UN MARIACHI HONESTO APELLIDADO RAMÍREZ
FRANCISCO LEZCANO
Todavía recuerdo
cuándo leí por primera vez la deliciosa novela de Víctor Ramírez NOS DEJARON EL
MUERTO. Madrid estaba nublado y frío; y había que andar parpadeando de
desaliento entre el olor a castañas asadas y la turbulenta modernidad del
cambio. Aún sigo convencido de que el libro de este agitador ingobernable seguirá
teniendo un espacio indiscutible entre el endeble y efímero panorama de las
Letras Canarias.
Los domingos,
mientras me afeito, sintonizo obstinadamente su programa en Radio Canarias para
confirmarme devotamente en los corridos y rancheras de Chavela Vargas, Negrete
y Vicente Fernández. La obsesión de Víctor por la música mexicana es similar a
la convicción íntima de su contestatario y enfurecido compro-miso con la
independencia de Canarias, que él dice que es su Patria.
Ramírez es de los
que piensan que sólo los imbéciles gozan de cierta beatitud irrompible en este
Archipiélago de nunca jamás; así que el desaliento bien llevado, más que una
enfermedad moral, viene a ser para este amigo confundido con la existencia de
un perdedor consumado como fue la de su compositor preferido -José Alfredo
Jiménez-, como un signo inequívoco del vigor de la inteligencia; una prueba de
que no ha sido uno irreparablemente intoxicado por el cutre optimismo de una
televisión que canoniza hasta el delirio beodo la preñez de la Lina Morgan y el
insultante desprecio al sexo femenino diagnosticado por el momia de un Ozores
licenciado ahora en sexología.
Me lo imagino en el
reducto inviolable de su azotea de San Roque cantando esas piezas cuyas letras
hablan de cavilaciones amorosas, repentinas angustias y consumaciones
completamente felices; de revoluciones y súbitos alzamientos campesinos. En el
fondo, el propio Víctor es el más genuino personaje de esa novela inacabada que
este profesor de pizarra (como a él mismo le apetece definirse) escribe todos
los días perversos que transcurren en esta Isla sellada por un mar entregado y
un tráfico indecente.
Lo admiro porque ha
renuncia a medrar en los sinuosos y pronunciado pasillos de la Administración
para que algún torpón consejero le publicara sus novelas: porque tras esa
descuidada imagen de guagüero de la línea o se averigua un destino honesto y
consecuente con la vida contumaz y simple, esa que Víctor se abrocha cada día
como si fuera una camisa discreta.
A Víctor le bastan
dos o tres canciones de José Alfredo Jiménez al día para sobrevivir a cualquier
calamidad. Será por eso que también a muchos nos cuesta tanto resistir la
tentación de cantarlas.
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