DESDE EL MERIDIANO CERO… HACIA EL PUTO MUNDO (I)
EL HIERRO: LEYENDAS, MITOLOGÍA Y POBREZA
Ánghel Morales García
No hay nada peor para un autor, por lo menos para mí, que tener que escribir sobre uno mismo, fastidia tener que contar batallitas, que van desde el día que uno nació hasta cuando uno está casi a punto para salir de este mundo y entrar en otros parámetros o dedicarse a abonar malvas, y juro que debía haber toma ese tren hace algún tiempo, pero algunas tonterías sin importancia me retienen por este maldito mundo, viendo, entre otra cosas, cómo otros parten antes que yo, para esperarme sentaditos al otro lado del tiempo jugando una penosa partida de ajedrez con la nada. Pero bueno, aceptamos el reto que nos impone la revista LUNULA y el periódico digital El Guanche, para intentar entretenerles un poco, si lo consigo será maravilloso, pero conocerme a mí ya es otra historia, porque aunque ustedes no lo crean he vivido conmigo todos los días de mi vida y aún no me conozco.
Nací o me parieron, un 10 de Julio de 1952, en la mítica isla de El Hierro, último punto conocido de la civilización, hasta que el cabronazo de Colón decidió joderle la vida a una serie de seres humanos que vivían en un continente que pasaron a llamar América. Pues sí, en el Golfo de Guinea nací yo, a mis espaldas el poderoso Risco de Tibataje y escoltado por La Punta Arelmo, con sus portentosos Roques de Salmor, donde habitaron durante mucho tiempo los lagartos que llevaron su nombre y que los científicos denominaron Lasserta Simoni y que hoy sobreviven en la Fuga de Gorreta, después de que unos alemanes intentaran exterminarlos, cual judíos, intentando sacar de la isla la única pareja que habían dejado viva. Al otro lado la Punta de Orchilla, por la que pasó durante mucho tiempo el Meridiano Cero y donde aún reza una placa con la leyenda de Nom Plus Ultra, no hay nada más allá. El Meridiano se lo llevaron los ingleses por la cara, con el consentimiento de España, que no supo nunca defender este Patrimonio. Cuenta la historia que, ante tremendo disparate, el farero se volvió loco y aún después de muerto su alma vaga clamando justicia. Los países del Este mantuvieron este referente geográfico hasta que se desintegró la Unión Soviética, cayó el Muro de Berlín y todos comenzamos a ser más desgraciados, los jodidos comunistas habían desaparecido, ahora teníamos que buscar nuevos enemigos y los encontramos en los moros, por lo que iniciamos nuevas Cruzadas contra los infieles.
Pues en esta isla de leyendas, mitos y mucha pobreza, que los bimbaches, originarios pobladores denominaron Hero o Esero, unos nativos que fueron doblegados con el engaño y la mentira, pero cuya sangre sigue circulando en las venas de los actuales herreños.
Mis padres, Isidoro y Micaela, gente humilde y trabajadora, tenían que echarle imaginación para sacarle el sustento a la tierra y al mar. Me pusieron por nombre Ángel, en memoria de un tío muerto en esa guerra sin sentido, en la que el Enano Diabólico Gallego metió a todos los españoles y a la gente de sus colonias. La idea del nombre fue de mis abuelos maternos, pero jamás lo pronunciaron para llamarme, por lo que mi denominación de origen fue bastante complicada, al final la que más se impuso fue la de Angelín, que junto a la de Diablo o Demonio fueron las más usadas, especialmente por mi abuela materna.
Como dije, me crié entre leyendas y pobreza, como la de El Garoé, el árbol que manaba agua y que fue la salvación del pueblo bimbache durante siglos. A sus pies, las albercas que recogían el agua y la guardaban para la época de sequía. Cuentan que cuando los invasores españoles estaban a punto de morir de sed y abandonar la conquista de la isla, fue la princesa Guarasoca la que traicionando a su pueblo, indicó el lugar del Árbol Santo y esto permitió a los españoles reorganizar sus tropas y terminar la conquista de la isla. Este árbol que fue destruido varias veces a lo largo de los siglos, pero también sustituido por otro, pues bien, el actual fue plantado en 1941, por mi abuelo Víctor García y mi tío Juan García, que fue el encargado de regarlo y mantenerlo hasta su frondosidad actual. Decir que el lugar, acotado por las autoridades herreñas, es el más visitado por los turistas, pagando su canon. Jamás se ha reconocido el mérito de mi abuelo y especialmente el de mi tío Juan, sin cuyo trabajo El Hierro no tendría el actual Garoé. En los catálogos y en los libros aparece que unos pastores plantaron el actual árbol, pero se omite sus nombres, que quiero dejar plasmado en este texto: Víctor y Juan García.
