"NOS DEJARON EL MUERTO",
UN
ÉXITO LITERARIO
POR ALFONSO OSHANAHAN
LA III
EDICIÓN DE ESTA NOVELA LA CONFIGURA COMO UNO DE LOS MEJORES TEXTOS DE LA
NOVELÍSTICA CANARIA, PESE A SER <> .
VÍCTOR
RAMÍREZ NO ES PERSONALIDAD DE MEDIAS TINTAS, ANTES AL CONTRARIO, ES HOMBRE DE
COMPROMISO CON SU VERDAD, QUE RESULTA SER LA VERDAD DE MUCHOS.
"Nos dejaron el
muerto" lleva camino de convertirse en uno
de esos textos que emblematizan una época, marcando un inicio o creando un
hito. En pocos años tres ediciones -una de ellas, justamente la anterior, al
popularísimo precio de 250 pesetas, más o menos lo que cuesta una cerveza con
una tapa en el bar más próximo- constituyen una referencia inequívoca de lo que
se entiende como éxito literario.
Es, pues, "Nos dejaron el muerto", un texto exitoso en los niveles de venta en que nos movemos en
Canarias, y de pocos libros canarios podemos decir lo mismo. (Recientemente ha
salido la sexta -aunque unos dicen la quinta y otros la séptima- edición de "Faycán", de Víctor Doreste, y el texto ya tiene cincuenta años de
vida...).
Ahora bien, ¿es "Nos dejaron el muerto" una buena novela? Es decir, me pregunto si, pese al éxito de
ventas, nos encontramos ante un texto de los que convencionalmente se dice que es
«una buena novela». Me precipito a decir que sí, que estamos ante una
novela bien escrita, representativa de la madurez de un escritor, bien
organizada, que cuenta una historia fantástica y hermosa, de las que gustan a
la gente.
No sé si fue ante la primera edición de "Nos dejaron el
muerto" -creo que sí- cuando se me ocurrió
hacer un inventario de personajes, afirmando que estábamos ante una especie de
mural de gentes de nuestro pueblo. Es incontable la cantidad de personajes de
esta novela, por otra parte la primera del autor, y que, al menos en esta
tercera edición, es «corregida y aumentada», cosa que se ve pocas veces, que es
algo más bien insólito, algo que rompe los moldes creativos, que consideran la
obra narrativa terminada y cerrada desde su primera edición. Así, al menos,
ocurre en la mayoría de los casos.
Debo adelantarme a decir, igualmente que antes, que me «quedo»
con la primera edición, es decir, el primer texto. Acaso sea por vicio de
lector, o porque me gustó tanto la primera que considero que ahora, al aumentar
el texto, éste ha perdido parte de la redondez del anterior. Y que en esto
siempre he discrepado con Víctor, quien considera que una novela es un cuento
largo y que, como ha hecho ahora, hasta puede alargarse más.
No me trae hoy aquí, por supuesto, el sacar discrepancias, ni es
éste el momento, pero a fuer de sinceros y de tratar de ser consecuentes con el
íntimo pensamiento, debo dejar sentado lo anterior para, acto seguido, añadir
que este "Nos
dejaron el muerto" no pierde ninguna de sus
esencias primarias. Por eso decía antes lo de 'acaso vicios de lector'.
Insisto: ¡Me gustó tanto la primera, que la he echado de menos,
francamente! Pero esta edición, en la medida en que está pensada para el lector
fuereño (como gusta decir Víctor) y que no tendrá tantos lectores viciados -y
hasta viciosos- como yo, saldrá adelante y, estoy seguro, seguirá mereciendo el
favor y el fervor de los lectores.
En todo caso, vuelvo y digo, dejemos las consideraciones
anteriores a la crítica «especializada» -si es que surge, que yo desearía que
sí, a ver si de una vez rompemos fronteras desde las islas, sin necesidad de
exilios ni de extrañamientos, como el que refleja dramáticamente el «Poema frustrado de
Madrid» de Alonso Quesada -y vayamos a lo
nuestro, es decir, a exaltar los valores de "Nos dejaron el muerto".
