CAMARADA MARLASKA, DESPÉJEME LA ZONA
Lo
que estamos viendo en las calles es una cara del descontento social, una de las
caras del fracaso en la gestión política del malestar
XANDRU FERNÁNDEZ
La pasada primavera, mientras se celebraba una manifestación contra el gobierno de Sánchez, uno de mis conocidos de la grada izquierda de Twitter animó al “camarada Marlaska” a enviar a la policía contra los cayetanos en pie de guerra. Por definición, me desagrada que alguien, del signo político que sea, reclame mano dura a las autoridades. Pero en aquellos momentos no tuve ojos más que para lo de “camarada Marlaska”. Me pareció una completa excentricidad que alguien situado, en principio, muy a la izquierda del PSOE considerase al ministro del Interior un camarada. Además, la palabra “camarada” me hace pensar en gorras de plato con una estrella roja en el frontal, un outfit insólito para cualquier ministro de cualquier cosa en cualquier democracia occidental.
Debo aclarar que no
era un tuit sarcástico, sino más bien un ejemplo de cómo cierta izquierda había
adoptado, en los primeros meses de la pandemia, un tono progubernamental teñido
de fraseología bolchevique y referencias a climas más propicios a las colectivizaciones.
Más de uno se creyó que la pandemia acabaría con el capitalismo (¡salve,
Žižek!) o que, en el peor de los casos, se nacionalizaría algo. Luego vino la
desescalada aspiracional y el estado de alarma permanente. A casi un año del
inicio de la pandemia, la policía del camarada Marlaska ya no tiene problema en
cargar contra los manifestantes. Solo que ya no son aquellos, son los de
siempre.
¿Los de siempre? A
ojos del espectador construido por los medios de comunicación españoles durante
las últimas décadas, sí, los de siempre: antisistema, violentos,
independentistas (¿en Madrid?). Antisistema (ya lo he dicho). Los mismos que
salen en Patria (la serie) desalojando autobuses para quemarlos. ¿Han visto
Patria? Va de eso, de cómo los antisistema se nos van de las manos. De cómo se
empieza quemando contenedores y se acaba disparando en la nuca a pequeños y
medianos empresarios. Podrían ser nuestros hijos. Vectores de contagio.
No es un problema
de contenedores, es un problema de marcos. Al poner el foco en la violencia
callejera estamos comprando el marco de la lucha antiterrorista tal como se
diseñó en los años 90 y, con él, estamos aceptando que se equipare la protesta
con el terrorismo. No es una estrategia nueva en absoluto, hemos convivido con
ella durante más de veinte años, pero quizá no éramos conscientes (o no lo era
yo) de estar librando una guerra por los derechos del mobiliario urbano.
Es cierto que la
mayoría de los cambios políticos no se habrían producido sin el concurso de la
violencia. Pero, catalizó el cambio político, no lo produjo
Si hace falta, lo explico: no es solo que no crea en la utilidad política de la violencia callejera, es que ni siquiera creo que la violencia callejera sea política. Es otra cosa: expresión de un malestar, rito de paso, folklore, pero no política. La política viene antes, o después: es la protesta que la policía revienta con la excusa de “los violentos” o, simplemente, revienta sin excusa ninguna, como ocurrió en Valencia hace unos días. Claro que hay formas de articulación de lo político con lo sentimental por las cuales cada uno ve en esas escenas lo que conviene a su sensibilidad política, previamente entrenada: algunos ven cachorros de ETA, otros ven mineros asturianos, los hay que evocan el París del 68 o el Pekín del 89. No me malinterpreten: es cierto que la mayoría de los cambios políticos, incluidas las conquistas de derechos que hoy consideramos fundamentales, no se habrían producido sin el concurso de la violencia. Pero, o bien era otro tipo de violencia (insurreccional o militar), o bien, si era violencia callejera, catalizó el cambio político, no lo produjo.
