacían escala en puertos del mar Báltico o del Mar Negro. Algunos salían de Leningrado y otros de Odessa, haciendo escala en algunos puertos de Europa del Este para ir recogiendo a los estudiantes cubanos que íbamos de vacaciones para Cuba en ese verano.
Estos viajes por mar duraban alrededor de 18 a 20 días, es decir nos tomaba un total de aproximadamente mes y medio, ida y vuelta, por lo que la estancia con la familia en Cuba se circunscribía a unas tres semanas más o menos, cada dos años. Como el objetivo era ir a visitar nuestros familiares, que hacía por lo menos dos años que no veíamos y en aquella época la comunicación por correos tardaba meses. No nos importaban las vicisitudes ni las incomodidades que tuviéramos que afrontar, como lo eran  el hacinamiento en aquellos camarotes estrechos con fuertes olores al único perfume que aparentemente fabricaban en la URSS en aquella época, con un fuerte olor, para no decir peste, a extracto de fresas, y también sanitarios comunes para un montón de camarotes. Tampoco importaban las duchas con solo una hora de servicio de agua al día, frente a los que se formaban colas interminables con la exigencia colectiva de premura al que estaba duchándose, para poder alcanzar la oportunidad de bañarse, ni aquella comida con sus sabores y sazones desconocidos.
De todo lo peor era las obligaciones implantadas por los dirigentes políticos cubanos, representantes del partido y la juventud comunista , que pastoreaban aquel rebaño e imponían a los vacacionistas, además de la constante retransmisión radial a través de los altavoces del barco de los interminables discursos de Castro, a lo que le sumaban “guardias imaginarias” consistentes en prohibir el paso a su antojo, en tramos de algunos pasillos de la cubierta, sin importarles que eran lugares para esparcirse y tomar el aire fresco del mar. Sin dudas el objetivo de esas medidas no eran otros que enraizar en las mentes de los futuros profesionales el sentido de la sumisión a los designios del partido.
En la Cabaña, algunas veces después del rancho, nos poníamos a deambular por las diferentes áreas de la Fortaleza, registrando los mil vericuetos de galerías, pasadizos y cosas por el estilo, la mayoría de ellos en penumbras, e imaginándonos como debió haber sido la vida de los soldados españoles instalados en aquel lugar.
Teníamos prohibido el acceso a algunos lugares, sobre todo a una zona de las murallas que delimitaba el área de la prisión, donde solían concentrar a los presos, como en una plaza cerrada, en las noches a tomar el aire. También estaba cerrado el acceso a la calle donde estaba ubicado el puesto de mando, donde habían estado las oficinas del Che Guevara.
Preferentemente escogíamos aquel lado de las murallas desde donde se podía ver bien La Habana. Nos sentábamos un rato sobre las murallas, generalmente solos, a mirar para la ciudad al otro lado de la bahía,con sus avenidas, sus edificaciones famosas, las vistas del malecón, el resplandor de millones de luces, el claxon de los vehículos. Siempre rememorando la vida de civil de la que procedíamos, los recuerdos de la familia, los amores, los amigos, etc.
Aquí, parece que por herencia de mi padre, hice alguna que otra poesía inspirándome en la noviecita que tenía en el barrio, hermana menor del italiano, que era a su vez mi mejor amigo y compañero inseparable en esta aventura. De esa época y sentado sobre las murallas fue que compuse esta poesía:
Cuando en la noche tibia
Mis ansias deseo acallar
Miro a mi Habana querida
y mi sed suelo calmar.
Al ver tu elegante figura
envuelta en un suave fulgor.
Habana, me traes la dulzura
porque tú me recuerdas mi amor.

A veces íbamos a “ayudar” a tirar el cañonazo de las nueve de la noche con el cual los habaneros ajustan sus relojes. La tradición del cañonazo a esa hora de la noche data de la época de la dominación española, en que la ciudad de La Habana estaba rodeada por una muralla con solo algunas puertas de acceso al exterior. Con ese disparo se avisaba a la población que las puertas de la ciudad serian cerradas hasta el próximo día.
Originalmente el cañonazo se tiraba desde un navío de guerra surto en puerto, seguido del estiramiento de una cadena situada en la boca de la bahía que impedía la entrada o salida de navíos. Posteriormente la costumbre pasó a los cañones de las baterías de la Fortaleza de la Cabaña.  Durante la ocupación de La Habana por los ingleses la tradición continuó, pero a esa hora los soldados ingleses iniciaban una ronda interior alrededor de la muralla de la ciudad, llamando al silencio. El cubano llamó a esa ronda la “hora de los mameyes” pues ese era el color rojo de las chaquetas de los soldados ingleses. Esa expresión se extendió y se utiliza también para definir el momento crucial de cualquier evento.
