"NOS DEJARON EL MUERTO", DE
VÍCTOR RAMÍREZ: ESCRITURA A IMPULSOS DEL GENIO
POR RAFAEL INGLOTT DOMÍNGUEZ (*)
Entrar en los dominios
de la Historia no es desde luego un asunto negociable, algo que dependa del
cálculo o del arbitrio. Los antiguos, con ese paradójico determinismo de los
pueblos trabajosamente instalados en la sobrevivencia, lo vincularon de forma
indisociable a los orígenes.
Eso es al menos lo que me ha parecido
descubrir, rebuscando con cierto apresuramiento en los textos que se ocupan de
los mitos: todo ser con virtualidades históricas cuenta allí con una especie de
equivalente de sí mismo en la esfera del acontecer inmaterial, una fuerza
invisible y protectora que lo origina al tiempo que se origina con él.
No sólo las personas, sino también los
pueblos de los que forman parte, las ciudades que les albergan y hasta los
parajes que con más insistencia o más fervor llegaran a visitar, acceden al
universo sensible alumbrados por esa fuerza: su soplo los anima y les confiere
carácter, su sombra los protege de las calamidades pero también de la
degradación, del falseamiento, de la irrelevancia.
A esos espíritus emblemáticos,
mediadores entre nuestra temporalidad y nuestra trascendencia por la vía de
asegurar a todo trance nuestra singularidad, la civilización latina llamó
"genios". Cada persona y cada rincón de Roma tendrán su
propio genio; también el Elba o los bosques del Ida tendrán el suyo, como lo
tendrán cada pueblo y cada país de dentro o de fuera de las marcas.
Nada habrá más irreductiblemente
personal, más digno de interés y de respeto que este representante último del
ser: en las estelas funerarias lo habremos visto representado unas veces como
un joven, otras como una serpiente. El genio, sentencian los poetas de la corte
de Augusto, es el único dios que nace y muere con nosotros.
Su relación directa con los orígenes
(al fin y al cabo "genius"
deriva de "genitus") le
confiere la clave más profunda y misteriosa de nuestra identidad. Por eso el
poeta Horacio, al preguntarse qué es lo que hace a los hombres y a los pueblos
ser tan diferentes los unos de los otros, responde con una de sus frecuentes
sutilezas: "sólo el genio podría saberlo".
Por una sucesión de deslizamientos de
la que sin duda son responsables los propios poetas, la palabra "genio"
pasará de nombrar el ente a designar la esencia. Y así, antes de derivar por la
pendiente de la dispersión semántica, el término alcanzará a significar LO MÁS
IRREDUCTIBLE Y MÁS PROFUNDO DEL ESPÍRITU DE UN PUEBLO, DE UNA ÉPOCA O DE UNA
CULTURA: algo que sólo se revela de forma cabal a través de sus creaciones más
representativas y más cruciales. Es bajo esta particularísima acepción, tan a
menudo aireada en otras lenguas y sólo muy de tarde en tarde favorecida por la
nuestra, que quisiera esta noche referirme al genio.
Cuando me adentré por
primera vez en el universo de "Nos
dejaron el muerto", no mucho tiempo después de que Víctor Ramírez, su
autor, lo diera a conocer, experimenté una mezcla bastante extraña de
sensaciones. La experiencia no era nueva: recuerdo haberla padecido unas pocas
veces en mi vida.
Por ejemplo, después de ver la película
"Los olvidados", de Luis
Buñuel. O mientras releía no hace muchos años los "Apuntes de la casa de los muertos". O al encontrarme casi sin
esperarlo con toda la serie preparatoria de "Los comedores de papas". O cuando escuché por vez primera
algunas composiciones rabiosamente personales de Leos Janacek.
Ya sé que la convocatoria es un tanto
caótica, pero sé también muy bien lo que quiero expresar con ella. Ninguna de
esas obras es perfecta, al menos no en la medida en que tal vez lo sean "Madame Bovary", o "Ciudadano Kane", o la "Salomé" de Richard Strauss.
Ninguna de esas obras se propone impresionarnos; y sin embargo todas ellas lo
consiguen hasta la turbación, de una forma mucho más intensa, más implacable y
hasta más duradera que las otras.
La razón es muy simple: nada en ellas
se nos antoja prestado, intercambiable o superfluo. O, por decirlo de otro
modo: todo surge como por necesidad de una misma fuente, situada en las
regiones más profundas y más viscerales del autor.
Salvando todas las
diferencias culturales y estilísticas que ustedes quieran, "Nos dejaron el muerto" se sitúa en
esa línea de creación inevitable y esencial, de escritura a impulsos del
genio. Precisamente por ello, y en consonancia con tantas otras obras
de la misma estirpe, la de Víctor Ramírez ENTRONCA
SIN RODEOS NI MEDIACIONES CON EL GENIO DE UN PUEBLO. Lo hace además de
forma excepcional, en mucho mayor medida que cualquier otra surgida en nuestro
medio.
