KISSINGER EN INDOCHINA
DAVID
TORRES
El entonces asesor de seguridad nacional Henry Kissinger con el
presidente estadounidense Richard Nixon en el Air Force One durante su viaje a
China el 20 de febrero de 1972. REUTERS/Biblioteca Presidencial Richard Nixon
Que Henry Kissinger, uno de los mayores genocidas del pasado siglo, haya muerto tranquilamente en su cama a los cien años de edad es un símbolo perfecto de la ceguera selectiva de la justicia y de la absoluta impunidad de la política exterior estadounidense durante el pasado siglo. La cantidad y calidad de los crímenes de Kissinger incluye la orquestación de sanguinarios golpes de estado en varios continentes y la responsabilidad en bombardeos masivos contra población indefensa, por no hablar de multitud de asesinatos de periodistas y políticos en cualquier parte del globo terráqueo. Chile, Bangladesh, Chipre y Timor Oriental fueron algunos de los lugares donde este carnicero de jeta porcina y ojos tristes dejó marcadas para siempre las huellas de sus matanzas. Con todo, quizá las peores y las menos comentadas tuvieron lugar durante su etapa de consejero de Seguridad Nacional y sus primeros años como Secretario de Estado junto al presidente Nixon.
En 1973, en un
lamentable despropósito del que jamás se recobrará, el comité noruego decidió
concederle a Henry Kissinger el Premio Nobel de la Paz junto al vietnamita Le
Duc Tho por el alto al fuego y la retirada de las tropas estadounidenses de
Vietnam. En realidad, aquel acuerdo pudo firmarse cuatro años antes, en otoño
de 1968, pero Nixon y Kissinger sabotearon las negociaciones de paz en París
después de convencer a las autoridades militares de Vietnam del sur de que
podían conseguir mejores condiciones en el caso de que los republicanos
llegaran a la Casa Blanca. Esta demora significó la ascensión al poder de la
pareja de criminales de guerra más sigilosos del siglo XX y se saldó con la
muerte de unos veinte mil soldados estadounidenses más un incontable número de
víctimas civiles en Vietnam, Laos y Camboya.
En enero de 1971,
el general Teldford Taylor, que fue fiscal principal en el proceso de
Nuremberg, llegó a afirmar que si se aplicaran las mismas reglas que regían en
Nuremberg con los estadistas y jefes militares nazis y en Manila con los
japoneses, los responsables estadounidenses de las masacres en Vietnam deberían
acabar en la horca. Un ejemplo sumario de esas atrocidades fue la Operación
Speedy Express, en la que, desde diciembre de 1968 a mayor de 1969, la Novena
División de Infantería, apoyada por helicópteros y bombarderos B-52, inició una
ofensiva en Kien Hoa para despejar la zona de guerrilleros en la que murieron
alrededor de cincuenta mil civiles. "Nuestro negocio es la muerte y el
negocio va bien" rezaba el lema pintado en uno de los helicópteros. Al
final, los mandos reconocieron que aunque habían exterminado casi once mil
enemigos sólo habían capturado 748 armas. En comparación, quedaba pequeña la tristemente
célebre matanza de My Lai.
Sin embargo,
Kissinger fue aun más allá al proponer la ampliación de los bombardeos aéreos
en Laos y Camboya con el fin de cortar las líneas de suministro al Vietcong.
Con los macabros nombres en clave de "Desayuno", "Almuerzo",
"Refrigerio", "Cena" y "Postre", los miles de
ataques indiscriminados de los B-52, entre marzo de 1969 y mayo de 1970,
causaron la muerte de más de 350.000 civiles indefensos en Laos y más de
600.000 en Camboya. Se emplearon además defoliantes químicos tóxicos que
provocaron una crisis sanitaria sin precedentes que perdura hoy en día.
Todos esos muertos,
sin contar mutilados y heridos, familias destruidas, zonas devastadas y
millones de refugiados, no sirvieron más que para incrementar la vergüenza de
la participación estadounidense en la guerra de Vietnam. Los únicos
beneficiados fueron los fabricantes de armas y los tenebrosos gerifaltes de la
corporación Rand, a la que pertenecía Henry Kissinger. "Un
portaaviones" dijo una vez, "son cien mil toneladas de
diplomacia". Se hacía llamar a sí mismo "Doctor", aunque en su
espléndido libro Juicio a Kissinger, Christopher Hitchens se pregunta con qué
derecho. Lo más apropiado habría sido llamarlo "Doctor Muerte".
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