Hubo ocasiones, sobre todo en fines de semana que no temíamos “pase”, que nos pasábamos el tiempo libre presenciando los juicios sumarísimos que se efectuaban en el teatro del campamento, a gentes acusadas de actividades contrarrevolucionarias o de haber estado involucrados en algún “crimen” en contra de la seguridad del estado. Se nos permitía entrar libremente, pienso que para dar escarmiento.
Eran juicios en los que no recuerdo testigos, solo interrogatorios y mucha fraseología sectaria por parte del tribunal, imputando crímenes que en una sociedad normal no serían considerados como tales, pero había que meter miedo y dar escarmientos. Nosotros mismos los que estábamos activos al lado de la revolución, también aquello nos atemorizaban, sentíamos miedo, porque era evidente la manipulación que se practicaba. Los abogados defensores tampoco cumplían sus funciones, supongo que  por el mismo temor que inspiraban aquellos procesos. Sólo eran figuras representativas al servicio de los intereses del régimen. Al final costaba trabajo diferenciarlos de los fiscales, no tenían otra alternativa, pues había que aparentar el apoyo absoluto o someterse a las consecuencias. Las sentencias eran dictadas sin muchos preámbulos, pues evidentemente estaba pre-elaboradas de antemano. Las ejecuciones a los condenados a muerte, que eran muchos de los casos, las efectuaban con premura inusitada. No había tiempo para apelaciones, aquello no existía.
Más de veinte años después en ocasión de ir al Cementerio de Colón, en La Habana, al entierro de la madre de un compañero de trabajo, en una bóveda que tenía capacidad para tres ataúdes, uno sobre el otro, espaciados y soportados por una cabilla de acero. Alrededor de la tumba nos reunimos además de los dolientes algunos amigos. En esa situación, por una de las callejuelas aledañas, llegó un auto tipo panel. Se bajaron dos individuos vestidos con ropas de calle, abrieron la cabina trasera del panel y extrajeron un ataúd, que estaba  con su tapa medio entreabierta por donde se salía medio brazo del difunto. Ellos se percataron de eso y lo introdujeron rápidamente para dentro de la caja, sin preocuparse de cerrarla.
En lo que un familiar de mi amigo pronunciaba la despedida del duelo, esos individuos, sin ningún preámbulo, como si fuere algo cotidiano, bajaron el ataúd a la misma bóveda y lo colocaron en la parte central dejando el espacio superior para nuestro entierro. Todo esto fue extremadamente rápido. Pienso que se trataba de algún fusilado, o alguien que murió en una prisión y lo tiraron dentro del ataúd y lo enviaron así mismo para el cementerio. En definitiva algo anormal. Este suceso me ha hecho recordar muchas veces las vivencias de la Cabaña. Posteriormente indagando con mi amigo y con su esposa que también estaban presentes, me afirman que no se percataron del hecho.
En la Cabaña había un emplazamiento de una vieja ametralladora antiaérea calibre 50, de fabricación norteamericana de la época de la 2da Guerra Mundial, en la que se hacía guardia. Esta ametralladora estaba instalada en un  trípode en la azotea de una pequeña garita situada sobre una de las murallas. Debajo, al pie de esa muralla estaba el llamado “Foso de los Laureles”. Este foso desde la época de la dominación española había adquirido fama, por ser el lugar designado para efectuar ejecuciones. Allí fueron ajusticiados infinidad de opositores al régimen español, durante la lucha por la independencia de Cuba. Ahora luego de 60 años, la revolución resucitó el mismo uso.
Este foso que no es más que una especie de patio interior rectangular, bordeado de altas murallas de varios metros de altura, en la que algunas de ellas forman parte de la edificación principal y otras al sistema de defensa de la fortaleza, y que no llegan a cerrar completamente el área, sino que dejan un acceso hacia otras del amurallado. A pocos metros de lo que sería la entrada al foso y muy cerca de la muralla había un tronco de madera clavado en el suelo, seguramente para atar a los reos incapaces de mantenerse en pie por si mismos ante el lance al que serían sometidos. A pocos pies sobre el tronco había una luz mortecina, producto de un único bombillo eléctrico situado en la muralla, incapaz de iluminar toda el área por su baja potencia. Había zonas donde sólo había penumbras. Este segmento de muralla y el foso en sí mismo tenían una imagen tétrica, no solo por su designio. Más de noche que era cuando se realizaban las ejecuciones.
