CRÓNICA SUBJETIVA DE UNA MUERTE ANUNCIADA
ISRAEL MERINO
Cuando hablamos de
la España profunda, aún es habitual relacionar el término con aquel retrato que
Mario Camus hizo hace más de 35 años en Los santos inocentes. Pueblos vaciados
en los que solo quedan ancianos de callo gastado que mantienen con su sudor, y
sin haber escuchado nunca la palabra jubilación, una casa, unos animales y
quizá unos hijos que se gastan el dinero del cateto de su padre en el bar más
hípster de la capital.
Lo que muchos
desconocen es que la España profunda no vive en esos pueblos. La auténtica
España atrasada es la que sale a Núñez de Balboa todas las tardes, cacerola en
mano, con una sobredosis de rayos UVA en la piel y que, a golpe de bandera y de
patria, creen que van a salvar al pueblo.
Motivado por la
curiosidad y las ganas de ver con mis propios ojos qué se cocía en una de esas
manifestaciones que convocan en el madrileño barrio de Salamanca, decidí
acercarme hasta allí para asistir a la cacerolada del lunes dieciocho de mayo.
Tras salir de la
boca de metro de Núñez de Balboa a eso de las ocho y veinte de la tarde, un
vigilante de seguridad que había por allí me recomendó que fuera caminando
hasta el cruce con Ortega y Gasset: “Suelen recorrer la calle Núñez de Balboa
desde allí hacia adelante”, me contó. “Pero te recomiendo que te des prisa,
porque suelen empezar a salir a estas horas”.
Rápidamente, decidí
caminar hasta allí y me encontré con un percal bastante curioso: a ambos lados
de la calle, evitando que nadie se saliera de la acera y pisara el asfalto, una
hilera de una docena de furgones de la Policía Nacional con unos sesenta
agentes a pie custodiaba la zona. A pesar de que el guardia de seguridad del
metro me había dicho que la cacerolada tendría que haber empezado ya, no había
ni un solo manifestante en la calle.
Una muerte
anunciada
Extrañado por el
escaso éxito de la convocatoria –apenas veía a una decena de personas pasear
con banderas de España en ambas direcciones, pero sin escuchar ni una sola
cacerola –, decidí hablar con un policía:
“Es raro que hoy no
haya gente”, empezó a contarme. “Normalmente, a estas horas todo esto suele
estar abarrotado de personas con banderas y cacerolas, pero hoy apenas ha
salido nadie. Cada vez sale menos gente”.
En ese momento
descubrí que la convocatoria era un gran hombre moribundo sin razón de ser. La
cacerolada estaba muerta. Cada vez salía menos gente, pues, como es entendible,
todo eso es un sinsentido. Los convocantes aseguran que España ha tomado las
calles, pero están mintiendo. La calle estaba vacía.
Decidí seguir
hablando con el policía: “Nosotros no tenemos ningún protocolo fijo de
actuación. Como no sabemos qué van a hacer exactamente, pues cada día pasa una
cosa diferente, lo único que podemos hacer es evitar que haya aglomeraciones y
decir a la gente que siga avanzando, que no se queden quietos”.
Mientras me
despedía de él, una chica que pasaba detrás de mí con una amiga comentaba la
jugada de la Policía asegurando que todo aquello parecía una dictadura. Me
acerqué para entrevistarla, pero, al decirle que escribía para CTXT, me dijo
que no iba a hablar conmigo.
“Este es un sitio
muy malo para los periodistas de izquierdas”, añadió en un tono entre burlón y
amenazante. Cuando las dos chicas (que no habrían cumplido los veinticinco
años) se alejaron un poco para seguir con su paseo, una de ellas empezó a dar
palmas y a corear “¡rojos no, rojos no!”, mientras su amiga se reía y me
señalaba.
Avergonzado por lo
que acababa de pasar, ya que todo el mundo empezó a mirarme, decidí cambiar de
esquina. Por fin, a eso de las nueve menos cuarto, empecé a escuchar las
primeras caceroladas: pequeños grupos de personas recorrían la calle –en ambas
direcciones y sin salirse de la acera– golpeando con cucharas soperas, morteros
e incluso destornilladores pequeñas ollas y cacerolas.
Como es evidente y
todos hemos visto en cientos de fotografías, las banderas de España no
faltaban. Había muchas y de todo tipo. Quién quiere sanitarias bien preparadas
y que curren en buenas condiciones, quién quiere un sistema sanitario público
robusto, quién quiere seguir las recomendaciones de epidemiólogos teniendo
cachos de tela con pintura rojigualda y unos bonitos náuticos que te protegen
de todo.
Poco a poco la
calle fue “llenándose” de gente con banderitas e instrumentos de cocina que, al
ritmo de las caceroladas, cantaban consignas como “¡Sánchez, dimisión!”,
“¡libertad, libertad!” e “¡Iglesias, asesino!”.
Mientras
contemplaba el tráfico de personas –no había aglomeraciones porque no había
gente suficiente–, una chica que llevaba una camiseta con unos colores muy
extraños pasó frente a mí mientras emitía con su móvil y de extranjis un
directo para Instagram.
