LA MEJOR RELACIÓN CON UN HOMBRE
ES LA INEXISTENTE
ANA SHARIFE
Como siempre he tenido tendencias autodestructivas, un buen día decidí no volver a salir con hombres. Ahora las fiestas más hermosas, salvajes y descontroladas ocurren en mi interior.
No pierdo el tiempo, no crean. Me dedico a hablar durante horas por teléfono con mis amigas sobre nada importante (es lo mejor), he vuelto al piano y he ingresado en una plataforma feminista, como la que se mete en un convento. Mientras allí se abordan temas de enorme interés sobre la lucha de la mujer, por muy descabellado que parezca, yo asisto como quien se da una vuelta por el parque. Me detengo a observar los pájaros por la ventana, la forma de las nubes y teorizo sobre lo efímero.
En mi delirio he
desarrollado incluso una siniestra obsesión: preguntar en entierros y misas si
el difunto se despidió. “¿Le dio algún consejo antes de morir?, ¿qué palabras
pronunció?”. Con honestidad. Siempre he pensado que en esa última conversación
se encuentra el secreto de la existencia misma y, por alguna extraña razón, las
palabras de todos los muertos a lo que no he conocido me están alumbrando en mi
entropía sentimental.
Hay algunas noches
en las que estoy acostada en la oscuridad de mi cuarto contemplando las luces de
los barcos y empiezo a mortificarme, tratando de completar las piezas de un
puzle que no encaja. Mi capacidad para sabotear mis horas de sosiego es
antológica. Luego me dice mi madre que vaya ojeras. Puedo estar todo el día
pensando en las mayores estupideces, pero es llegar la noche y empezar a
atormentarme, y así, como un sabueso experto en drogas, voy descubriendo dónde
están las trampas y mentiras, hasta llegar siempre exhausta a la misma
conclusión: la mejor relación con un hombre es la inexistente.
A veces dudo, pero
entonces llamo a una amiga para hablar de nada importante y se me quita.
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