SIN PRECIO
Un tributo a la
dignidad de quienes
tienen el coraje de
decir no
GLORIA ELIZO
Ahora que basta un
clickbait para acusar a la realidad de ser mentira, ahora que la verdad se mide
en bits, visitas únicas, expertos consultados, frases redondas o, por ponernos
clásicos, en quién grita más alto en la tribuna del Congreso. Ahora, en la hora
de los hechos alternativos, los fact checking de pago, las campañas de
descrédito, la gestión de crisis. Ahora que creemos ver el mar mientras miramos
apenas el ombligo de nuestras neurosis en los cómodos timelines “seleccionados
por tus intereses”; precisamente ahora que ya no hay autoridad que no se
monetice en el mercado de futuros, donde cualquiera es importante, liberal,
reconocido experto, un referente o simplemente de izquierdas, ahora que las
fake news hablan sobre fake news y el relato es solo una batalla, hoy que vale
todo y nada vale nada, hoy que se se ha muerto Julio Anguita, quizá haya que
dedicar un momento a hablar de dignidad.
Tiempos estos de
ignominia en los que la crueldad del mundo se escurre limpia por el tobogán de
las grandes agencias de noticias, donde las técnicas de posicionamiento web
trasladan la corrupción a la tercera página del buscador de Google y los
fascistas de barrio se afanan gritando libertad. Todo se arregla, todo se
enmascara, todo se confunde, todo se compra… Menos lo que no tiene precio.
Menos la dignidad.
Alguien dijo que
los trabajos que ensucian el alma siempre reciben mejor salario que los que
ensucian el cuerpo. Encerrada en fase cero, me ha dado por pensar en la
causalidad de ese proceso, en Julio Anguita y su pensión de maestro, en si es
antes el dinero o la suciedad.
Confinada en mi
perfil de Facebook, doy pequeños mordiscos a la magdalena de Proust, que me
devuelve una y otra vez a esas imágenes, a las promesas que nos constituyeron,
a las mentiras que nos engañaron, a los proyectos que nos mantienen vivas. Ya
no sé qué filósofo dijo que la dignidad era la cualidad de las cosas que no
tenían precio.
Las imágenes de
esas personas que decidieron mancharse las manos –pero no el alma– por hacer de
este mundo algo mejor; la mirada del General Torrijos en el cuadro de Gisbert;
la frente alta de Mariana Pineda en el cuadro de Vera Calvo, el Abrazo de los
presos liberados de Genovés, el taxi vacío de Clement Attlee, los labios
apretados de Viktor Zhdanov… Y tantas y tantas imágenes anónimas que he visto,
manos, miradas, sonrisas, personas que, al margen de verdades y mentiras,
creencias o ideologías, simplemente decidieron no estar en venta.
Leía el otro día la
magnífica pieza que publicaba este medio en la que Marcelo Expósito conversaba
con Manuel Borja, director del Museo Reino Sofía, sobre los valores ilustrados
en la recuperación política de instituciones tan “rancias” como el Parlamento o
los grandes museos, y pensaba qué pocas líneas hacen falta para reclamar
emotiva y sensiblemente lo imprescindible de la honestidad y del compromiso
democrático en la recuperación de lo público.
Si el movimiento
obrero fue capaz de conquistar sus derechos frente a tantas zanahorias y, aún
más palos; si la tradición liberal, republicana, progresista e ilustrada se
abrió camino durante dos terribles siglos, sólo fue posible porque existió una
dignidad ejemplarizante que sirvió de medida para todas aquellas personas que
reconocieron la importancia de dejarse convencer, pero no comprar, la
importancia inmanente de tratarse a sí mismas como personas y no como
mercancías, de ser capaces incluso de permanecer erguidas en el oprobio de los
miserables cuando no hubo más remedio.
Ahora, precisamente
ahora que se quiere convertir la historia en propaganda, la ciencia en
patrocinios, la verdad en merchandising, la sabiduría en un tuit; ahora que
hemos perdido tanto sentido crítico, tantos eslabones en la cadena de la
historia de la dignidad humana, a lo mejor basta con ir a las precarias
urgencias de un hospital para recuperar una imagen, a la bregada redacción de
un digital para buscar un brillo en los ojos, a un acosado comité de empresa
para subirse a una tabla de salvación y saber dónde estamos, quiénes somos y
con quién podemos discutir, acordar, negociar, alentar un país mejor, un mundo
mejor, un futuro mejor.
Políticos,
camareros, periodistas, recepcionistas, abogados, reponedores, jueces,
enfermeras, parados, sin papeles, directores de museos...
Y saber que no todo
es igual. Y decir que no todo es lo mismo. Que no todo el mundo tiene un
precio. Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé. Pero que no es lo
mismo ser derecho que traidor, vender sospechas que fabricar confianzas, hacer
lo que se critica o lo que se prometió… que habrá siempre esperanza para los
que quieran seguir sabiendo quiénes son y seguir sintiendo orgullo por la gente
que aguanta cuando otros se venden, por los que reciben el primer disparo, el
aliento vírico del enfermo o, simplemente, la temida carta de despido.
Que siempre
encontrarán a quien se sabe en deuda con los hombres y mujeres que aguantaron
antes que nosotros y a los que debemos todo lo que nos enorgullece como
especie, y que el mundo sea, a veces, un poco mejor. Que siempre habrá alguien,
como Julio, que tendrá el coraje de decir “no”, mientras los demás jalean el
traje nuevo del emperador; alguien orgulloso de tantos y tantos que, durante su
breve paso por este planeta errante, fueron capaces de escuchar, de sentir, de
pensar, de juzgar, de actuar, de cambiar de opinión, de acertar, de
equivocarse, de mancharse las manos en los grandes momentos y en las pequeñas
cosas de cada día, con valor.
Pero sin precio.
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