Entre el laberinto amurallado del sistema defensivo hay espacios que forman caminos de comunicación por los que pueden transitar vehículos. Por esas vías es que transportan hacia el foso todos los componentes necesarios para efectuar una ejecución, como son: el pelotón de fusileros, los reos, los testigos, las autoridades judiciales, los ataúdes, etc. Todo lo necesario para un fusilamiento en regla. Allí cerca está el sitio donde fue fusilado en 1871 el insigne patriota cubano y oponente al régimen español, el poeta Juan Clemente Senea, autor de “a una golondrina", poesía ésta que le dio fama universal y cuya última estrofa así reza:
No busques volando inquieta
Mi tumba obscura y secreta,
Golondrina, No lo ves?
En la tumba del poeta
No hay un sauce ni un ciprés

Al finalizar la guerra de independencia, junto a la lápida que rememora aquel fusilamiento, patriotas cubanos sembraron un sauce y un ciprés, que aún está allí presentes.
Una noche de madrugada, estando de guardia en la ametralladora antiaérea personal de mi batería, se percatan de un movimiento abajo en el foso. La penumbra reinante y la posición en que se encontraba el emplazamiento no dejaba ver con claridad, pero se podían distinguir las personas, las voces y el movimiento. Llegó un vehículo del que descendieron algunos soldados que se agruparon algo alejados,  en un área en penumbras, donde había algunas hierbas. Posteriormente llegó otro camión del que bajaron ataúdes y seguidamente  a unos hombres.
Tras un breve dialogo y manipulación de documentos, los pararon bajo la luz mortecina de la lámpara. A una voz de mando formaron la escuadra de soldados. El oficial al mando impartió rápidamente las órdenes para la ejecución y un santiamén sonó la descarga. Los fusilaron. El oficial al mando corrió hacia los reos gritando repetidas veces “suban los fusiles”, “suban los fusiles”, e inmediatamente les pegó el tiro de gracia. Rápidamente metieron los cuerpos en los ataúdes, echaron unos cubos de agua de un tanque que allí había para diluir la mancha de sangre, cargaron las cajas en el camión y así como llegaron también se fueron.
La descarga de la fusilería los impresionó. Todo fue tan rápido que les costaba trabajo entender lo que había pasado, pues no estaban preparados para ello, era como una alucinación que los hacía temblar del susto y el miedo. Posteriormente trascendió que esa noche habían fusilado a tres presos que habían sido condenados en el juicio del día anterior. Experiencia similar tuvieron compañeros de otras baterías, que relataron en secreto su vivencia, y que los reos habían gritado “viva Cristo Rey”. De este tema no se comentaba por miedo a las consecuencias. Al parecer trascendió, que había comentarios entre los milicianos, por lo que la guardia en ese sitio fue eliminada, pero los fusilamientos continuaron.
En ese ambiente de entrenamientos, guardias, marchaderas, etc., transcurrieron casi tres meses hasta que llegaron los finales de diciembre. El día de nochebuena, desde por la mañana, parece que a ex profeso, corrían rumores de posible permiso para ir a pasar tan significativa festividad con la familia. Todo el día nos habían tenido con la incertidumbre de un breve pase y las bolas iban y venían, pues era la primera vez que la pasaríamos separados de la familia. Nada llegaba, lo hacían para joder, o para templar el carácter y hacernos saber que la familia era asunto secundario.
A alguien se le ocurrió decir que era un buen soldado aquel que era capaz de fugarse del campamento y regresar sin que lo agarraran. llegó el anochecer, sin que hubieran dado alguna noticia. Los milicianos por iniciativa propia, como en una estampida nos fugamos en masa para pasarla con la familia.
Salíamos a escape por la garita de la posta  que daba a la bahía. Corríamos rampa abajo y por las callejuelas, buscando la terminal de embarque de las lanchas de transporte, para cruzar la bahía hacia la ciudad. Estas eran  las llamadas “Lanchas de Casablanca”, que como autobuses trasiegan el público a través de la Bahía. Cuando al fin llegamos a la terminal constatamos que había algunos tenientes y jefes de batería tomando notas y tratando de evitar la fuga, reportando a los que veían. Esto daba a entender que estaba prevista la reacción de los milicianos. Lo que paso era que no calcularon la masividad de la reacción.
