PESADILLAS
AGUSTIN
GAJATE
Durante las últimas semanas he
vuelto a sufrir pesadillas. Las tenía de niño y luego tuve alguna esporádica de
joven, cuando soñaba que no sonaba o no escuchaba el despertador, me levantaba
tarde de la cama y no llegaba tiempo al examen de alguna asignatura de la
universidad que se me había atravesado. Pero después no volví a tenerlas, ni
siquiera relacionadas con el trabajo.
Las pesadillas de ahora son raras,
diferentes. En ocasiones, me veo como un personaje literario que transita por
novelas como '1984' y 'Animal farm' de George Orwell o 'Fahrenheit 451' de Ray
Bradbury, pero también como un actor de reparto que aparece y desaparece en
diferentes escenas de películas como 'El Ángel Exterminador' de Luis Buñuel,
'Doce monos' de Terry Gilliam o 'Contagio' de Steven Soderbergh.
Estas situaciones de ficción se
mezclan con la actualidad informativa que difunden los diferentes medios de
comunicación, lo que me produce situaciones de ansiedad. Veo, por ejemplo, a un
grupo de personas con uniformes militares y policiales que escoltan a un
representante de la sanidad pública sin bata ni fonendo, a pecho descubierto,
un valiente curtido en mil batallas 'epidebiológicas', que trata de explicar a
los televidentes con voz ronca lo que está haciendo el gobierno para frenar la
expansión de una peligrosa pandemia, que en principio era una especie de
catarro común en boca de los políticos, pero que luego se transformó en un
terrible monstruo malvado y microscópico.
Esta visión también me retrotrae a
principio de los años 80, cuando se produjo un síndrome toxico que afectó a
miles de personas, la mayoría de ellas
en Madrid, con centenares de fallecidos, y que fue achacado a la distribución
para uso doméstico de aceite de colza adulterado, aunque algunos informes y
estudios científicos discrepantes con la versión oficial atribuyen la tragedia
a una macabra combinación de pesticidas utilizada en tomates. El político
responsable en la materia de la época culpó al comienzo de la epidemia de las
muertes a un bichito “tan pequeño que si se cae de la mesa se mata”.
Madrid es de nuevo el epicentro de
la catástrofe y donde suceden cosas increíbles: la presidenta de la Comunidad
es una 'influencer' con dilatada experiencia en blanquear a políticos corruptos
con cargo a fondos públicos, que se contagia y tiene que recluirse en su
domicilio (no se sabe si oficial o particular), donde monta una oficina de
propaganda (colocando dos banderas oficiales delante de lo que parece una obra
de arte abstracta, pero que también podría tratarse de un espejo), desde la que
se dedica a conceder entrevistas criticando la gestión del gobierno nacional,
mientras en el territorio a su cargo, antes administrado por dirigentes de la
formación política a la que pertenece, se produce casi un tercio de los
fallecimientos de todo el país, con especial incidencia en residencias para la
tercera edad de titularidad pública, pero, casualmente, de gestión privada.
Mientras el gobierno de la nación
pide unidad y colaboración, los partidos más radicales de la oposición inician
las hostilidades políticas, al contrario de lo que sucede en el resto del
planeta, donde se cierran filas en torno a quienes están al frente de cada país
en ese momento: incitan al odio contra el gobierno y sus integrantes, envían
mensajes difamatorios por redes sociales, llenan de féretros la Gran Vía de
Madrid, mienten una y otra vez, acusan a expertos, ministros y al presidente de
hacer propaganda cada vez que informan a la población y, en cambio, aseguran
que su propaganda es la verdadera información que, como la religión, ilumina a
los creyentes en el tortuoso camino hacia un edén neoliberal inexistente.
En la otra orilla del Atlántico, un
presidente Trumposo y otro Basuranaro desacreditan a sus propios asesores científicos,
los contradicen basándose en revelaciones divinas, promueven la ignorancia como
el ejemplo a seguir, suplantan a las personas con conocimientos capaces de
ayudar a que no se propague la pandemia, lanzan mensajes fatalmente
equivocados, inventan remedios milagrosos que llevan a urgencias a personas
inconscientes, culpan a otros de sus despropósitos y a la prensa de difundir
sus pronósticos y, cuando se revelan erróneos, recordárselos.
