lunes, 22 de febrero de 2021

CAMARADA MARLASKA, DESPÉJEME LA ZONA

 

CAMARADA MARLASKA, DESPÉJEME LA ZONA

Lo que estamos viendo en las calles es una cara del descontento social, una de las caras del fracaso en la gestión política del malestar

XANDRU FERNÁNDEZ

La pasada primavera, mientras se celebraba una manifestación contra el gobierno de Sánchez, uno de mis conocidos de la grada izquierda de Twitter animó al “camarada Marlaska” a enviar a la policía contra los cayetanos en pie de guerra. Por definición, me desagrada que alguien, del signo político que sea, reclame mano dura a las autoridades. Pero en aquellos momentos no tuve ojos más que para lo de “camarada Marlaska”. Me pareció una completa excentricidad que alguien situado, en principio, muy a la izquierda del PSOE considerase al ministro del Interior un camarada. Además, la palabra “camarada” me hace pensar en gorras de plato con una estrella roja en el frontal, un outfit insólito para cualquier ministro de cualquier cosa en cualquier democracia occidental.

 

Debo aclarar que no era un tuit sarcástico, sino más bien un ejemplo de cómo cierta izquierda había adoptado, en los primeros meses de la pandemia, un tono progubernamental teñido de fraseología bolchevique y referencias a climas más propicios a las colectivizaciones. Más de uno se creyó que la pandemia acabaría con el capitalismo (¡salve, Žižek!) o que, en el peor de los casos, se nacionalizaría algo. Luego vino la desescalada aspiracional y el estado de alarma permanente. A casi un año del inicio de la pandemia, la policía del camarada Marlaska ya no tiene problema en cargar contra los manifestantes. Solo que ya no son aquellos, son los de siempre.

 

¿Los de siempre? A ojos del espectador construido por los medios de comunicación españoles durante las últimas décadas, sí, los de siempre: antisistema, violentos, independentistas (¿en Madrid?). Antisistema (ya lo he dicho). Los mismos que salen en Patria (la serie) desalojando autobuses para quemarlos. ¿Han visto Patria? Va de eso, de cómo los antisistema se nos van de las manos. De cómo se empieza quemando contenedores y se acaba disparando en la nuca a pequeños y medianos empresarios. Podrían ser nuestros hijos. Vectores de contagio.

 

No es un problema de contenedores, es un problema de marcos. Al poner el foco en la violencia callejera estamos comprando el marco de la lucha antiterrorista tal como se diseñó en los años 90 y, con él, estamos aceptando que se equipare la protesta con el terrorismo. No es una estrategia nueva en absoluto, hemos convivido con ella durante más de veinte años, pero quizá no éramos conscientes (o no lo era yo) de estar librando una guerra por los derechos del mobiliario urbano.

 

Es cierto que la mayoría de los cambios políticos no se habrían producido sin el concurso de la violencia. Pero, catalizó el cambio político, no lo produjo

 

Si hace falta, lo explico: no es solo que no crea en la utilidad política de la violencia callejera, es que ni siquiera creo que la violencia callejera sea política. Es otra cosa: expresión de un malestar, rito de paso, folklore, pero no política. La política viene antes, o después: es la protesta que la policía revienta con la excusa de “los violentos” o, simplemente, revienta sin excusa ninguna, como ocurrió en Valencia hace unos días. Claro que hay formas de articulación de lo político con lo sentimental por las cuales cada uno ve en esas escenas lo que conviene a su sensibilidad política, previamente entrenada: algunos ven cachorros de ETA, otros ven mineros asturianos, los hay que evocan el París del 68 o el Pekín del 89. No me malinterpreten: es cierto que la mayoría de los cambios políticos, incluidas las conquistas de derechos que hoy consideramos fundamentales, no se habrían producido sin el concurso de la violencia. Pero, o bien era otro tipo de violencia (insurreccional o militar), o bien, si era violencia callejera, catalizó el cambio político, no lo produjo.

