LOS PERIODISTAS Y SUS
MISERIAS
JUAN CARLOS ESCUDIER
Con
su comunicado-denuncia sobre el acoso y las presiones que Podemos y sus huestes
habrían ejercido contra periodistas -cuyo número e identidad se ignora- la
Asociación de la Prensa de Madrid (APM) ha conseguido dos cosas: hacer el
ridículo y que se hable mucho del oficio, especialmente de sus miserias, y esto
no se sabe si es bueno o malo, según se mire. Como en el garito de Casablanca,
muchos colegas han venido a escandalizarse ahora porque aquí se presiona, se
juega, se bebe y hasta se fumaba en tiempos, y hasta han revelado en primera
persona que se manipula, que hay mucho mezquino que se vende por un plato de
lentejas, que hay comisarios políticos en las redacciones y que los accionistas
y los anunciantes censuran. La mayoría de los artículos, muy sentidos todos
ellos, han ensalzado estos días a esos profesionales de la pluma o la alcachofa
que, pese al cúmulo de adversidades, se entregan ciegamente a su sacerdocio con
el único objetivo de hacer efectivo en sus carnes el derecho a la información
de los ciudadanos. Sabido es que hay mentiras, grandes mentiras y lindas
mentiras.
Antes
de hablar de los periodistas no está de más referirse a la APM, una asociación
cuya mayor contribución a la humanidad ha sido facilitar la maternidad de sus
afiliadas o la de las parejas de sus afiliados, ya que su mayor activo siempre
fueron los ginecólogos de su seguro médico. Ahora, eliminado el privilegio y
devueltos todos por mansos al corral de la Seguridad Social, este aborto de
colegio profesional cumple una única función: engrandecer las tarjetas de
visita de quien lo preside, cargo que recayó a finales de 2015 en la voz en off
de la Transición. Estar al frente de ese tinglado viste mucho, confiere
autoridad y da acceso a tertulias en radio o televisión, que es la paga extra
cuando no el salario base de muchos profesionales.
Sobre
los periodistas suele haber mucha literatura, especialmente de ciencia-ficción,
quizás por las teleseries y las producciones de Hollywood. Lo mismo pasa con la
libertad de expresión. Por regla general, es un privilegio de las empresas y en
el caso de que diera la impresión de que ésta es ejercida por individuos
concretos, más conocidos como apóstoles o santones, es porque esas mismas personas
han abandonado el proceloso mundo del trabajo asalariado para convertirse ellos
mismos en empresas. No es necesario citar nombres que son sobradamente
conocidos ni su juego de ser héroes o mártires según les vaya la fiesta.
El
resto, la inmensa mayoría, son/somos meros instrumentos, hoy día mal pagados.
De ahí que sea gracioso escuchar o leer proclamas que exigen que los
propietarios de los medios permitan a su mano de obra ejercer al margen de sus
propios intereses, que viene a ser lo mismo que pedir a los fabricantes de
clavos que concedan a su plantilla la facultad de hacer martillos.
Es
otro lugar común arremeter contra las multinacionales, los anunciantes, a los
que se acusa de comprar silencios con sus campañas, algo que en determinados
casos es radicalmente cierto. Se oculta, en cambio, que sin esas compañías
sería imposible este invento de la libertad de expresión, por la sencilla razón
de que son quienes pagan los sueldos de esos amordazados periodistas.
Nuevamente hay excepciones, pero es habitual que ese público sediento de
información y de exclusivas prefiera tomarse una caña antes que pagar por una
noticia, algo, por otra parte, muy respetable sobre todo en verano.
Por
explicarlo gráficamente, El Corte Inglés no se gasta un pastizal en anuncios
para que sus receptores le pongan a caldo, aunque esos fondos deberían servir
para conocer los secretos inconfesables de Ferrovial, pongamos por caso, antes
de que cantara Millet. Y a la inversa. Una empresa periodística tiene
hipotecas, y la única manera de salvarlas es diversificando su nómina de
anunciantes, de manera que la coacción de alguno no te obligue a echar el
cierre. Eso sería lo ideal si, realmente, existieran empresas dedicadas única y
exclusivamente al negocio de la información, aunque eso fue antes de que los
grandes medios pusieran el oficio en almoneda y alquilaran la verdad o su
sucedáneo al mejor postor. De la nueva hornada de medios digitales cabe esperar
que no repitan los errores de sus ancestros, aunque los deseos tienden por norma
a no cumplirse.
Tal
vez todo iría mejor si los periodistas fueran un bien escaso, pero es que en
estos momentos cualquiera pasa por periodista, incluido mi admirado Monedero y
sus filípicas. Un jardinero con blog es un periodista, y un usuario del Metro,
también. Ya no hay turistas sino fotoperiodistas. La inflación de colegas es
alarmante, lo cual viene estupendamente a los gerentes, que se ahorran un
dineral porque los recién llegados se creen pagados con la satisfacción de su
vanidad, pese a que no sea ésta una moneda aceptada en los híper de su barrio.
El
intrusismo sería llevadero si los vocacionales supieran manejar con soltura eso
del sujeto, verbo y predicado, al menos en lo que a la prensa escrita se
refiere. No es el caso. Y que comprendieran que las noticias suelen estar en
los bares, como bien apuntaba Manuel Sánchez -que debería empezar a cobrar
derechos de autor porque está citadísimo- y no llegan ni por teletipo ni se
generan por esporas en Menéame. Y que asumieran que un periodista no es
funcionario a turnos, sino un buscavidas sin horario. Es por todo esto que la
batalla está perdida salvo para los últimos de Filipinas, que también.
Para
estos periodistas de piel tan fina, que se lamentan mucho por los trolls de las
redes sociales que les empujan al fango y por llamadas “amenazantes” de quienes
creían sus fuentes sólo cabe un consejo. Su prestigio, si es que tienen alguno,
no les viene por el número de seguidores en Twitter, y es mentalmente muy
higiénico abstraerse de los ciberinsultos y muy especialmente de las
cibermamadas. Los periodistas no están para hacer amigos sino justamente para
lo contrario, ya sean éstos de Podemos, del PP, del PSOE o del Ibex, que es ese
señor que nada en cualquier sopa.
Alguna
vez se ha citado aquí esa reflexión de Bertrand Rusell sobre la prostitución
periodística: “No puedo condenar a los que se dedican a este tipo de trabajos,
porque morirse de hambre es una alternativa demasiado dura, pero creo que si
uno tiene posibilidades de hacer un trabajo que satisfaga sus impulsos
constructivos sin pasar demasiada hambre, hará bien, desde el punto de vista de
la felicidad, en elegir este trabajo antes que otro mucho mejor pagado pero que
no le parezca digno de hacerse. Sin respeto de uno mismo, la felicidad es prácticamente
imposible. Y el hombre que se avergüenza de su trabajo difícilmente podrá
respetarse a sí mismo”.
Lo
de Rusell es tan bello como falso. No hay salidas y los niños atan mucho. Por
eso siempre habrá que elegir entre el sometimiento y el hambre. No puede ser
verdad que el derecho a la información de la sociedad haya sido confiada a
mileuristas, y si lo ha sido que se atenga a las consecuencias. Cuanto antes
aprendamos que no somos paladines de nada sino obreros especializados –y no
todos- empezará a irnos mejor. Como bien decía un gran cínico, tertuliano
venido a menos, y cuyo nombre no cito para que no me insulten en Twitter, peor
sería trabajar.
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