jueves, 2 de abril de 2020

RUIDO DE SABLES EN LOS BALCONES


RUIDO DE SABLES EN LOS BALCONES
DAVID TORRES
Dije hace un par de semanas, cuando la cuarentena acababa de empezar, que eso de salir a aplaudir desde ventanas y balcones a los sanitarios que se juegan la vida en condiciones tercermundistas en nuestros hospitales está muy bien, pero que sería mucho mejor no volver a votar a quienes recortaron el gasto social siguiendo los principios neoliberales y desmontaron la sanidad pública española en beneficio de sus amiguetes. Era una obviedad que repitió mucha gente desde otros muchos sitios, con datos y cifras en la mano, y la prueba de que el desastre de esa gestión no tenía vuelta de hoja es que el PP ha salido a desmentirlo con unos gráficos muy apañados en los que intentan demostrar cómo al levantar doce hospitales durante una década consiguieron que en la Comunidad de Madrid hubiese menos camas. Con la derecha el dinero ni se crea ni se destruye, sólo cambia de manos.



Hablando de manos y de aplausos, parece que la gente no se cansa de salir a aplaudir cada día a las ocho de la tarde, a pesar de la reedición del invierno que nos ha caído encima. Lo malo es que algunos, como un imbécil que sufro enfrente de mi casa, aprovecha para cascarse una hora y media de música de discoteca a todo volumen, olvidando que mucha gente, aparte de tener buen gusto, preferiría descansar a esa hora, sobre todo médicos y enfermeros que regresan a casa tras una jornada agotadora, y también los enfermos enclaustrados que tienen que sumar a las molestias de la fiebre, el ahogo y la tos, la barbarie de unos decibelios que hacen temblar las paredes. Me resultaría igual de irritante si el imbécil de enfrente en lugar del Resistiré en bakalao colocara una ópera de Wagner o un concierto de King Crimson. Hay vecinos que organizan bingos a grito pelado, otros que juegan al veo veo y otros que dan clases de pilates desde la terraza pero, la verdad, con el coronavirus ya tenemos bastante.

Lo de que la España de los balcones iba a acabar mal se veía venir desde que Santiago Abascal se asomó a uno disfrazado de comandante de los tercios a ver si el sol se seguía poniendo en Flandes. Sabemos cuánto cariño nos tienen en el norte de Europa, lo comprobamos la semana pasada al ver lo que podemos esperar de la UE, especialmente de Alemania y de Holanda, países especialistas ambos en lavarse las manos, aunque habíamos comprobado de sobra su talante humanitario durante la crisis griega y también muchos años antes, en la guerra de los Balcanes: mientras cientos de miles de personas se mataban ellos imitaban sutilmente a Pilatos.

Hasta hace tres minutos la derecha rugía ante la incompetencia de Sánchez al proclamar demasiado tarde el estado de confinamiento, pero esta semana Pablo Casado ha decidido que la economía es más importante que la salud de esos trabajadores que la arriesgan diariamente al salir a la calle. Qué sabrán los científicos del Imperial College de Londres, quienes aseguran que las medidas de prevención del gobierno español han salvado 16.000 vidas, si ni siquiera tienen un máster en Aravaca.

Por eso, la última propuesta de Vox para gestionar la pandemia consiste en pedir la dimisión en bloque del gobierno y la subida al poder de un gabinete militar de emergencia, una técnica de salvar a la patria que llevan pregonando desde el golpe de estado de 1936. La foto que ha circulado estos días de Abascal sentado en su despacho, sin teléfono ni ordenador, flanqueado por un Cristo de escayola, una bandera española, un bote de pimentón y varios mapas escolares da una idea de por dónde iban a andar los tiros. Votarlos es la forma más segura de hacer balconing.

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