Inevitablemente, tenemos que referirnos a comentarios anteriores
sobre esta novela en los que nos detuvimos en el encuadre del portón
sanroqueño, ese marco magnífico elegido por el autor para situar una trama
histriónica, casi dijéramos tremendista y con resonancias satíricas de sainete:
don Lucio Falcón -uno de los pocos dones o dueños de la novela-, un
viejo falangísta, casi seguramente esbirro de las brigadas del amanecer, muere,
y el velatorio se celebra en una de las habitaciones del portón en el que vive,
no en la suya, que es de difícil acceso y más estrecha, sino en la de unos
buenos vecinos que ceden sacrificadamente la suya, en la que justamente está el
narrador, ese niño enfermizo, hijo de un cocinero de un barco de pesca y de una
buena y amorosa comadre, niño que, unas veces a rastras de «lo mío» (es decir,
lo 'suyo', del chiquillo) y otras por referencias, es testigo, en todo
caso narrador, de toda una trama de hechos en los que ni la imaginación ni la
hilaridad ni incluso hasta la dureza del autor con el personaje van a
detenerse.
Digo dureza y digo bien, porque, en esto como en todo,
Víctor Rarnírez no es personalidad de medias tintas, antes al contrario, es
hombre de compromiso con su verdad, que resulta ser, como creo que también he
dicho en otra ocasión, la verdad de muchos, entre los que me cuento en la
mayoría de las ocasiones. Y digo mayoría y no todas porque Víctor tiene una
visión desmitificada y desmitificadora de esas capas populares canarias de las
que procede, pudiéndose pensar a priori que sería todo lo contrario. En eso se
diferencia claramente de otros independentistas no como él, sino furibundos que
todo lo miran desde la óptica de la colonia, el colonizado y el colonizador en
un marco aparentemente estrecho; pero que no lo es tanto, como algunos,
equívocamente -equívoca y probablemente maliciosa o malvadamente- creen.
Víctor, digo, es desmítificador, casi escarnecedor, zahiere a
sus propios vecinos y paisanos, normalmente porque le duele la cobardía atávica
del pueblo canario (no olvidemos que el título de uno de sus libros es
precisamente "Cuentos cobardes"), que le
incapacita para acometer nuevas etapas históricas y que incluso hasta le hace
merecedor de la humillación frecuente, casi dijéramos sistemática, de que es
objeto. De manera que quienes se acercan al novelista Víctor Ramírez, sin
conocer su pensamiento cotidiano, ese que va dejando caer, ahora casi
diariamente en artículos periodísticos, podrían pensar que van a encontrarse
con la novela épica o el sentir épico que encontramos, por ejemplo, en
Secundino Delgado.
Pero es justamente esa visión desmitificadora la que le hace
calar muy profundamente en lo que solemos llamar el alma del pueblo, su
realidad más real, por decirlo en términos muy coloquiales y facilones. Porque,
efectivamente, existen esos personajes, están ahí, en esos riscos, en esos
barrios y en esos pueblos isleños a poco que nos adentremos en ellos. Y se dan,
existen, muchas de las situaciones que Víctor cuenta en esta novela.
Dos ejemplos recientes nos ilustran sobre ello, ejemplos
recogidos de la crónica periodística. Uno de ellos, el de un barrio de Las
Palmas, el de Piletas en Tamaraceite, cuya asociación de vecinos se negó a dar
cabida al velatorio de uno de sus socios fundadores, un individuo, al menos
aparentemente, benefactor del barrio desde su humildad: el ranchero o
distribuidor de aguas de una finca, que incluso hasta «desvió» caudales de agua
para que algunos vecinos se hicieran sus casitas o tuvieran sus necesidades
cubiertas, y al que luego, a la hora de su muerte, le niegan el local social, o
pretenden cobrarle a la familia del fallecido 35.000 pesetas por la prestación
de ese servicio en el referido local. ¡Vaya usted a saber qué historias
subterráneas, qué historias humanisimas, están detrás de la que aparece en la
crónica periodística, magníficamente narrada, por cierto, por Jorge Alberto
Liria, un joven valor periodístico.
La otra anécdota a que me refiero viene al hilo de una de las
escenas más jocosas de "Nos dejaron el muerto", aquella en que uno de los vecinos del portón, 'El
Escondido', un antiguo «rojo» que permanecía escondido en una habitación
por temor a las represaias -represalias que sufrieron hermanos y el padre del Escondido
de la mano de don Lucio Falcón, el muerto- se introduce furtivamente en la
madrugada en la habitación donde está el cadáver y le echa encima la gran
cagada, "una cagada apestosa a perro podrido de estómago mal
alimentado", como muy gráficamente escribió Víctor Ramírez...
