MILEI: CON EL MANUAL DE LA EXTREMA DERECHA
EN EL MUNDO DE LA
POLICRISIS
CLAUDIA
CINATTI
A juzgar por la primera semana de gestión, el gobierno de Javier Milei parece un museo de novedades menemistas: combo ortodoxo de ajustazo, “estanflación” y promesa de represión en el plano interno. Alineamiento automático con Estados Unidos en la política exterior (una especie de vuelta a las “relaciones carnales”) principalmente en contra de China y Rusia y del bloque informal del llamado “sur Global”. A lo que se suma una alianza incondicional con el Estado de Israel, incluida la promesa de trasladar la embajada argentina a Jerusalén, una política extraída del manual de la extrema derecha de Donald Trump y Jair Bolsonaro.
El gobierno
norteamericano recibió con un mix de emociones la llegada de Milei. Por un
lado, celebra que el tercer país de América Latina –detrás de México y Brasil
haya ingresado a la órbita de los sirvientes incondicionales de Washington en
el marco de su competencia con China. Esto cobra un valor adicional teniendo en
cuenta la pérdida notoria de hegemonía de Estados Unidos y el surgimiento de
bloques alternativos como el BRICS, al que Argentina estaba invitada a
integrarse a partir de enero de 2024. Pero por otro, el presidente Biden, que
está en su punto más bajo de apoyo político, teme que el gobierno de extrema
derecha de Milei (para quien Biden sería una especie de “colectivista”) sea una
cabecera de playa para el retorno de Trump a la Casa Blanca en las elecciones
de 2024, después de haber perdido a Bolsonaro.
Este cambio del
escenario político tendrá consecuencias regionales, y probablemente anuncie
tensiones en América Latina. No olvidemos que el gobierno de Macri apoyó el
golpe de Estado en Bolivia contra Evo Morales en 2019, promovido por la derecha
local y el gobierno de Trump.
En campaña, Milei
sobreactuó el alineamiento exclusivo con Washignton hasta poner en duda
relaciones con socios comerciales indispensables para el Estado y la burguesía
argentina como Brasil y China, aunque luego como presidente retrocedió de este
fundamentalismo extremo, y en un giro “pragmático” le solicitó al presidente
chino XI Jinping –el tirano comunista– la renovación del swap de monedas para
hacer frente a los pagos al FMI. Y más allá de su pésima relación con Lula, ha
tenido hasta ahora una línea “aperturista” aunque en el marco de mantener el
Mercosur.
Pero más allá de
las especulaciones a futuro, la política exterior profundamente reaccionaria
del gobierno libertario ya tuvo su primera expresión concreta. El 12 de
diciembre, y por segunda vez en menos de dos meses, la Asamblea General de las
Naciones Unidas aprobó por una mayoría de 153 países sobre 193 el llamado a un
cese del fuego humanitario en Gaza. Comparado con la votación anterior del 27
de octubre, se sumaron 30 países al reclamo del cese del fuego, entre ellos
aliados estratégicos de Estados Unidos como Japón, Canadá, Corea del Sur y
Australia. Pero el gobierno argentino decidió cambiar el voto en sentido
opuesto y se abstuvo. Solo 23 países se abstuvieron (en América Latina:
Argentina, Uruguay y Panamá). Y apenas 10 votaron en contra, obviamente Estados
Unidos y el Estado de Israel (Guatemala y Paraguay en América Latina).
La escala de la
masacre que está perpetrando Netanyahu está tomando dimensiones espeluznantes.
Como demuestra una investigación reciente, basada en entrevistas con miembros
de la inteligencia israelí, se trata de una “masacre planificada de civiles” y
no de “daños colaterales: 18.800 civiles asesinados (entre ellos 8.000 niños y
6.200 mujeres), 51.000 heridos graves que no tiene acceso a la atención médica
adecuada, 1,8 millones de desplazados (80 % de la población), además de la
destrucción de la infraestructura civil y la red de agua potable. Una
catástrofe humanitaria que recuerda la “Nakba” de 1948.
Estas resoluciones
de las Naciones Unidas no tienen ningún resultado práctico para frenar el
genocidio de Israel contra el pueblo palestino, aunque tienen como efecto
simbólico exponer los alineamientos internacionales, y sobre todo, la medida de
la hegemonía del imperialismo norteamericano. Lo que ha quedado expuesto es el
creciente aislamiento de Estados Unidos-Israel en su justificación del
genocidio en Gaza, que deja sin cobertura la enorme hipocresía de los gobiernos
occidentales ante el surgimiento de un movimiento masivo en contra de la guerra
y en solidaridad con el pueblo palestino.
La alianza entre la
extrema derecha y el Estado de Israel
Aunque parezca un
oxímoron, la alianza de los partidos de extrema derecha –muchos de ellos
antisemitas confesos– con el Estado de Israel y el gobierno de Netanyahu tiene
una lógica política de hierro. Según una editorial del diario Haaretz,
Netanyahu hizo un “pacto faustiano” con los partidos de la extrema derecha
europea que consistiría a grandes rasgos en condonar el antisemitismo y hacer
la vista gorda ante los negacionistas del holocausto a cambio de conseguir
apoyo a la política de expansión colonial y al régimen de apartheid y promover
el traslado de las embajadas europeas a Jerusalén. Esta alianza se cimenta
además en una agenda islamófoba compartida, que sintoniza muy bien con las
políticas antiinmigrantes de las formaciones de extrema derecha en la Unión Europea.