Miles de leyendas se guardan en cada rincón de mi tierra: La Piedra del Regidor, una enorme roca de laja viva y ubicada en una zona volcánica, sin que nadie sepa cómo llegó hasta allí. El salto que dio Ferinto, uno de los patriotas bimbaches para escapar de los invasores, lo he medido muchas veces y sería de record del mundo de salto de longitud. Los Juaclos de la Jarra, donde existe un enorme Tagoror aborigen y que mi abuelo conocía como la Finca de los Palacios, por ser el refugio del Mencey Armiche en épocas de invierno, todavía están los juaclos adornados por las pintaderas de los antepasados isleños. Cómo no hablar de la mítica isla de San Borondón, que decían se solía ver al lado de La Palma, como si fuera un espejo que la reflejara.
Daría para mucho seguir hablando de El Hierro, sus leyendas, sus mitos y sus sueños. Mi padre emigró a Venezuela, como tantos otros canarios, a buscar fortuna, con el sueño de volver y reorganizar su vida, y la verdad que él no regresó nunca, falleció cuando yo apenas tenía 21 años y me encontraba en el continente Africano.
Los maestros y los curas intentaban organizarte la vida, preparándote para ser un jodido fascista de mierda. Dentro de lo malo yo tuve mucha suerte, un tal don Antonio, gallego y anarquista, fue mi primer maestro a los cuatro años, lo criticaban en la isla porque no nos hacía cantar a los chicos los himnos del régimen, ni rezar con la beatería que lo hacían las chicas. Pero qué coño, él estaba desterrado en la isla por sus ideas y dentro de lo que cabe estropeó lo menos posible nuestras jóvenes mentes, por eso sentimos que se fuera, porque después nos cayó don Víctor, un tipo cercano al Opus, pero su falta de carácter nos salvó y nos permitía ciertos liberalismos. Ambos, para mí, fueron excelentes maestros y aprendí una formación básica magnífica, que me sirvió para el futuro. El último, don Manuel, nativo de la isla, me acompañó en el ultimo curso y se preocupó más de formarme de cara a lo que iban a ser mis estudios en Tenerife.
Como niño pobre tenía que buscarme la vida y tuve varias maneras, como la de ser el recadero del pueblo y bajar y subir el Risco Tibataje por una perra chica, para llevar una carta o cualquier otra cosa que a mis convecinos se les ocurriera. Hoy cuando miro desde el Mirador de la Peña, me tiemblan los pies de sólo pensar en bajar o subir este precipicio. Una vez, con apenas ocho años, me comenzaron a patinar los pies, por uno de esos peligrosos atajos, y me agarré del tronco de un brezo y aún hoy día no me explico cómo salí de allí. Pero me despierto muchas noches agarrado del brezo en una tenebrosa pesadilla.
Mi abuelo Víctor tenía más de 300 ovejas y muchas noches pasé con él cuidándolas y acompañándolo, pasando mucho frío en la Meseta de Nitdafe o en las zonas comunales de la Dehesa. Mi abuelo era un hombre sabio y gozaba del respeto de la isla entera, con él aprendí a amar la poesía, me despertó el ingenio y marcó las pautas de lo que iba a ser mi vida futura; en muchos libros he querido dejar reflejado todo lo que de él aprendí, aunque mucho menos de lo que él sabía. Su capacidad para componer versos, con una métrica casi perfecta, sobre todo teniendo en cuenta que no era un hombre con estudios. Su ingenio a la hora de crear adivinanzas, algunas yo denominé eróticas, por ese doble sentido que les daba. El arte de predecir el tiempo, con esa serie de referencias que ellos denominaban cabañuelas o el conocimiento de las plantas, para ser utilizadas de forma medicinal, eran algunas pequeñas cosas, de las muchas que sabía. Todavía hoy en día, mi tío Juan García, con 96 años, recibe muchas visitas en su casa, que como si fuera un fisioterapeuta devuelve los huesos y los músculos a su sitio, incluso licenciados en medicina frecuentan su domicilio en busca de ayuda. Algunos me reprochan que yo crea en estas cosas, pero es algo que he visto, que veo y que sé que funcionan. Durante décadas en El Hierro había un solo médico para toda la isla. Yo conocí a don Panchito, que montado en su burro recorría la isla entera para ver a sus pacientes. Más tarde fue don José, quien murió a manos de un guardia civil, dicen que celoso, que lo mató en la Villa de Valverde. Durante meses la isla estuvo sin médico, y si no fuera por personas como mi abuelo y mi tío, muchos lo hubieran pasado mal. Gracias a la madre naturaleza.