Sé que a más de uno habrá de parecerle
arriesgada mi afirmación; y puede que efectivamente lo sea. En cualquier caso,
me encantaría tropezar con argumentos que la pusieran a prueba. MIENTRAS TANTO SOSTENDRÉ QUE EL GENIO DE
ESTE PUEBLO, HASTA LA APARICIÓN DE "NOS DEJARON EL MUERTO",
NO LLEGÓ A DISPONER DE CREDENCIALES SUFICIENTES. Contábamos, eso sí, con
admirables muestras de su "pathos", por no hablar de otras muchas que
nos adentraban en su "ethos".
Pero hacía falta una obra tan elemental
y tan exenta de artificio como ésta -una obra amasada sin rodeos ni aspavientos
en todos los sudores de nuestra gente, generosamente enredada en sus muchos
entresijos- para que alcanzáramos a vislumbrar la verdadera dimensión de su genio.
"Nos dejaron el muerto" es un
relato que surge directamente de esa dimensión sin pararse a coger resuello.
Por esos sus personajes -aunque inmersos en una trama polifónica que los
trasciende y los estiliza- resulten más creíbles que los de otras obras afines.
Pienso incluso en Rulfo y en García Márquez, por sólo nombrar la rama más
conspicua del parentesco.
He estado releyendo a fondo la novela,
para evitar aburrirles con tópicos y con vaguedades. Y aunque mi visita no era
ya ni desprevenida ni inocente, me he vuelto a perder por sus muchos
vericuetos.
He vagado desde los rumores de su pilar
hasta el bullicio de su patios y de sus prostíbulos; desde la tibia
promiscuidad de sus anocheceres hasta la intemperie y el sorroballo de sus
amanecidas. He amado hasta dar tumbos de desolación y de desamparo con Perico
Socorro; extorsionado al filo del desespero con Rogelio Rapadura.
He odiado hasta la descomposición y el
esperpento con Metodio Alcántara 'El
Escondido'; muerto al abrigo de vientos y de rencores con el abuelo Ignacio
Perpetuo. He respirado con cada respiración de la novela, incapaz de sustraerme
al ritmo innumerable de su latido: incapaz de escapar a su porfiada celebración
de la vida y de la muerte.
Y, cómo no, al
terminar la lectura me he preguntado una vez más por las raíces de su genio.
Creo haberle oído decir a Ramírez que las ficciones le han ido creciendo entre
las manos sin pretenderlo, que se apoderan de él en una forma un tanto
imprevisible, exigiéndole una dedicación que en principio pensaba no
prestarles. Le creo.
Y, si me apuran, puede que hasta
consiga imaginarlo: descamisado, las manos entrelazadas detrás de la nuca y el
lomo estirado sobre el respaldo de la silla, sonriendo serio y para adentro a
sus personajes como se sonríe a unos hijos que sin querer se nos hicieron
grandes, con ese chisporroteo que le he visto subir a la mirada desde que
jugábamos juntos a las chapas siendo niños.
Lo imagino, sí, escuchando todas las
voces de su infancia e intentando llevarlas una por una hasta la más ardua y
febril de las encrucijadas: a ese velorio de don Lucio Falcón que es como un
recodo de los sueños, donde las imágenes del pasado negocian con infalible
instinto su libertad, donde todos los recuerdos se ponen concertadamente a
improvisar, acometiendo giros y variaciones que les permitirán en última
instancia seguir siendo los que fueron.
Pero todo eso, dirán
ustedes, ¿tiene mucho que ver con el genio? Pues depende. En todo caso, no es
una condición suficiente la de haber crecido entre las esperanzas, las
renuncias, las celebraciones y los batacazos con los que se curte el alma de un
pueblo para proclamar su genio a los cuatro vientos.
Pregúntenle al propio Víctor, pues de
lo que voy a decirles él entiende un largo rato: si al dar una serenata lo que
buscamos es que hasta los grillos se sobrecojan con nuestras penas, no basta
con saberse de cabo a rabo las rancheras o los boleros. Hay que tener oído para
escucharlos donde más insistente los susurre la memoria, seguridad de hacerlos
valer como si por primera vez sonaran bajo las estrellas, voz para
desparramarse, filar o desgarrarse donde la intuición lo vaya pidiendo y -ya
para rematar- una indeclinable voluntad de montar todo el tinglado.
Sólo en medio de ese caldo surge el
entusiasmo creativo, que es a mi juicio la única condición indispensable del
genio. Cualquiera puede comprobar que a Víctor Ramírez no le faltan ni el oído,
ni la audacia, ni la voz, ni la tenacidad. Tampoco, por supuesto, el
entusiasmo.
Por eso los muchos ritmos y cadencias
de "Nos dejaron el muerto"
nos suenan tan concertados. Por eso ni una sola voz está de más en ese
contrapunto de nuestra peripecia innumerable, donde todas las grandezas y todas
las miserias alcanzan a contar por igual.