En todo caso,
tendrán que obligarme a nacer de nuevo para que llegue a creerme que por
ponerte un pasamontañas, volcar un contenedor y tirarle un ladrillo a un
policía ya eres un activista político. Me temo que el activista político, en
todo caso, es el policía. Él es el que está representando un papel político en
esa escena callejera, y es a él a quien hay que juzgar políticamente, desde
parámetros políticos, con instrumentos políticos y, a ser posible, también
jurídicos. El chico del pasamontañas no sigue instrucciones, no obedece a
consignas políticas; el policía sí lo hace. Al primero lo podrán detener y
juzgar conforme a la ley, pero es ridículo perder el tiempo discutiendo si su
estrategia es la adecuada, si su violencia es legítima. Al segundo, además de
procesarlo, hay que apartarlo de sus funciones, hay que investigar qué
protocolo legitimó su actuación y, acto seguido, hay que exigir
responsabilidades políticas y judiciales en el ministerio correspondiente. Si
tienes tres diputados, o treinta y cinco, es difícil. Si te sientas en el
Consejo de Ministros con el ministro del Interior, con el camarada Marlaska, es
mucho más fácil.
La historia no
suele hacer casting de líderes y chivos expiatorios. Coge lo que le dan. Se las
arregla con lo que los humanos vamos dejando por ahí
Se nos da muy mal
explicar la historia, volverla accesible, un relato masticable. Contamos
cuentos que son como esas infografías de la prensa deportiva donde aparece la
alineación de un equipo de fútbol antes del partido: nadie espera que esos once
jugadores permanezcan sin moverse en esa posición durante noventa minutos, pero
por alguna razón todo el mundo espera que las revoluciones sean causadas por
condiciones objetivas y cristalinas, lideradas por individuos íntegros e
instruidos, secundadas por masas disciplinadas y estoicas y filmadas por
Eisenstein o Bertolucci. Hemos fracasado en explicar que las sociedades son
sustancias muy dúctiles, compuestos plásticos, altamente moldeables e
inflamables, donde las pautas y los esquemas se reconocen a posteriori, pero
casi nunca antes. Por eso es tan habitual que muchos de nuestros conocidos más
politizados, mejor formados en teoría política, desdeñen lo real como una mala
copia, en el mejor de los casos, del modelo ideal de sus lecturas inspiradoras
y, en el peor, como una traición y una farsa de esas que se comentan citando El
18 Brumario de Luis Bonaparte.
Si lo piensa uno
detenidamente, estaría bien que estos estallidos de violencia epidérmica
fueran, a corto o medio plazo, el catalizador de un cambio político sustancial,
yo qué sé, que los Borbones salieran por piernas en dirección a Estoril, pero
quedaría feo, nadie lo niega, que en el futuro se dijera que España se volvió
republicana por el encarcelamiento de un tipo como Pablo Hasél. Lo entiendo,
ninguna gana de convertir en héroe o mártir a alguien cuya principal virtud
parece ser una insólita combinación de incontinencia verbal y falta de sentido
de la oportunidad. Pero es que la historia no suele hacer casting de líderes,
iconos y chivos expiatorios. Coge lo que le dan. Se las arregla con lo que los
humanos de carne y hueso vamos dejando por ahí, con sindicalistas homófobos,
guerrilleros machistas, agitadores engreídos, periodistas rijosos y filósofos
feos. A veces de la conjunción de esos despojos humanos sale un bello relato
revolucionario, y otras veces de la combinación de almas bellas, seres de luz y
aspiraciones angélicas sale un cuento de terror.
En todo caso, no
está el horno para creerse que de aquí saldrá un bollo republicano. Me temo,
más bien, que estamos viviendo la penúltima cocción de un pastel policial que
al gobierno, a este o al que venga después, le será muy útil para hacer frente
a la desescalada económica y social. Lo que estamos viendo en las calles es una
cara, la más reconocible, del descontento social, juvenil para más señas, una
de las caras del fracaso en la gestión política del malestar; pero hay más, y
mucho me temo que esas otras caras son más atractivas para el régimen policial
en curso. De momento, ya vimos a una chica demonizando al “judío” y a un
fascista pidiendo: “¡Abrazaos!”. Podemos seguir perdiendo el tiempo con discusiones
sobre la legitimidad de la violencia callejera, pero en el fondo lo único que
hacemos es comprar un marco. El marco. El de siempre. El que hará mucho más
fácil digerir la solución bonapartista que alguien, seguro, ya está cocinando.
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