En mis pesadillas he visto
demasiadas cosas que no me hubiera gustado ver y que ni siquiera había llegado
a imaginar que podrían ocurrir. Lo peor es que siguen sucediendo. Sigue
muriendo gente y hay quien piensa que no hay que insistir en salvar más vidas,
sino que, como en las guerras, hay que morir por un ideal, por la patria. Y los
soldados actuales son los trabajadores que tienen que volver a poner en marcha
un sistema productivo basado no en el bienestar común, sino en la avaricia de
unos pocos y el esfuerzo de muchos.
Siento que el planeta se ha
convertido en un campo de batalla, donde reina la confusión y el enemigo real
se camufla y permanece oculto entre la bruma de la incomprensión y el ruido de
las noticias falsas. En las guerras, como en la mayoría de las grandes y
medianas empresas convencionales y en cualquier estructura de poder no hay
democracia: hay órdenes y hay que obedecerlas para alcanzar la victoria, o al
menos no salir del todo derrotados, en las contiendas que se entablan en los
mercados bursátiles y de deuda, ante la atenta mirada de los fondos buitres.
Aunque dudo que esas órdenes y las estrategias que las inspiran sean válidas
para los mercados de murciélagos y pangolines, que cotizan al alza bajista.
Aquí y ahora, los trabajadores
civiles reconvertidos en soldados militarizados no conocen al enemigo al que
van a combatir. Nadie les ha preparado ni equipado para ello. Sólo saben que
tienen que salir a luchar cada día para dar de comer a sus familias con la paga
que se les ofrece o con los escasos ingresos que obtienen de su actividad
profesional o pequeño negocio.
A las verdaderas élites globales y
nacionales parece no importarles que haya más bajas en esta guerra, las
consideran inevitables, efectos colaterales no necesariamente indeseados pero
imprescindibles para mantener el Mátrix del neoliberalismo económico, que gira
veloz como un gigantesco huracán o tifón, que va recorriendo todo el planeta,
destrozando y contaminando todo cuanto encuentra a su paso.
De repente, parece que todo se
calma, que la pesadilla va a desaparecer... Entonces, en el vórtice de la
tormenta neoliberal, aparece un científico, un antropólogo que explica su
teoría de extinción de los neandertales. Dice que el culpable fue un virus, que
siguió a esta especie durante miles de años allá donde migraba y que estaba
causado por la subida de la temperatura de la atmósfera y de las aguas del
planeta. Generación tras generación fue debilitando a estos homínidos, que
encontraban remedio en una pequeña planta que también se extinguía a medida que
aumentaba el calor, que era devastada por los frecuentes incendios y sus
semillas no conseguían rebrotar, hasta que las pocas familias que quedaban
dejaron de encontrar aquella planta que ayudaba a mantenerlas con vida y no
tuvieron los conocimientos ni la tecnología necesaria para cultivarla. Así,
entre las enfermedades que padecían derivadas de aquel virus, los problemas de
cosanguinidad y el acoso de los humanos modernos, mejor adaptados al nuevo
entorno y con una mayor inmunidad, terminaron por rendirse a su fatal destino,
que quizá haya sido la antesala del nuestro en un futuro no muy lejano.
Me froto los ojos una y otra vez,
tratando de despertar de esta pesadilla, con la esperanza de que todo se trate
de un mal sueño, de una siniestra jugada de mi perverso inconsciente, de un
deficiente funcionamiento de mi cerebro. Pero, por más que lo intento, no lo
consigo. Las pesadillas continúan y no estoy dormido, sino que sigo despierto.
No se producen en mi mente, sino que salen por la televisión, aparecen en la
pantalla del ordenador, en la tableta y en un teléfono móvil cuyos fabricantes
dicen que es inteligente. Entonces me pregunto: ¿Si es inteligente, para quién
trabaja en esta pandemia?
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