Esperábamos ocultos hasta el último momento, en que ya casi saliendo la lancha a todo correr por el muelle de atraque, dábamos el brinco y la abordábamos. Así burlamos el control y nos escapamos. Algunos no fueron precisos y cayeron al agua, pero fueron inmediatamente ayudados por sus compañeros y también lograron escapar.
Ya en la ciudad con el servicio de ómnibus normal fue fácil llegar al barrio y así a casa. Previamente nos pusimos de acuerdo en salir de regreso, también en grupo, a las 4 de mañana. En casa ya no me esperaban y fue una agradable sorpresa verme llegar y poder cenar en familia. Luego en el barrio nos reunimos con los amigos y seguimos la fiesta.
A la hora de regreso al campamento casi todos estábamos pasaditos de tragos. Cuando llegamos a la entrada no encontramos a nadie de guardia, al parecer la posta también voló. La barraca de la batería estaba prácticamente vacía, los cuarteleros no estaban, la gente que ya habían regresado estaban durmiendo los tragos, pues como al igual que nosotros una gran mayoría había decidido esa noche no hacerle el juego al “Comandante”. Al otro día cada cual se levantó a la hora que pudo. La refriega fue de altura, nos tildaron de todo los que les dio la gana, pero en concreto no pudieron hacernos nada por la masividad del asunto y posiblemente por el temor a una deserción en masa si apretaban más de la cuenta.
Un par de días más tarde nos informaron que el 2 de enero se iba a realizar un desfile masivo de las tropas de la milicia, en la Plaza de la Revolución, para conmemorar el segundo aniversario del triunfo de la revolución y además mostrar al mundo la potencia y organización alcanzada por las milicias. Posteriormente nos sacaron de La Cabaña y nos distribuyeron por diferentes lugares de la ciudad, todos cercanos a la Plaza Cívica, rebautizada como “Plaza de La Revolución", donde se efectuaría el primer desfile militar de la Milicia el 2 de enero de 1961 en el que participaríamos todos los artilleros de las diferentes armas.
Mi Batería fue ubicada en el aparcamiento situado en el sótano del Ministerio de Comunicaciones, frente a la Terminal de Ómnibus de La Habana. Un lugar muy céntrico y con mucho movimiento. Allí estuvieron dándonos día y noche tremendas tandas de marchaderas, para perfeccionar la apariencia del bloque que conformaríamos. Nos arengaban para que nos creyéramos que éramos cadetes. El día antes del desfile nos dieron los uniformes de artillero, consistentes en una boina española verde olivo, que luego se convirtió en símbolo, un pantalón de kaki verde olivo y una camisa de mezclilla gris de manga larga con puños verdes con una franja  del color correspondiente al tipo de arma. Los de morteros teníamos la franja blanca. La franja roja era para los artilleros de cañón y la amarilla para la artillería antiaérea. La posesión de la boina verde se convirtió nacionalmente en categoría y signo de distinción. También nos dieron una metralleta checa, pero sin proyectiles. Solo nos dieron los proyectiles cuando estábamos preparándonos para desfilar. Aquel desfile fue todo un éxito masivo, las gentes nos vitoreaba de forma tal, que llegamos a emocionarnos y entregar todo nuestro mejor esfuerzo al evento. Aquello fue apoteósico. En su discurso, Fidel Castro por su parte se encargó de darle un significado extraordinario a todo aquello, alardeando y exagerando todo lo que le vino en gana y le fuera humanamente posible.
En esos días, durante la rutina de limpiar el arma, que realmente no hacía falta pues nunca habían sido utilizadas, solo era una orden para tratar de mantener a la gente ocupada; a uno de los milicianos, el 514, Raúl, por su ignorancia sobre la manipulación precisa del arma, se le escapó un disparo e hirió de muerte a otro compañero de la batería, también Raúl de nombre. Esa fue la primera baja que sufrió nuestra batería. Fue una experiencia y lección inolvidable. Ya no regresamos más al campamento de La Cabaña, ahora en ese lugar habían  ubicado unidades de artillería de Obuses y Cañones de 120 mm.