En todo caso, tendrán que obligarme a nacer de nuevo para que llegue a creerme que por ponerte un pasamontañas, volcar un contenedor y tirarle un ladrillo a un policía ya eres un activista político. Me temo que el activista político, en todo caso, es el policía. Él es el que está representando un papel político en esa escena callejera, y es a él a quien hay que juzgar políticamente, desde parámetros políticos, con instrumentos políticos y, a ser posible, también jurídicos. El chico del pasamontañas no sigue instrucciones, no obedece a consignas políticas; el policía sí lo hace. Al primero lo podrán detener y juzgar conforme a la ley, pero es ridículo perder el tiempo discutiendo si su estrategia es la adecuada, si su violencia es legítima. Al segundo, además de procesarlo, hay que apartarlo de sus funciones, hay que investigar qué protocolo legitimó su actuación y, acto seguido, hay que exigir responsabilidades políticas y judiciales en el ministerio correspondiente. Si tienes tres diputados, o treinta y cinco, es difícil. Si te sientas en el Consejo de Ministros con el ministro del Interior, con el camarada Marlaska, es mucho más fácil.

 

La historia no suele hacer casting de líderes y chivos expiatorios. Coge lo que le dan. Se las arregla con lo que los humanos vamos dejando por ahí

 

Se nos da muy mal explicar la historia, volverla accesible, un relato masticable. Contamos cuentos que son como esas infografías de la prensa deportiva donde aparece la alineación de un equipo de fútbol antes del partido: nadie espera que esos once jugadores permanezcan sin moverse en esa posición durante noventa minutos, pero por alguna razón todo el mundo espera que las revoluciones sean causadas por condiciones objetivas y cristalinas, lideradas por individuos íntegros e instruidos, secundadas por masas disciplinadas y estoicas y filmadas por Eisenstein o Bertolucci. Hemos fracasado en explicar que las sociedades son sustancias muy dúctiles, compuestos plásticos, altamente moldeables e inflamables, donde las pautas y los esquemas se reconocen a posteriori, pero casi nunca antes. Por eso es tan habitual que muchos de nuestros conocidos más politizados, mejor formados en teoría política, desdeñen lo real como una mala copia, en el mejor de los casos, del modelo ideal de sus lecturas inspiradoras y, en el peor, como una traición y una farsa de esas que se comentan citando El 18 Brumario de Luis Bonaparte.

 

Si lo piensa uno detenidamente, estaría bien que estos estallidos de violencia epidérmica fueran, a corto o medio plazo, el catalizador de un cambio político sustancial, yo qué sé, que los Borbones salieran por piernas en dirección a Estoril, pero quedaría feo, nadie lo niega, que en el futuro se dijera que España se volvió republicana por el encarcelamiento de un tipo como Pablo Hasél. Lo entiendo, ninguna gana de convertir en héroe o mártir a alguien cuya principal virtud parece ser una insólita combinación de incontinencia verbal y falta de sentido de la oportunidad. Pero es que la historia no suele hacer casting de líderes, iconos y chivos expiatorios. Coge lo que le dan. Se las arregla con lo que los humanos de carne y hueso vamos dejando por ahí, con sindicalistas homófobos, guerrilleros machistas, agitadores engreídos, periodistas rijosos y filósofos feos. A veces de la conjunción de esos despojos humanos sale un bello relato revolucionario, y otras veces de la combinación de almas bellas, seres de luz y aspiraciones angélicas sale un cuento de terror.

 

En todo caso, no está el horno para creerse que de aquí saldrá un bollo republicano. Me temo, más bien, que estamos viviendo la penúltima cocción de un pastel policial que al gobierno, a este o al que venga después, le será muy útil para hacer frente a la desescalada económica y social. Lo que estamos viendo en las calles es una cara, la más reconocible, del descontento social, juvenil para más señas, una de las caras del fracaso en la gestión política del malestar; pero hay más, y mucho me temo que esas otras caras son más atractivas para el régimen policial en curso. De momento, ya vimos a una chica demonizando al “judío” y a un fascista pidiendo: “¡Abrazaos!”. Podemos seguir perdiendo el tiempo con discusiones sobre la legitimidad de la violencia callejera, pero en el fondo lo único que hacemos es comprar un marco. El marco. El de siempre. El que hará mucho más fácil digerir la solución bonapartista que alguien, seguro, ya está cocinando.


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