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miércoles, 20 de mayo de 2020

CRÓNICA SUBJETIVA DE UNA MUERTE ANUNCIADA


CRÓNICA SUBJETIVA DE UNA MUERTE ANUNCIADA
ISRAEL MERINO
Cuando hablamos de la España profunda, aún es habitual relacionar el término con aquel retrato que Mario Camus hizo hace más de 35 años en Los santos inocentes. Pueblos vaciados en los que solo quedan ancianos de callo gastado que mantienen con su sudor, y sin haber escuchado nunca la palabra jubilación, una casa, unos animales y quizá unos hijos que se gastan el dinero del cateto de su padre en el bar más hípster de la capital.

Lo que muchos desconocen es que la España profunda no vive en esos pueblos. La auténtica España atrasada es la que sale a Núñez de Balboa todas las tardes, cacerola en mano, con una sobredosis de rayos UVA en la piel y que, a golpe de bandera y de patria, creen que van a salvar al pueblo.


Motivado por la curiosidad y las ganas de ver con mis propios ojos qué se cocía en una de esas manifestaciones que convocan en el madrileño barrio de Salamanca, decidí acercarme hasta allí para asistir a la cacerolada del lunes dieciocho de mayo.

Tras salir de la boca de metro de Núñez de Balboa a eso de las ocho y veinte de la tarde, un vigilante de seguridad que había por allí me recomendó que fuera caminando hasta el cruce con Ortega y Gasset: “Suelen recorrer la calle Núñez de Balboa desde allí hacia adelante”, me contó. “Pero te recomiendo que te des prisa, porque suelen empezar a salir a estas horas”.

Rápidamente, decidí caminar hasta allí y me encontré con un percal bastante curioso: a ambos lados de la calle, evitando que nadie se saliera de la acera y pisara el asfalto, una hilera de una docena de furgones de la Policía Nacional con unos sesenta agentes a pie custodiaba la zona. A pesar de que el guardia de seguridad del metro me había dicho que la cacerolada tendría que haber empezado ya, no había ni un solo manifestante en la calle.

Una muerte anunciada

Extrañado por el escaso éxito de la convocatoria –apenas veía a una decena de personas pasear con banderas de España en ambas direcciones, pero sin escuchar ni una sola cacerola –, decidí hablar con un policía:

“Es raro que hoy no haya gente”, empezó a contarme. “Normalmente, a estas horas todo esto suele estar abarrotado de personas con banderas y cacerolas, pero hoy apenas ha salido nadie. Cada vez sale menos gente”.

En ese momento descubrí que la convocatoria era un gran hombre moribundo sin razón de ser. La cacerolada estaba muerta. Cada vez salía menos gente, pues, como es entendible, todo eso es un sinsentido. Los convocantes aseguran que España ha tomado las calles, pero están mintiendo. La calle estaba vacía.

Decidí seguir hablando con el policía: “Nosotros no tenemos ningún protocolo fijo de actuación. Como no sabemos qué van a hacer exactamente, pues cada día pasa una cosa diferente, lo único que podemos hacer es evitar que haya aglomeraciones y decir a la gente que siga avanzando, que no se queden quietos”.

Mientras me despedía de él, una chica que pasaba detrás de mí con una amiga comentaba la jugada de la Policía asegurando que todo aquello parecía una dictadura. Me acerqué para entrevistarla, pero, al decirle que escribía para CTXT, me dijo que no iba a hablar conmigo.

“Este es un sitio muy malo para los periodistas de izquierdas”, añadió en un tono entre burlón y amenazante. Cuando las dos chicas (que no habrían cumplido los veinticinco años) se alejaron un poco para seguir con su paseo, una de ellas empezó a dar palmas y a corear “¡rojos no, rojos no!”, mientras su amiga se reía y me señalaba.

Avergonzado por lo que acababa de pasar, ya que todo el mundo empezó a mirarme, decidí cambiar de esquina. Por fin, a eso de las nueve menos cuarto, empecé a escuchar las primeras caceroladas: pequeños grupos de personas recorrían la calle –en ambas direcciones y sin salirse de la acera– golpeando con cucharas soperas, morteros e incluso destornilladores pequeñas ollas y cacerolas.

Como es evidente y todos hemos visto en cientos de fotografías, las banderas de España no faltaban. Había muchas y de todo tipo. Quién quiere sanitarias bien preparadas y que curren en buenas condiciones, quién quiere un sistema sanitario público robusto, quién quiere seguir las recomendaciones de epidemiólogos teniendo cachos de tela con pintura rojigualda y unos bonitos náuticos que te protegen de todo.

Poco a poco la calle fue “llenándose” de gente con banderitas e instrumentos de cocina que, al ritmo de las caceroladas, cantaban consignas como “¡Sánchez, dimisión!”, “¡libertad, libertad!” e “¡Iglesias, asesino!”.

Mientras contemplaba el tráfico de personas –no había aglomeraciones porque no había gente suficiente–, una chica que llevaba una camiseta con unos colores muy extraños pasó frente a mí mientras emitía con su móvil y de extranjis un directo para Instagram.

