sábado, 11 de marzo de 2017

LOS PERIODISTAS Y SUS MISERIAS



LOS PERIODISTAS Y SUS
 MISERIAS
JUAN CARLOS ESCUDIER
Con su comunicado-denuncia sobre el acoso y las presiones que Podemos y sus huestes habrían ejercido contra periodistas -cuyo número e identidad se ignora- la Asociación de la Prensa de Madrid (APM) ha conseguido dos cosas: hacer el ridículo y que se hable mucho del oficio, especialmente de sus miserias, y esto no se sabe si es bueno o malo, según se mire. Como en el garito de Casablanca, muchos colegas han venido a escandalizarse ahora porque aquí se presiona, se juega, se bebe y hasta se fumaba en tiempos, y hasta han revelado en primera persona que se manipula, que hay mucho mezquino que se vende por un plato de lentejas, que hay comisarios políticos en las redacciones y que los accionistas y los anunciantes censuran. La mayoría de los artículos, muy sentidos todos ellos, han ensalzado estos días a esos profesionales de la pluma o la alcachofa que, pese al cúmulo de adversidades, se entregan ciegamente a su sacerdocio con el único objetivo de hacer efectivo en sus carnes el derecho a la información de los ciudadanos. Sabido es que hay mentiras, grandes mentiras y lindas mentiras.

Antes de hablar de los periodistas no está de más referirse a la APM, una asociación cuya mayor contribución a la humanidad ha sido facilitar la maternidad de sus afiliadas o la de las parejas de sus afiliados, ya que su mayor activo siempre fueron los ginecólogos de su seguro médico. Ahora, eliminado el privilegio y devueltos todos por mansos al corral de la Seguridad Social, este aborto de colegio profesional cumple una única función: engrandecer las tarjetas de visita de quien lo preside, cargo que recayó a finales de 2015 en la voz en off de la Transición. Estar al frente de ese tinglado viste mucho, confiere autoridad y da acceso a tertulias en radio o televisión, que es la paga extra cuando no el salario base de muchos profesionales.

Sobre los periodistas suele haber mucha literatura, especialmente de ciencia-ficción, quizás por las teleseries y las producciones de Hollywood. Lo mismo pasa con la libertad de expresión. Por regla general, es un privilegio de las empresas y en el caso de que diera la impresión de que ésta es ejercida por individuos concretos, más conocidos como apóstoles o santones, es porque esas mismas personas han abandonado el proceloso mundo del trabajo asalariado para convertirse ellos mismos en empresas. No es necesario citar nombres que son sobradamente conocidos ni su juego de ser héroes o mártires según les vaya la fiesta.

El resto, la inmensa mayoría, son/somos meros instrumentos, hoy día mal pagados. De ahí que sea gracioso escuchar o leer proclamas que exigen que los propietarios de los medios permitan a su mano de obra ejercer al margen de sus propios intereses, que viene a ser lo mismo que pedir a los fabricantes de clavos que concedan a su plantilla la facultad de hacer martillos.

Es otro lugar común arremeter contra las multinacionales, los anunciantes, a los que se acusa de comprar silencios con sus campañas, algo que en determinados casos es radicalmente cierto. Se oculta, en cambio, que sin esas compañías sería imposible este invento de la libertad de expresión, por la sencilla razón de que son quienes pagan los sueldos de esos amordazados periodistas. Nuevamente hay excepciones, pero es habitual que ese público sediento de información y de exclusivas prefiera tomarse una caña antes que pagar por una noticia, algo, por otra parte, muy respetable sobre todo en verano.

Por explicarlo gráficamente, El Corte Inglés no se gasta un pastizal en anuncios para que sus receptores le pongan a caldo, aunque esos fondos deberían servir para conocer los secretos inconfesables de Ferrovial, pongamos por caso, antes de que cantara Millet. Y a la inversa. Una empresa periodística tiene hipotecas, y la única manera de salvarlas es diversificando su nómina de anunciantes, de manera que la coacción de alguno no te obligue a echar el cierre. Eso sería lo ideal si, realmente, existieran empresas dedicadas única y exclusivamente al negocio de la información, aunque eso fue antes de que los grandes medios pusieran el oficio en almoneda y alquilaran la verdad o su sucedáneo al mejor postor. De la nueva hornada de medios digitales cabe esperar que no repitan los errores de sus ancestros, aunque los deseos tienden por norma a no cumplirse.

Tal vez todo iría mejor si los periodistas fueran un bien escaso, pero es que en estos momentos cualquiera pasa por periodista, incluido mi admirado Monedero y sus filípicas. Un jardinero con blog es un periodista, y un usuario del Metro, también. Ya no hay turistas sino fotoperiodistas. La inflación de colegas es alarmante, lo cual viene estupendamente a los gerentes, que se ahorran un dineral porque los recién llegados se creen pagados con la satisfacción de su vanidad, pese a que no sea ésta una moneda aceptada en los híper de su barrio.

El intrusismo sería llevadero si los vocacionales supieran manejar con soltura eso del sujeto, verbo y predicado, al menos en lo que a la prensa escrita se refiere. No es el caso. Y que comprendieran que las noticias suelen estar en los bares, como bien apuntaba Manuel Sánchez -que debería empezar a cobrar derechos de autor porque está citadísimo- y no llegan ni por teletipo ni se generan por esporas en Menéame. Y que asumieran que un periodista no es funcionario a turnos, sino un buscavidas sin horario. Es por todo esto que la batalla está perdida salvo para los últimos de Filipinas, que también.

Para estos periodistas de piel tan fina, que se lamentan mucho por los trolls de las redes sociales que les empujan al fango y por llamadas “amenazantes” de quienes creían sus fuentes sólo cabe un consejo. Su prestigio, si es que tienen alguno, no les viene por el número de seguidores en Twitter, y es mentalmente muy higiénico abstraerse de los ciberinsultos y muy especialmente de las cibermamadas. Los periodistas no están para hacer amigos sino justamente para lo contrario, ya sean éstos de Podemos, del PP, del PSOE o del Ibex, que es ese señor que nada en cualquier sopa.

Alguna vez se ha citado aquí esa reflexión de Bertrand Rusell sobre la prostitución periodística: “No puedo condenar a los que se dedican a este tipo de trabajos, porque morirse de hambre es una alternativa demasiado dura, pero creo que si uno tiene posibilidades de hacer un trabajo que satisfaga sus impulsos constructivos sin pasar demasiada hambre, hará bien, desde el punto de vista de la felicidad, en elegir este trabajo antes que otro mucho mejor pagado pero que no le parezca digno de hacerse. Sin respeto de uno mismo, la felicidad es prácticamente imposible. Y el hombre que se avergüenza de su trabajo difícilmente podrá respetarse a sí mismo”.

Lo de Rusell es tan bello como falso. No hay salidas y los niños atan mucho. Por eso siempre habrá que elegir entre el sometimiento y el hambre. No puede ser verdad que el derecho a la información de la sociedad haya sido confiada a mileuristas, y si lo ha sido que se atenga a las consecuencias. Cuanto antes aprendamos que no somos paladines de nada sino obreros especializados –y no todos- empezará a irnos mejor. Como bien decía un gran cínico, tertuliano venido a menos, y cuyo nombre no cito para que no me insulten en Twitter, peor sería trabajar.

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