ABRAMOS LAS LIBRERÍAS: PARA PENSAR, PARA NO VOLVERNOS LOCOS
ENRIQUE MURILLO
Pese a las
reticencias del sector, o de sus representantes colegiados, creo que es
perentoria la necesidad de apertura de las librerías en España, tal como ya se
ha hecho en Italia. Debemos comenzar por las librerías de barrio y las
independientes, donde jamás se han visto, nos guste o no, aglomeraciones de
personas, como me decía hace unos días un colega del mundo del libro. Y otra
colega añadía: “Puede sonar trillado, pero la lectura es uno de los pilares de
mi salud mental en estos días”. Así que también es una cuestión de salud
pública que podamos ir a una librería y comprarnos algún nuevo libro. Los
lectores necesitamos tener en marcha la
lectura de varios a la vez, y siempre nos va bien tener otro libro en la mesilla,
esperándonos mientras terminamos otro.
Y no, en España no
se han visto nunca aglomeraciones en las librerías pequeñas y medianas (quizás
por las fiestas de navidad, cuando es el día del libro o hay ferias; pero eso
son excepciones), y si hay algo fácil es que los aficionados a la lectura
acepten autorregularse, esperar fuera de la tienda, llevar mascarilla y
guantes. ¡Dennos la oportunidad de demostrarlo, señores gobernantes¡
En España no se han
visto nunca aglomeraciones en las librerías pequeñas y medianas y si hay algo
fácil es que los lectores acepten autorregularse, esperar fuera de la tienda,
llevar mascarilla y guantes
Esas librerías,
cuya participación en la venta del libro ha ido disminuyendo conforme crecía la
de las grandes cadenas, grandes almacenes, gigantes amazónicos globales, son el
auténtico sostén, aún, del mundo del libro. En ellas empieza todo. De su
capacidad de volver a vender desde la tienda depende que puedan ir pagando los
atrasos provocados por su cierre repentino a mediados de marzo. Los
distribuidores siguen pendientes de cobrar, y eso hace que tampoco cobren
normalmente las editoriales, y eso trae consigo atrasos en el pago a los
colaboradores (traductores, correctores, diseñadores gráficos) e incluso de los
autores, a los que incluso grandes empresas están aplazándoles el pago de
royalties, que en la mayoría de contratos debe hacerse del 1 al 30 de abril de
cada año. Son miles y miles de personas que dependen de que todo empiece a
funcionar otra vez, y lo que pone en marcha esa maquinaria es la librería. Hay
miles de autónomos, de pequeñas empresas de servicios editoriales, cuya
subsistencia muy precaria siempre depende de que se vuelvan a vender libros. Y
no basta en absoluto con los que venden Amazon y plataformas locales como
casadellibro.com o libelista.es (que agrupa a unas cien grandes librerías de
todo el país) y otras, por mucho que puedan llevarte el libro a casa.
Las pequeñas
librerías, muy numerosas las especializadas en ficción literaria, libro
infantil, algunas en ensayo… son el auténtico supermercado mental de la
ciudadanía, y la esperanza (si conseguimos que no cierren) de que se va a
mantener cierta diversidad editorial. Porque los sellos vocacionales, los que
se atreven a publicar obras de autores no conocidos, obras que en principio son
buenas o muy buenas e incluso muy importantes, pero no van a vender en España
más de 800 ejemplares (o menos) viven gracias a la existencia de estos puntos
de venta de pequeño tamaño y gran riqueza espiritual. Los grandes suelen
menospreciarlos. Lo mismo que hacen los suplementos de libros de los grandes
medios de comunicación.
Esta mañana he ido
a comprar papel, y la tienda del barrio que nos surte a los vecinos de
Vilapicina (un pequeño sector de Nou Barris, en Barcelona) de cuadernos y
bolis, sobres y calendarios, permanece abierta de 9 a 14. Y con eso basta. ¿Por
qué CEGAL tiene miedo a una apertura al menos parcial de las pequeñas y
medianas librerías? No tiene explicación sensata.
Y el libro es un
artículo de primera necesidad, tan de primera como la comida o los
medicamentos. Lo es para nuestra paz espiritual, para nuestro sosiego, y más en
medio del confinamiento que podría quizás salvarnos de un empeoramiento de la
pandemia vírica global.
Porque además de la
necesidad económica de un sector nunca boyante, hay esas otras necesidades
íntimas, mentales, intelectuales, emotivas que nada sacia tan bien como lo
hacen los libros, y su diversidad. Y eso es precisamente lo que convierte a la
librería, entendida como espacio comercial que fomenta la diversidad del libro,
en tan imprescindible como la farmacia y como el súper. Por mucho que en este país no se entienda
nunca así. Por mucho que las encuestas hablen de unos índices de lectura casi
homologables con los de países realmente lectores, cosa que todos sabemos que
es absoluta y totalmente incierto.