Sorprendido, la
paré en un rincón un poco alejado del ruido y empezamos a charlar: “Yo vivo a
pocas calles de aquí y todos los días es la misma cantinela. Como vecina, estoy
harta. Salen a manifestarse por algo que no tiene sentido, sin mascarillas y
haciendo lo que quieren. Y mira, la Policía no hace nada. Con estos no sacan la
porra”.
“Por suerte, cada
vez sale menos gente. Los primeros días toda esta calle estaba hasta arriba de
personas, pero parece que poco a poco se van desgastando”.
Me despedí de ella
agradecido (no todo el mundo en ese barrio es como creemos, menos mal) y
recordé las palabras del policía con el que había estado hablando:
efectivamente, cada vez menos gente. La convocatoria está muerta y el ánimo de
estos ciudadanos de bien va decayendo cada día un poco más. La muerte está
anunciada.
Contigo no, bicho
Tras un rato
merodeando por la zona, decidí empezar a entrevistar a manifestantes, pero
antes, si quería hacer un buen trabajo a lo gonzo, tenía que sentirme uno de
ellos, así que yo también me manifesté.
Me uní al río de
personas y decidí caminar junto a ellos. Mientras tomaba notas en mi libreta de
lo que iba viendo, cada vez tenía más claro que aquello no tenía ningún
sentido.
La gente llevaba
mascarillas y mantenía una cierta distancia de seguridad, sí, pero porque era
inevitable. Podía caminar sin problema (aunque mis oídos estuvieran atronados
por las caceroladas y el vocería), a paso ligero y sorteando a manifestantes
por ambos lados de la acera sin ni siquiera rozarme con ellos.
Tras recorrer cien
metros rodeado de polos Lacoste y cánticos burgueses, decidí girar a la derecha
y esperar alejado del ruido a que alguien se saliera de la manifestación para
poder entrevistarlo: iluso de mí.
En cuanto paraba a
alguien y decía CTXT, sus ojos se poblaban de una mezcla de prepotencia y asco.
De hecho, cuando
paré a un chico de unos veintipico tacos me hizo un gesto extraño con las manos
y me espetó: “¡Subvencionado!”.
Pero pude
entrevistar a un puñado de personas que, educadamente, decidieron responder a
mis preguntas.
La primera de ellas
fue una mujer de sesenta años que, junto a su bandera reglamentaria, pero sin
mascarilla, llevaba una camiseta en la que se podía leer “Queremos test masivos
ya”.
“Yo me manifiesto
para que se acabe ya el estado de alarma”, empezó a contar. “La privación de
libertad que hace este gobierno socialcomunista es completamente
anticonstitucional y no puede ser. Están llevando a España a la ruina”.
Dándome por
enterado de la respuesta, le pregunté si se había manifestado anteriormente
para obtener cualquier otra mejora social: “No. Es la primera vez que voy a una
manifestación, pero porque nunca se había hecho nada tan bonito como esto”.
Luego empecé a
charlar con una chica menor de edad, de diecisiete años, que estaba estudiando
segundo de bachillerato para ser sanitaria, concretamente fisioterapeuta: “Hoy
es la primera vez que me manifiesto en mi vida. He quedado con una amiga y nos
hemos ido juntas. Quiero que se acabe ya el estado de alarma porque Sánchez nos
va a llevar a todos a la ruina”.
“No”. Esa fue la
respuesta que obtuve cuando le pregunté si ella –o en este caso, sus padres– se
habían visto afectados por la crisis económica. “Nosotros y nuestro círculo
seguimos como siempre, pero nunca se sabe”.
Por último, un
chico de 27 años que salía de la manifestación junto a su novia también decidió
hablar conmigo: “Yo soy autónomo, soy algo así como un agente comercial, y
llevo dos meses pagando la cuota a las SS (la Seguridad Social, en tono jocoso)
pero sin facturar ni un solo céntimo. Quiero que se acabe el estado de alarma
ya, pero también entiendo que no podemos volver a una normalidad absoluta […].
Tampoco sé proponerte una alternativa a lo que están haciendo Sánchez e
Iglesias, pero sé que esto no me gusta”.
“No, afectado de
forma directa por la crisis no me he visto. Por suerte el año pasado facturé
casi un millón de euros y puedo ir tirando. Pero no sé hasta cuándo vamos a
aguantar así”, dijo mientras se despedía.
A las nueve y media
de la tarde, tras dejar de escuchar el ruido de las cacerolas, decidí volver a
casa: la concentración había terminado.
Por algún motivo
que no entendía, todo aquello me recordaba a Miedo y asco en Las Vegas, la
mítica novela de Hunter S. Thompson. Supongo que por el reflejo que hizo de una
ciudad tan lujosa y decadente como Las Vegas.
En aquella
manifestación, en todas las personas a las que había entrevistado –y en las que
se habían mofado de mí– había encontrado el retrato exacto de un tipo muy
concreto de sociedad.
Nosotros también
tenemos nuestra España profunda, nuestra élite quemada. Pero el lado más rancio
de nuestra ciudadanía no se oculta en las pequeñas aldeas de las zonas rurales.
Qué va. Nuestra España castiza y profunda vive en las grandes ciudades, entre
edificios poblados de millonarios y empresarios que prefieren seguir facturando
casi un millón de euros antes que salvar vidas.
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