Pues bien, algo ocurrido recientemente y vivido por mí se
asemeja a esta «ficción»: fue en una conferencia de un importante personaje
político canario, pronunciada en un local mal acondicionado, por cuyo techo
discurrían las tuberías de desagüe de las aguas sucias de las habitaciones o
viviendas altas del edificio. ¡Cómo decirles que míentras el tal personaje
pronunciaba su solemne conferencia, en medio del sacrosanto silencio del gran
público asistente, se oyó por dos veces, dos veces -digo bien-, el tirar de la
cadena del retrete de una de las viviendas o instalaciones de la parte alta.
Alguien, no tan metafóricamente, se cagó dos veces en la palabra que debajo
estaba pronunciando ese personaje al que estoy aludiendo...
La «ficción», por tanto, de la novelística de Víctor Ramírez no
es tal, o, como también decimos, la realidad supera a la ficción: nuestro
pueblo es también mezquino, vengativo, adulón, nuestro pueblo está constituido
por personas de carne y hueso, por gentes que tienen todas esas pequeñas
miserias existentes en todo ser humano y en todo colectivo, y Víctor Ramírez,
un independentista radical -radical en tanto en cuanto lo que busca es la
independencia inmediata de Canarias, no en tanto que impacífico ni tierno ni humanísimo
ni admirador de los valores humanos que se albergan en cualquier ser, así sea
español como yanqui o bielorruso... -no sólo, digo, no las ignora, sino que las
convierte en elementos constitutivamente esenciales de su narrativa y que en «Nos dejaron el muerto» tiene acaso, y sin acaso, su expresión más depurada.
Y es que, en el fondo -y también en su trabajo cotidiano, o
acaso por ello mismo- Víctor Ramírez es un maestro moralista, pero no un
moralista pacato y de sahumerio fácil (a los que aborrece, y repásese el texto
de "Nos dejaron
el muerto"), sino ejemplarizante desde el
escarneceo o escarmenadura con que se distingue en su narrativa. Aquí nadie debe llamarse a engaño: una cosa
es el pensamiento político y sus postulados, y otra la ficción narradora, en la
que Víctor se encuentra como pez en el agua, feliz a su manera, plenamente
realizado a su manera, quiero decir, perfectamente integrado en ese pueblo al
que zahiere y escarnece.
Porque, de no ser así, Víctor no podría escribir como escribe ni
podría ser como es, incluso hasta tremendamente tierno con sus propios
personajes, y los personajes, ya se sabe, son criaturas que el escritor termina
queriendo como se quiere a un hijo, con sus virtudes y sus defectos. Hay un
ejemplo claro que me viene a la mente: la viuda de don Lucio Falcón, una pobre
mujer peninsular que ha sufrido las tollinas, jaladas y palizas muchas del
energúmeno de su marido, pero que es buena hasta que acaba haciéndose una echada
para alante de alguna manera una vez que hereda los dineros que don Lucio
dejó en el banco, que, al parecer, no fueron pocos, pese a lo cual vivía en un
misérrimo portón.
Volvamos al principio y terminemos. Esta es la tercera edición
de "Nos dejaron
el muerto". Yo me alegro sinceramente de que
así sea porque ello quiere decir que, no ya solamente por las ideas que la
alimentan y yacen en ella, sino porque la literatura canaria, como en otros
tiempos con otros autores y con otros textos, se muestra con un texto hermoso,
cálido, logrado, representativo, expresivo de las esencias de nuestro pueblo y
de nuestra íntima manera de ser, un texto de madurez, un texto, en suma, que
demuestra que la literatura canaria, hoy por hoy, no es una más de las
literaturas en lengua española, sino, permítanme la ligera vanidad, el legítimo
orgullo de paisanaje, una de las mejores, al menos de las más vivas, de las más
identificadas, de las más plenas en cuanto acierto expresivo, en cuanto, en
suma, acierto narrativo, en cuanto gran novela.
Diario Las
Palmas 28-1-1994
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