Los libros son una
prioridad, no artículos de decoración
Si hay una
prioridad en tiempos de pandemia es entender qué demonios está pasando,
averiguar qué nos ocurre como individuos y como sociedad, como habitantes de la
Tierra, y no hay mejor estímulo para el pensamiento, que solo puede ser
personal, que la lectura. Leer es dialogar y es discutir. Leer no es aprenderse
el catecismo o el Mein Kampf o El
pequeño libro rojo de Mao… de memoria. La lectura no consiste en absorber
saberes fijados y terminados para siempre, sino en ofrecernos una pared de
frontón contra la que nuestro cerebro y nuestra sensibilidad lanza con fuerza
pelotazos, con la esperanza de que en ese intercambio de golpes se abra un
resquicio de luz en la tiniebla que es nuestro “habitar” el mundo, por usar una
palabra clave del enorme e importante último libro que he editado en una vida
editorial que comenzó en 1968, en las reuniones del comité editorial de la Seix
& Barral que dirigía Carlos Barral. Ese libro, por cierto, que no sé a día
de hoy quién lo va a publicar, se titula Habitar o gobernar, y es de Amador
Fernández-Savater, y lo dejé con el PDF de la tripa y el PDF de la cubierta
cerrados, a punto de ir a imprenta, cuando Anaconda Editions, el sello en el
que pedí trabajar gratis en los últimos meses, tuvo que admitir que no iba a
resistir una temporada que se preveía larga sin vender ni un libro. Mi
principal ocupación a día de hoy consiste en ir encontrando para nuestros
autores y sus obras las editoriales que mejor entiendan esos libros y, por
tanto, mejor puedan difundirlos.
La cultura
entendida como la visión que un machista tiene de la mujer, una cosa bonita
para adornarse, no es cultura, y suele ser subvencionada
La cultura, como
bien sabe el ministro sabio y discreto, Manuel Castells, y parecer ignorar
muchos de sus colegas, no es una cosa decorativa sino vital. Nos va la vida, si
ha de ser una vida digna, en que podamos librar cuantas más batallas mejor con
cuantos más libros mejor. Este país, y también cada una de sus naciones, suele
concebir la cultura como dos cosas solamente: bien un adorno, bien un
instrumento de aleccionamiento. Y no es nada de eso. La cultura entendida como
la visión que un machista tiene de la mujer, una cosa bonita para adornarse, no
es cultura, y suele ser subvencionada. Y en una sociedad libre la cultura debe
ser lo menos subvencionada que sea posible, pues en países de nuestro querido
Mediterráneo eso acaba siendo mangoneo y amiguismo, y poco más.
En España la
cultura es entendida por los gobiernos, autonomías, diputaciones y
ayuntamientos como algo que les sirve para lucir palmito. Los presupuestos van a los amiguetes y a
llenar páginas de informes oficiales. Para eso, mejor el duro y terrible
combate de las empresas culturales. Y esta concepción de lo cultural como algo
ajeno a la vida real se cuela también en el modo como se entiende su práctica
por muchos de los que se dedican a estos oficios. Tenemos mucha literatura del
“estilo”, en la que parece no jugarse nada vital. Y mucho arte inane. O eso, o
una cultura como correa de transmisión de lo que debemos pensar según interese
a la conservación del poder en las manos en que esté en cada momento.
Pero la cultura no
es eso, sino todo lo contrario. Es esencia y crítica. Y su vehículo más
importante en este sentido es la palabra, aunque también se piensa con la
pintura y la música, el teatro y la ópera, claro. Pero el libro, gracias a su
mini-masificación hispana, es extraordinariamente barato.
Por desgracia, en
nuestra sociedad, durante siglos, libros solo hubo uno, los Evangelios, con su
único intérprete autorizado, la iglesia católica. Hay que insistir, cuando
hablamos de cultura y de libro, en que hay que poner esas palabras en plural.
Para pensar no sirve de nada “el libro”, que es justamente lo contrario del
pensamiento. El Libro único es propaganda y trata de impedir que se piense. Lo
que separó al luteranismo del catolicismo romano fue justamente la idea
protestante de que cada uno puede encontrar la salvación del alma leyendo a su
manera los libros que forman la Biblia. Mírese al mapa de Europa: la
penetración de cualquiera de las formas del protestantismo marca el territorio
en el que hay lectura de verdad. Al sur de esa línea, los católicos apostólicos
y romanos aceptaron que alguien leyese por ellos y les explicara, con
iconología eclesial y sombríos sermones, qué tenían que pensar. Por eso son tan
diferentes los índices reales de lectura, incluso hoy en día, al norte y al sur
de esa línea divisoria.
Pero incluso en los
países del norte hubo un riesgo fatal para la diversidad del libro cuando las
librerías pequeñas y medianas, las independientes de los grandes grupos y
corporaciones, se fueron a pique.
La prueba de la
necesidad del librero
Cuando Margaret
Thatcher decidió cargarse de un plumazo el precio único del libro para “abrirlo
a la competencia”, lo que hizo fue, primero, permitir los descuentos de forma
libre, y convirtió a Tesco, una cadena de supermercado gigantesca, en el
principal librero del Reino Unido. Porque podía ofrecer a los compradores el
mayor descuento. La maravillosa red de librerías pequeñas de todo el país se
fue a pique en muy poco tiempo. Recuerdo a Dan Franklin, el editor de Random UK
(la persona que trabaja, incluso ahora, ya jubilado, con Ian McEwan, Salman
Rushdie, Martin Amis y otros sus novelas), diciéndome en su oficina de Londres:
“Yo ya no soy el director editorial de nada. El director editorial de todos los
sellos de este país es el jefe de compras de Tesco”. Tal es la necesidad de las
librerías pequeñas y medianas, de barrio y de zonas céntricas.
Como no nos andemos
con cuidado y permitamos que esos comercios vuelvan a abrir, y más vale pronto
que tarde, saldremos de la pandemia con menos librerías, y eso supondrá que
habrá también menos editoriales, y que los escritores nuevos también tendrán
menos editores potenciales y capaces de arriesgar. Sería como la supresión del
precio fijo en el Reino Unido, que pese a su gran tradición lectora tardó sus
buenos quince años en recuperarse de aquel golpe. Aquí no nos recuperaremos ni
en cincuenta.
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