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martes, 25 de febrero de 2020

UN MARIACHI HONESTO APELLIDADO RAMÍREZ


UN MARIACHI HONESTO APELLIDADO RAMÍREZ
FRANCISCO LEZCANO
Todavía recuerdo cuándo leí por primera vez la deliciosa novela de Víctor Ramírez NOS DEJARON EL MUERTO. Madrid estaba nublado y frío; y había que andar parpadeando de desaliento entre el olor a castañas asadas y la turbulenta modernidad del cambio. Aún sigo convencido de que el libro de este agitador ingobernable seguirá teniendo un espacio indiscutible entre el endeble y efímero panorama de las Letras Canarias.

Los domingos, mientras me afeito, sintonizo obstinadamente su programa en Radio Canarias para confirmarme devotamente en los corridos y rancheras de Chavela Vargas, Negrete y Vicente Fernández. La obsesión de Víctor por la música mexicana es similar a la convicción íntima de su contestatario y enfurecido compro-miso con la independencia de Canarias, que él dice que es su Patria.

Ramírez es de los que piensan que sólo los imbéciles gozan de cierta beatitud irrompible en este Archipiélago de nunca jamás; así que el desaliento bien llevado, más que una enfermedad moral, viene a ser para este amigo confundido con la existencia de un perdedor consumado como fue la de su compositor preferido -José Alfredo Jiménez-, como un signo inequívoco del vigor de la inteligencia; una prueba de que no ha sido uno irreparablemente intoxicado por el cutre optimismo de una televisión que canoniza hasta el delirio beodo la preñez de la Lina Morgan y el insultante desprecio al sexo femenino diagnosticado por el momia de un Ozores licenciado ahora en sexología.
Me lo imagino en el reducto inviolable de su azotea de San Roque cantando esas piezas cuyas letras hablan de cavilaciones amorosas, repentinas angustias y consumaciones completamente felices; de revoluciones y súbitos alzamientos campesinos. En el fondo, el propio Víctor es el más genuino personaje de esa novela inacabada que este profesor de pizarra (como a él mismo le apetece definirse) escribe todos los días perversos que transcurren en esta Isla sellada por un mar entregado y un tráfico indecente.
Lo admiro porque ha renuncia a medrar en los sinuosos y pronunciado pasillos de la Administración para que algún torpón consejero le publicara sus novelas: porque tras esa descuidada imagen de guagüero de la línea o se averigua un destino honesto y consecuente con la vida contumaz y simple, esa que Víctor se abrocha cada día como si fuera una camisa discreta.
A Víctor le bastan dos o tres canciones de José Alfredo Jiménez al día para sobrevivir a cualquier calamidad. Será por eso que también a muchos nos cuesta tanto resistir la tentación de cantarlas.

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