Posterior al desfile nos trasladaron para la Base Aérea de Baracoa, pueblo este con una buena playa y situado como a unos 30 kilómetros al oeste de la Habana. En este nuevo lugar continuamos con el curso de artillería con los profesores checos, pero ahora formábamos un grupo aparte, independientes de las baterías, con nuestro albergue propio pero sin camas. Tendíamos en el suelo finas e incomodas colchonetas para dormir, que de día enrollábamos y de noche extendíamos. No teníamos armarios y las pertenencias las manteníamos en pequeños bultos enrollados en la colchoneta. En un local anexo estaba el aula donde se nos impartía diariamente la instrucción.
Los miembros del ejército, que también estaban en el curso, tenían condiciones diferentes y albergues separados con las comodidades normales. Ellos pertenecían a una categoría diferente a la nuestra y tenían sus prebendas. El curso de artillería se alargó aproximadamente mes y medio más y luego de aprobar el examen correspondiente se nos dio el título de Artillero de Morteros Pesados. Para finalizar el curso se organizó un acto de graduación, para el cual se aprovechó la llegada a la Base del propio Fidel Castro, que regresaba de un viaje a provincias a bordo en su avión “Turquino,” que era custodiado en esta base aérea.
Fidel presidió el acto e hizo un breve resumen del mismo. Hizo entrega, personalmente, del Diploma de Artillería. Fue dándolo de uno en uno, estrechando la mano y deteniéndose a mirar fijamente a los ojos a cada graduado. Pienso que era como para tratar de memorizar la cara, o quizás para que lo recordaran. De todas formas fue impresionante. Días después llegaron unos oficiales soviéticos de alta jerarquía que comenzaron a reestructurar la organización y control de toda la artillería.
El día 3 de abril me escapé del campamento, pues a mi madre la habían ingresado en el centro de salud “Quinta Canaria” por un ataque de asma violento que puso en peligro su vida. Me negaron la autorización para visitarla, por lo que me fui por mi cuenta y riesgo, después de previa consulta con el teniente Fernández, el más viejo, que me dijo “DALE”, es decir ¡vete!. Esa noche él se iba de Pase para su casa. Se brindó a llevarme y a traerme en su carro. Juntos regresamos al campamento como a la cinco de la mañana. Nadie notó mi ausencia.
Serían como las 10 de la mañana cuando recibo, por los altavoces del campamento, un aviso urgente de que alguien me estaba procurando en la puerta de entrada de la Base. Me asusté. Era un vecino nuestro de puerta con puerta, Antonio Tojeiro y Breijo, gallego y panadero, que venía por mí con la noticia del fallecimiento de mi abuela, que vivía con nosotros. Abuela falleció de un infarto por la madrugada mientras dormía. Mi padre así la encontró, muerta en su cama, cuando subió a casa extrañando de que no le hubiera bajado su café mañanero por el tragaluz del patio que daba a la bodega, como era su costumbre. En casa también estaba mi hermana menor de 13 años de edad que aún dormía y no sabía de lo ocurrido. Cuando llegué a casa me encuentro que mi madre, a la que ya habían traído del hospital, estaba abrazada llorando desconsoladamente sobre el cadáver de abuela, que yacía en su cama. Fueron muy dolorosos todos los pormenores de este acontecimiento. Era el 4 de abril de 1961.
Esa noche su cadáver fue expuesto en una funeraria en el Vedado, quedando su entierro acordado para el siguiente día, temprano en la mañana. Esa tarde después que todo quedó organizado en la funeraria decidí ir a casa a asearme y cambiarme a una ropa más apropiada, pues aún me encontraba con el uniforme militar de campaña.
Mi abuela tenía la costumbre de guardar en su armario toda la ropa blanca de vestir, como eran las guayaberas, etc. Este armario poseía una tabla de madera de sándalo, que le impartía su perfume peculiar a la ropa guardada en él. Para buscar mi ropa tuve que entrar a su habitación, donde aún quedaba su huella sobre la cama, así como señales de lo que allí había acontecido. Antes de retirarme decidí sacar también una guayabera para mi padre que vendría más tarde a cambiarse, así le evitaría el tener que entrar a esa habitación, lo que sin duda le traería mala impresión por el desagradable recuerdo.
Cuando fui a colgar su guayabera, en el espaldar de uno de los sillones de la sala, oí la voz de mi abuela decirme nítida y claramente: “cuando salgas cierra la puerta”. Tal fue mi sorpresa que me volví y exclamé una interrogación, tratando de oír nuevamente su mensaje. Fue su voz, sin duda. Efectivamente, había dejado por descuido la puerta de su habitación entreabierta. La cerré y salí de casa con una impresión muy fuerte pero tranquilo y sin temor alguno. Durante toda esa noche su cadáver fue expuesto en la funeraria. Fue una noche muy activa por la presencia de toda nuestra familia, y de muchos amigos del barrio.