Sorprendido, la paré en un rincón un poco alejado del ruido y empezamos a charlar: “Yo vivo a pocas calles de aquí y todos los días es la misma cantinela. Como vecina, estoy harta. Salen a manifestarse por algo que no tiene sentido, sin mascarillas y haciendo lo que quieren. Y mira, la Policía no hace nada. Con estos no sacan la porra”.

“Por suerte, cada vez sale menos gente. Los primeros días toda esta calle estaba hasta arriba de personas, pero parece que poco a poco se van desgastando”.

Me despedí de ella agradecido (no todo el mundo en ese barrio es como creemos, menos mal) y recordé las palabras del policía con el que había estado hablando: efectivamente, cada vez menos gente. La convocatoria está muerta y el ánimo de estos ciudadanos de bien va decayendo cada día un poco más. La muerte está anunciada.

Contigo no, bicho

Tras un rato merodeando por la zona, decidí empezar a entrevistar a manifestantes, pero antes, si quería hacer un buen trabajo a lo gonzo, tenía que sentirme uno de ellos, así que yo también me manifesté.

Me uní al río de personas y decidí caminar junto a ellos. Mientras tomaba notas en mi libreta de lo que iba viendo, cada vez tenía más claro que aquello no tenía ningún sentido.

La gente llevaba mascarillas y mantenía una cierta distancia de seguridad, sí, pero porque era inevitable. Podía caminar sin problema (aunque mis oídos estuvieran atronados por las caceroladas y el vocería), a paso ligero y sorteando a manifestantes por ambos lados de la acera sin ni siquiera rozarme con ellos.



Tras recorrer cien metros rodeado de polos Lacoste y cánticos burgueses, decidí girar a la derecha y esperar alejado del ruido a que alguien se saliera de la manifestación para poder entrevistarlo: iluso de mí.

En cuanto paraba a alguien y decía CTXT, sus ojos se poblaban de una mezcla de prepotencia y asco.

De hecho, cuando paré a un chico de unos veintipico tacos me hizo un gesto extraño con las manos y me espetó: “¡Subvencionado!”.

Pero pude entrevistar a un puñado de personas que, educadamente, decidieron responder a mis preguntas.

La primera de ellas fue una mujer de sesenta años que, junto a su bandera reglamentaria, pero sin mascarilla, llevaba una camiseta en la que se podía leer “Queremos test masivos ya”.

“Yo me manifiesto para que se acabe ya el estado de alarma”, empezó a contar. “La privación de libertad que hace este gobierno socialcomunista es completamente anticonstitucional y no puede ser. Están llevando a España a la ruina”.

Dándome por enterado de la respuesta, le pregunté si se había manifestado anteriormente para obtener cualquier otra mejora social: “No. Es la primera vez que voy a una manifestación, pero porque nunca se había hecho nada tan bonito como esto”.


Luego empecé a charlar con una chica menor de edad, de diecisiete años, que estaba estudiando segundo de bachillerato para ser sanitaria, concretamente fisioterapeuta: “Hoy es la primera vez que me manifiesto en mi vida. He quedado con una amiga y nos hemos ido juntas. Quiero que se acabe ya el estado de alarma porque Sánchez nos va a llevar a todos a la ruina”.

“No”. Esa fue la respuesta que obtuve cuando le pregunté si ella –o en este caso, sus padres– se habían visto afectados por la crisis económica. “Nosotros y nuestro círculo seguimos como siempre, pero nunca se sabe”.

Por último, un chico de 27 años que salía de la manifestación junto a su novia también decidió hablar conmigo: “Yo soy autónomo, soy algo así como un agente comercial, y llevo dos meses pagando la cuota a las SS (la Seguridad Social, en tono jocoso) pero sin facturar ni un solo céntimo. Quiero que se acabe el estado de alarma ya, pero también entiendo que no podemos volver a una normalidad absoluta […]. Tampoco sé proponerte una alternativa a lo que están haciendo Sánchez e Iglesias, pero sé que esto no me gusta”.

“No, afectado de forma directa por la crisis no me he visto. Por suerte el año pasado facturé casi un millón de euros y puedo ir tirando. Pero no sé hasta cuándo vamos a aguantar así”, dijo mientras se despedía.

A las nueve y media de la tarde, tras dejar de escuchar el ruido de las cacerolas, decidí volver a casa: la concentración había terminado.

Por algún motivo que no entendía, todo aquello me recordaba a Miedo y asco en Las Vegas, la mítica novela de Hunter S. Thompson. Supongo que por el reflejo que hizo de una ciudad tan lujosa y decadente como Las Vegas.

En aquella manifestación, en todas las personas a las que había entrevistado –y en las que se habían mofado de mí– había encontrado el retrato exacto de un tipo muy concreto de sociedad.

Nosotros también tenemos nuestra España profunda, nuestra élite quemada. Pero el lado más rancio de nuestra ciudadanía no se oculta en las pequeñas aldeas de las zonas rurales. Qué va. Nuestra España castiza y profunda vive en las grandes ciudades, entre edificios poblados de millonarios y empresarios que prefieren seguir facturando casi un millón de euros antes que salvar vidas.

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