Otros medios para ganarme la vida fue el cantar canciones picantes en la parada de la guagua todas las mañanas, algunas que les oía a mi abuelo y otras que dicen me inventaba. Don Cándido Magdalena Cruz, chofer de la guagua del norte y a la postre alcalde de Valverde, me llevaba cuando no había clase para que cantara en el trayecto o en las paradas y me sacara unas perritas.
Por las noches, mientras los mayores hacían labores de preparado de productos para la siembra, me sentaban en lo alto de una barrica y desde allí les iba desgranando cada noche los interminables capítulos del Conde de Monte Cristo o Genoveva de Bravante. Como tenía buena memoria, siempre me cogían para monaguillo, con las pesadas misas en latín o para alguna obrita de teatro, como el Ramayana de Valmiki o el Ángel y el Caminante. En esta última recuerdo que invitaba a comer al otro protagonista. La obra se representaba dentro de la iglesia y el pobre chico con el hambre que tenía, tragó tan deprisa que se quedó ahogado. Comencé a darle golpes en la espalda y terminó siendo lo más gracioso de la obra, aunque a don Antonio el cura no le hizo mucha gracia y me castigó un mes sin entrar en la iglesia, creo que ese fue el principio de mi ateísmo, y ahora ese castigo me lo impongo yo mismo.
La Lucha Canaria fue otra de mis grandes pasiones y como siempre encausada a la búsqueda de unas monedas. Con apenas cincuenta y poco kilos me convertí en un gran estilista, nunca nadie de mi peso me ganó en competición, ni en la isla ni fuera de ella, y llegué a derribar contrarios que me superaban en más de 20 y más de 30 kilos, pero claro, cuando llegaban los puntales me sacudían cada talegazo que me dejaban sin aire, y aguanté hasta donde pude, y después decidí practicar otros deportes menos complicados.
En una isla pequeña de seis mil habitantes y en pleno franquismo estaba todo controlado o casi, los rojos eran puteados o marginados y todos los señalaban con el dedo, pero eran los más listos y los que más cosas tenían que contar, por eso yo siempre estuve cerca de ellos, aunque siempre con la prevención de que tuviera cuidado por parte de los míos. Don Juan el Latonero, que decían que era masón, hombre servicial y dispuesto a ayudar siempre. Dicen que cuando el cura fue a confesarlo, lo invitó a pasar y le dijo algo así: “Si me trae a alguien de esta isla a quien yo le haya hecho algún daño, me confieso y le pido perdón”. El cura metió el rabo entre piernas y se fue, pero don Juan inauguró el cementerio de Guarasoca, aunque en el huerto de al lado, ese que tenían todos los cementerios para enterrar a los rojos y los paganos. El tío Cirilo Morales tuvo el honor de inaugurar el cementerio de Erese, aunque a este ni intentaron confesarlo, pero había estado preso en Tenerife por comunista y se había escapado de la furgoneta cuando lo iban a fusilar, era por lo tanto un “puto rojo” y al huerto de los malos. El tío Anastasio, que vivía en la casa de al lado de la nuestra, también fue enterrado en el huerto del cementerio de Valverde. Al cura que lo fue a confesar lo recibió al grito de ¡Fuera, Cuervo! ¡Fuera, Cuervo! De nada sirvieron las suplicas de su hija María… ¡Al Huerto!
Mis primeros tropiezos con el régimen, la censura y la madre que los parió, también fue en El Hierro. Había por allí un italiano, dicen que anarquista, que nadie sabe cómo llegó allí, y vivía en el Valle del Golfo, de Guinea diría yo, y tenía una vietnamita y solía hacer algún panfleto extraño. Pues bien, cuando Fraga Iribarne era ministro de Información y Turismo e iba a visitar El Hierro, el señor Bruno, que así se llamaba el italiano, me dijo que hiciera unas “cuartetas” con los problemas y las necesidades de la isla, y yo así lo hice. El hombre imprimió los textos y los repartió por todos los rincones de la isla, y resultado final: a él lo desterraron y a mí me querían traer al reformatorio a Tenerife, pero al final intervino el cura y me salvó la vida evitando que tan horrible castigo se llevara a cabo. No obstante, parecía que había nacido para ser carne de algún centro de acogida o de encausador de las ideas de los que controlaban nuestros cuerpos y nuestras mentes, y por cosas del destino y por una dichosa beca, vine a terminar en un colegio de curas… ¡Aleluya!
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