Y por eso los lectores
de estas latitudes nos descubrimos más tarde o más temprano en una flagrante
complicidad: la de restablecer casi sin darnos cuenta, como el que no quiere la
cosa, toda la urdimbre primordial de nuestra historia. Pero aun después de
descubrirle a la novela esos resortes, quedaría por descifrar un enigma que
siempre me ha fascinado: el de su
credibilidad un tanto indeliberada y a contrapelo.
Pese a que la estructura elegida por
Ramírez se aproxima bastante al álbum de daguerrotipos, y se articula como un
ejercicio de evacuación discrecional de la memoria, hasta el último de sus
personajes cuenta con aliento propio.
Conste que no hablo de realismo. Una
cosa es urdir personajes reales como la vida misma y otra muy distinta es conseguir que realmente vivan, aunque
sea en un par de líneas. Los de este
libro viven, porque no se limitan a existir conforme a eventuales modelos.
No me imagino a
Ramírez peregrinando libreta en mano por las esquinas y los bochinches: bien
sabe él que esa forma de veracidad resulta muy útil para pactar con el lector,
bastante menos para convencerlo y casi nada para conmoverlo, en el sentido más
fuerte y radical de la palabra.
Lo suyo es jugar a
"una-dos-tres" con la memoria, arrancarle facetas en las que la vida
se agolpe sin más remedio, rasgos que lo seduzcan y lo apasionen, trances en
los que volcar por un instante su humanidad, para enseguida dejarlos derivar en
un piélago de retazos, de instantáneas y de destellos.
Si me forzaran a describir los efectos
de su propuesta, tal vez me decidiese a parafrasear un bellísimo poeta de
Ungaretti: cada voz se funde y se
amalgama con las otras voces, para ser ella misma si la escuchas.
No me resigno a cerrar
del todo la novela sin rendir homenaje uno por uno a mis personajes preferidos.
Y empezaré por el más enigmático de todos ellos, la abuela Laureana Magnolia,
que no supo renunciar al disfraz afrentoso de pirata cuando la muerte vino a
rondarla con sus apremios de a deshora.
Mi predilección por los personajes
femeninos me llevará después hasta Escolástica Ramos, la Tetona Chica, que desde la atalaya de su pubertad esmirriada y sin
cuajar nos recuerda ya la precariedad de nuestras aspiraciones, nuestras
argucias y nuestras impaciencias masculinas. O a Cenicita Cameja, la cubana
sabia de las parábolas que sirven para vivir y de los sones que sirven para
morir.
Imposible olvidar sin embargo a
Cesarito Dávilas, el cabrero amistoso y espicúreo, que se deja quitar
mansamente el olor de la cabra con agua de alsándara silvestre y manzanilla
azul, y reza un misterio de dolor con su alquilada fija, sin renunciar por ello
a trajinársela como es debido.
Pero por encima de todos quisiera
evocar a Aurorita María: la dulce, firme, taciturna, inolvidable Aurorita
María, a cuya determinación le debemos una de las muertes más nítidas y
fulgurantes de toda la literatura de estas islas: la del señor hijo del general
Samprieto Canales y Zamorano del Laurel, que "permaneció como dubitativo ante la sorpresa de tener que morir
inesperadamente".
El día que también a
mi me toque recalar por esa región improbable de las sombras, de las fábulas y
de los sueños, quisiera por un instante tropezar con todos ellos. Pocas cosas
podrían entusiasmarme tanto como divisarlos en la distancia, reconocerlos sin
ningún esfuerzo, comprobar finalmente que -no importa dónde ni cuándo- las
ficciones perdurables van siempre al encuentro de sus lectores.
Los iría saludando de uno en uno, sin
prisas ni sobresaltos, con pausados ademanes de mi propia sombra errante y
solitaria. Luego -puesto que en la región de los sueños y de las entelequias
cada instante va tomando el tamaño de nuestro deseo- acaso intercambie con
ellos una de esas miradas interminables, elocuentes, silenciosas, que son el
principal bagaje de quienes alcanzan la paz consigo mismo.
Para terminar, y sea cual sea el
lenguaje de las sombras, les haría saber que me tuvieron de su parte mientras
derivé por esta otra ladera, y que me sentí feliz porque hubieran visto la luz
en nuestras tierras.
Les decía al principio
que entrar en la historia no es una cuestión que se salde de cualquier manera.
Pues bien, me gustaría dejar las cosas en el mismo lugar donde las empecé.
Por fortuna para todos nosotros, la
dimensión histórica de estas islas no se obtiene porque las mencione a
vuelapluma Plinio El Viejo, ni por comprar voluntades en los despachos de
Madrid o de Bruselas, ni porque una y otra vez ahuequen sus voces los
salvapatrias de opereta.
SE OBTIENE CON CREACIONES TAN
VIGOROSAS, TAN GENUINAS, TAN DEFINITIVAMENTE UNIVERSALES COMO "NOS DEJARON EL MUERTO". Nada más y
nada menos.
*
(*) Rafael Inglott Domìnguez es escritor y
director del Hospital Psiquiàtrico de Gran Canaria.
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