Fue de gran significación para todos y principalmente para mis padres, que mi hermana Isabel, que en ese entonces era monja en un convento de la Congregación del Inmaculado Corazón de María en la ciudad de Pinar del Río, nos acompañara en el velatorio. Ella fue traída desde Pinar del Río en el automóvil de la Congregación y acompañada por dos monjas de su convento. Durante toda la noche estuvimos sentados juntos, como en un coro, con toda la familia, conversando y comentando sobre nuestra actualidad, pues llevábamos relativamente poco tiempo en La Habana. Ella hacia muchas preguntas. En un aparte conmigo insistió mucho en conocer sobre la situación política del país, preguntándome mi opinión sobre el marcado roce del gobierno con la iglesia católica. En esa época mi apoyo a la revolución era incondicional, pero tampoco era ciego.
Días después me reincorporé a mi unidad de artillería, continuando con los consabidos entrenamientos y guardias. Parte del personal regular de las baterías había sido desmovilizado temporalmente. Sin duda la economía del país sentía el golpe.
Sobre el 12 de abril los asesores soviéticos decidieron entregar el mando de las diferentes baterías a los graduados del curso con los checos, basándose en los resultados de unas pruebas prácticas de tiro que ellos realizarían. Nos llevaron a un campo de tiro de artillería, en el que cada uno como examen recibiría una misión de tiro especifica. En dependencia de los resultados concretos que obtuviera se le asignaría su posición de mando en la batería.
Por los resultados previos obtenidos en el curso de los checos, ya los asesores rusos tenían definido quienes serían los que ocuparían los mandos, tanto en el emplazamiento de los morteros, como 2do. Jefe de Batería, y quienes serían los candidatos a dirigir el puesto de mando para la dirección del tiro, es decir Jefe de Batería. El puesto de observación o puesto de mando estaba bajo la supervisión directa de un militar ruso de alta graduación, llamado Konstantin, que era además el jefe del grupo de asesores soviéticos. Él personalmente era el que asignaba individualmente las tareas de tiro a cada alumno.
El campo de tiro para la artillería estaba en una zona conocida como “Guanito”, en la provincia de Pinar del Río, en un lugar inhóspito y de difícil acceso, en las estribaciones de la Cordillera de Los Órganos, aproximadamente a unos 200 kilómetros de La Habana. Para llegar al lugar había que cruzar obligatoriamente por la ciudad de Pinar del Río, capital de la provincia del mismo nombre, lo que sería aprovechado para reabastecer los vehículos con el combustible suficiente, para garantizar la ida y vuelta desde ese lugar hasta el campo de tiro.
Íbamos en caravana remolcando las piezas de artillería, llevando las municiones, el avituallamiento, el personal operador de la batería de morteros y los alumnos del curso que iban a examinarse, tanto milicianos como soldados del ejército. Lo que haría un total como de unas 130-150 personas. Cuando llegamos a la estación de servicio en Pinar del Río, pedí permiso al que venía al mando de mi vehículo para  correr hasta el convento donde estaba mi hermana y saludarla, cosa que me autorizó con sus advertencias, ya que solo estaba a par de cuadras de distancia.
El convento estaba ubicado en una edificación de dos plantas, aledaña a la Catedral de Pinar del Río. Era más bien un complejo formado por un magnifico Colegio, dirigido por la congregación religiosa del Inmaculado Corazón de María, con un área privada o claustro, donde las monjas hacían aisladamente su vida religiosa. En el Colegio se impartía una enseñanza regular, lógicamente con énfasis a su carácter católico. El alumnado preferentemente procedía de la clase media y lógicamente también de la élite de la ciudad y sus alrededores, que eran los que podían pagar las altas mensualidades exigidas. El Colegio era de carácter externo para el alumnado de a diario, pero también contaba con un internado, para alumnos pupilos que procedían de otras áreas de la provincia, para los que se garantizaba cómodos albergues, excelente alimentación, así como otras comodidades, como lo eran salas de música, biblioteca, capilla para la rutina religiosa, salas de cultura, etc. Impartían hasta el nivel de bachillerato. Las monjas que lo dirigían eran también maestras de algunas de las asignaturas. Para complementar el currículo educativo, equivalente al sistema nacional al que estaba incorporado el plantel, también tenían  algunas maestras externas contratadas.