Para la derecha
trumpista en Estados Unidos, el apoyo sobre todo de las distintas iglesias
evangélicas, excede con creces la alianza estratégica del imperialismo
norteamericano con el Estado de Israel y las razones de los sectores
prosionistas y neoconservadores del establishment demócrata y republicano. Este
apoyo se cimenta en creencias religiosas, interpretaciones de profecías
bíblicas, traducidas a posiciones geopolíticas, y en la afinidad
ideológico-política basada en el conservadurismo social. Organizaciones como
Cristianos Unidos por Israel influyen decisivamente en las políticas del
partido republicano, entre ellas el traslado de la embajada norteamericana de
Tel Aviv a Jerusalén bajo la presidencia de Donald Trump, quien reconoció
abiertamente que lo había hecho “por los evangélicos”, teniendo en cuenta que
son el principal componente de la base electoral republicana. En su campaña
actual para volver a la Casa Blanca en 2024, Trump volvió a utilizar la carta
israelí con fines electorales, trazando una continuidad directa entre su
candidatura y los que “aman a Israel”, sean judíos o evangélicos. Bolsonaro
parece haber tenido motivaciones electorales similares a las de Trump, dado el
peso significativo de la derecha evangélica en su electorado, aunque nunca
llegó a concretar su propuesta de trasladar la embajada de Brasil a Jerusalén.
Milei no solo se
alineó de manera incondicional con el Estado sionista sino que se alió con la
ultraderecha religiosa ortodoxa, lo que lo llevó a nombrar a su rabino personal
como embajador ante Israel. Además de apelar a invocaciones mesiánicas como la
asistencia de las “fuerzas del cielo” para hacer pasar el brutal ajuste que
está tratando de imponer.
Un neoliberal a
destiempo
En su discurso de
asunción Milei comparó la coyuntura histórica en la que ha llegado al gobierno
con la caída del muro de Berlín. Pero la situación no puede ser más distinta
que la de 1989-91. La victoria de Estados Unidos en la Guerra Fría, la
disolución de la Unión Soviética y la restauración capitalista dieron lugar a
una década de hegemonía unipolar norteamericana. En última instancia el
neoliberalismo se impuso con duras derrotas en la lucha de clases: las
dictaduras en América Latina. El triunfo de Gran Bretaña en la guerra de
Malvinas. La derrota de la huelga de controladores aéreos en Estados Unidos por
parte del gobierno de Reagan, y de los mineros británicos a manos de Margaret
Thatcher. Pero se hizo hegemónico durante la década de 1990, con la extensión
de la “globalización” y la “democracia liberal”; que según el célebre escrito
de Fukuyama, anunciaba la última etapa de la evolución sociedades capitalistas.
El credo neoliberal –libre mercado, desregulaciones y privatizaciones– fue
adoptado sin matices por los partidos conservadores y los socialdemócratas (o
reformistas) a través de la llamada “tercera vía” constituyendo lo que Tariq
Alí definió en su momento como el “extremo centro”.
La crisis
capitalista de 2008 puso de relieve el agotamiento de ese mundo globalizado
dirigido desde Washington. No solo emergió China como potencia y principal
competidor de Estados Unidos, sino también una serie de potencias intermedias
–como Turquía, Brasil, la India o Indonesia– que persiguen sus propios
intereses nacionales.
La persistente
tendencia a las crisis orgánicas en el marco de una profunda polarización
política y social, dividió a las clases dominantes y derivó en el desarrollo de
tendencias bonapartistas y proteccionistas en los países centrales, cuya máxima
expresión ha sido la presidencia de Trump, y la guerra comercial con China que
se continúa sin grandes variaciones bajo la presidencia de Biden. A su vez,
esta situación abrió un nuevo período intenso de luchas obreras, revueltas
populares y nuevos fenómenos políticos tanto en los países centrales como en la
periferia capitalista.
La pandemia
primero, y las guerras de Rusia/Ucrania-OTAN y de Israel en Gaza, han
profundizado estas tendencias, con la conformación de una alianza entre Rusia y
China que se presenta como alternativa “multilateral” ante el orden
norteamericano, y ha abierto el campo a los “alineamientos múltiples” y
alianzas fluidas.
En el escenario
internacional prima la incertidumbre. Aunque, sin temor a equivocarnos, la
probabilidad creciente de un triunfo de Trump en las elecciones de 2024 hará
más convulsiva la situación. Incluso intelectuales de la derecha trumpistas
hablan de la necesidad de una suerte de “cesarismo”, es decir, una solución
autoritaria-bonapartista, encendiendo las alarmas en los medios liberales.
La contracara del
fortalecimiento de tendencias de extrema derecha es el desarrollo de fenómenos
de la lucha de clases inéditos en los últimos años, como el proceso de huelgas
y organización sindical en Estados Unidos. Y el surgimiento de un movimiento
masivo contra la guerra de Israel en Gaza y en solidaridad con el pueblo
palestino, fundamentalmente en los países centrales, con una impronta
antiimperialista que no se veía desde el movimiento contra la guerra de
Vietnam.
El historiador
norteamericano Adam Tooze desempolvó el término “policrisis”, formulado
originalmente por Edgard Morin, para definir la situación en los últimos 15
años. Según el autor, es situación compleja en la que varias crisis
–inestabilidad económica, crisis climática, rivalidad y enfrentamiento entre
potencias– interactúan de manera que hacen “más peligroso el todo que la suma
de las partes” porque la solución parcial de una puede agravar algunas de las
otras dimensiones. Una visión en clave liberal de lo que los marxistas
definimos como la reactualización de las condiciones de una época de crisis,
guerras y revoluciones.
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