En las prácticas de tiro en Guanito estuvimos dos días. Mi examen consistió en definir la posición del blanco asignado, haciendo el ajuste de tiro sobre el mismo, seguido de un trasporte del fuego hacia un nuevo blanco designado, basado en los datos de tiro anteriormente ajustados. El cumplimiento de la misión a mi encomendada fue satisfactorio por lo que recibí la calificación de Jefe de Batería. De regreso a la Base de Baracoa volvimos a hacer escala en la misma estación de servicio que utilizamos cuando la ida. Nuevamente a la carrera fui al convento a despedirme de mi hermana.
Nuestro encuentro no fue más de 5 minutos. Ella indagó si tenía conocimiento sobre algún comentario hecho por mi madre o sobre alguna noticia. Como no tenía tiempo para alargar la conversación y no sabía de qué me estaba hablando  le respondí negativamente. No quiso darme más explicación, sólo me dijo que cuando llegara a casa le preguntara a mi madre, pues me iba a alegrar mucho. Durante el viaje estuve especulando sobre la conversación con ella e inclusive hice el comentario con mi compañero, una persona cercana a los 60 que iba de responsable del vehículo, Dionisio, de origen español, y director de programas en uno de los canales de la televisión, a quien también le llamó la atención aquella expresión de mi hermana.
Durante el viaje teníamos la orden de rotarnos entre la dotación el estar sentados en una posición sobre el camión de donde se pudiera  observar cualquier anomalía en la pieza de artillería que remolcábamos. Esa posición era sentado en uno de los extremos traseros de la “cama” del camión, desde donde se visualizaba perfectamente la pieza.
En el tramo de carretera entre las ciudades de Candelaria y Artemisa me correspondió ir sentado vigilando la pieza. De pronto al cruzarnos con otra caravana de camiones militares, con tropas de infantería, que venían por la carretera en sentido contrario al nuestro, por impericia de alguno de los chóferes, nuestro camión se impacta lateralmente con otro que venía de frente y que en ese momento cruzaba a nuestro lado.  El choque fue de forma tal que el impacto provocó que las maderas de cama del camión se rajaran  a todo lo largo y por esa enorme grieta abierta yo caí para la carretera. En el camión que venía detrás, también nuestro, venia al mando Hidalgo, del grupo de soldados del ejército, quien relata que vio cuando el mortero me rodó por encima.
Yo realmente no sentí ningún golpe, sólo recuerdo que los tanques de combustible de ambos vehículos se habían roto por el impacto y la gasolina se derramaba a chorros sobre el pavimento, lo que hacía resbalar a los vehículos que venían detrás y que intentaban frenar para  no arrollarnos. Automáticamente al ver que se abalanzaba sobre mí el camión que venía detrás y probablemente producto del impulso que traía mi cuerpo por la caída a esa velocidad, fue que logré conscientemente rodar de forma vertiginosa hacia afuera de la carretera, lo que quizás me salvo la vida.
Tengo que señalar, que no solté el fusil que traía conmigo. Pienso que una de las ruedas del mortero rodó por sobre el fusil utilizándolo como rampa y así no impactó mi cuerpo directamente, por eso no sentí golpe alguno. Los compañeros que venían en el camión detrás del mío y presenciaron lo sucedido, decían que yo tenía que estar reventado, ya que me vieron enredado entre las ruedas del mortero. Inmediatamente me subieron a un camión y junto con otros compañeros involucrados en el accidente nos trasladaron a la carrera para la casa de socorros de Artemisa. Hubo un total de 12 heridos.
En Artemisa en aquel entonces vivía mi tío, hermano de mi madre a quien le hice llegar un mensaje, creo que por teléfono. Él inmediatamente se presentó en la casa de socorros, me recogió y en su automóvil nos trasladó, a los que pudo, para el hospital de Guanajay, que era el primer pueblo de entrada a la provincia de La Habana y con un hospital competente. Allí después de revisarme me pusieron en observación, pues no presentaba signos de lesión alguna.
Al amanecer del día siguiente 15 de abril, ocurre el bombardeo de algunas de las Bases Aéreas del país, lo que desata Alarma Nacional bajo el calificativo de ser el preludio de una invasión. Lanzan un llamado general a las armas, con la orden de presentarse urgentemente en los campamentos correspondientes.
Esa noticia la oímos por radio al amanecer, estando aún ingresado en el hospital. Como me sentía bien de salud me fui bajo mi cuenta y riego para mi unidad militar, que estaba como a unos 30 kilómetros de distancia, haciendo el recorrido mediante aventones. Al llegar a la base, no había ningún tipo de control para entrar. Había una desorganización total y en realidad nadie sabía qué hacer. No obstante, las baterías fueron agrupando el personal en la medida que fue arribando, pues parte del mismo estaba temporalmente desmovilizado.
Se recibió la orden de trasladar las piezas de artillería hacia un área cubierta de hierbas dentro de un palmar, situado más allá de la pista de la base aérea, para tratar de camuflarlas. Se ordenó también establecer la defensa circular de la base. Esa noche por algún motivo desconocido, o por que algún artillero antiaéreo vio algo sospechoso en el cielo, o quizás por imprudencia del personal, fue que una de las ametralladoras antiaéreas abrió fuego. Esto desató una reacción en cadena, en que todas las demás piezas de las baterías antiaéreas allí emplazadas, también abrieran fuego sin saber a qué le estaban tirando.
El cielo quedo iluminado por los miles de balas trazadoras. Aquello fue un infierno que por suerte duro solo unos minutos. Fue una guerra chiquita. Muchos de los milicianos artilleros de los morteros que solo disponían de las metralletas checas, también abrieron fuego al aire a blancos imaginarios, aprovechando la confusión.
El jefe de la base lógicamente montó en cólera y ordenó revisar las armas de los milicianos para detectar a los que habían abierto fuego. Fueron tantos que decidió castigar a los que no lo hicieron, alegando que estos últimos se habían apendejado.
Al día siguiente, 16 de abril, desde temprano el día estaba tormentoso y llovía a cantaros. Al atardecer recibimos la orden de emplazar las piezas para el combate dentro de la base. La tormenta era cíclica, cuando llovía era de forma tal que casi no se podía ver a los pocos metros de distancia, y el trasiego de los morteros, desde el palmar hasta el lugar de emplazamiento, era una verdadera odisea.
El emplazamiento elegido, era como un escalón formado por arrecifes con desniveles en el terreno, debido a estructuras que en otra época estuvieron sumergidas bajo el mar. A nuestra espalda había como una especie de socavado muy ligero.  Llegar allí fue una verdadera odisea, pues los camiones se atascaban y patinaban de lado volcando las piezas de artillería que remolcaban y el avance era casi imposible, ya que había que volver a enganchar la pieza a los camiones y tratar de avanzar de nuevo. Bajo esas condiciones era una verdadera faena que nos hacía perder mucho tiempo.
Al fin logramos traer 5 de los 6 morteros, comenzando a ¨excavar¨ el atrincheramiento para ponerlos en posición de combate. Esto nos tomó horas, pues además del suelo rocoso de diente de perro, por la proximidad a la costa, la lluvia lo anegaba todo e impedía el avance del trabajo. Como a la media noche solamente habíamos logrado un emplazamiento muy deficiente para alguno de los morteros, pues bajarlos hasta allí era casi imposible.
Serían como las dos de la madrugada cuando en el mar frente a la Base se comenzó a observar una gran cantidad de luces de embarcaciones que avanzaban a toda velocidad hacia la costa. Aquello era realmente desconcertante pues salían de la nada. Evidentemente eran barcazas de desembarco que procedían de algún buque madre situado mar adentro fuera de nuestra vista. Por iniciativa propia nos preparamos para disparar, aunque no se recibían las órdenes pertinentes. De pronto, cuando ya casi estaban llegando a la costa  las barcazas se volvieron y alejaron mar adentro a toda velocidad.
Fue un simulacro de desembarco realizado como apoyo a las tropas invasoras, para tratar de distraer la atención de las fuerzas de defensa y hacerlas movilizar hacia esa zona, mientras tanto el desembarco real ocurría por Bahía de Cochinos, en la Ciénaga de Zapata, al sur de la zona central del país a 200 kilómetros de distancia.
Sin dudas nuestra situación se había tornado muy crítica, pues en realidad no se sabía oficialmente que estaba ocurriendo. Por otra parte no había tropas de infantería desplegadas frente a nosotros defendiendo la costa, por lo que si hubiera sido un desembarco real nos hubieran aniquilado y hubieran ocupado fácilmente la base aérea. Al amanecer fue que empezó a circular la noticia de que había un desembarco por la costa sur, pero oficialmente no conocíamos los detalles.

No hay comentarios:

Publicar un comentario