"EL ARRORRÓ DEL CABRERO": NUEVO HITO
NARRATIVO DE VÍCTOR RAMÍREZ
POR
OSWALDO RODRÍGUEZ PÉREZ
Si hay un autor en estas islas cuya
escritura nos atrapa de inmediato porque la reconocemos como nuestra, éste es
Víctor Ramírez. Y cuando digo "nuestra"
no me refiero sólo a Canarias, sino también a los lectores del otro lado del
Atlántico y al de comunidades aparentemente tan distantes y distintas como
pueden serlo Senegal e Italia o Turquía, donde –según sabemos- la obra de
nuestro autor ha sido traducida y estudiada.
No
se puede negar, por lo tanto, la dimensión universal alcanzada por la
literatura de un escritor canario que, lejos de renunciar a sus propias señas
de identidad -lenguaje incluido-, ha sabido trascender las fronteras, incluso
del idioma, para proyectarse y ser reconocido en los más diversos ámbitos de
lectura.
Es obvio que un fenómeno de tal
naturaleza no se explica por el azar, sino por razones objetivas de calidad literaria. Hablamos, por tanto,
de un escritor maduro, justamente reconocido, que, como todos los grandes
autores -García Márquez, por ejemplo-, no ha tenido que transar lo suyo, su
propia mismidad o su peculiar visión del mundo, para trascender los límites de
la insularidad canaria.
Tal
disposición vital y por ende literaria -porque es difícil separar vida y obra
cuando se trata de este autor- revela la condición auténtica, cabal, con la que
Víctor Ramírez asume el trabajo literario. Esta corriente de sinceridad
natural, alejada de cualquier impostura artificiosa, es la que transmite
nuestro autor a los lectores que tienen la suerte de introducirse en su mundo
narrativo y se reconocen en su escritura. Eso fue lo que me sucedió cuando,
recién llegado a esta isla (allá por el año 85), cayeron en mis manos algunos
relatos de Víctor Ramírez. Los leí, primero con curiosidad, luego con
entusiasmo y más tarde con decidida afición.
Invité al autor a una de mis clases de
Crítica Literaria para dialogar con los estudiantes y potenciales lectores de
su obra. No lo hice por simple afán altruista, sino por ser una escritura de
evidente calidad, que merecía ser conocida por todos los amantes de la buena
literatura y, en particular, por los estudiantes canarios que recibían una
formación universitaria.
El
diálogo fue fácil, directo, franco, sin artificio alguno, como es la literatura
de nuestro autor. Les confieso que fue una lección inolvidable porque, además
de ser la primera vez que muchos estudiantes tenían la posibilidad de dialogar
con un escritor canario, el maestro que es Víctor Ramírez les hizo entender que
el oficio literario se sitúa a ras de tierra y no en la entelequia
mixtificadora en que otros lo ubican.
Nuestro autor les hizo entender que la
literatura, pese a su naturaleza imaginaria, no es incompatible con la realidad
donde se gesta la visión del mundo del escritor. Como Pablo Neruda, Benedetti,
Ernesto Cardenal o Augusto Monterroso y tantos otros grandes autores, Víctor
Ramírez nada tiene que ver con la neutralidad de una literatura falsamente
purista.
Al
contrario, asume sin complejo alguno la realidad de una sociedad marginal,
castigada por el poder, para fabularla y convertirla en expresión
simbólico-literaria a través de su propio lenguaje. Quizás por ello nos resulta
tan natural la forma de narrar de Víctor Ramírez, cuestión que fue advertida
por el gran escritor canario Isaac de Vega cuando dijo: "Víctor Ramírez es un escritor nato, que ya
salió así desde sus comienzos. No le hicieron falta mimetismos para tomar la
pluma (...) y escribir desde un principio historias que todas ellas salen
naturales" (La Provincia,
18-I-90).
En
su momento maticé esta apreciación de De Vega, acotando que tal naturalidad es,
a mi juicio, el resultado de un laborioso proceso de escritura, puesto que la
natural capacidad fabuladora de nuestro autor sólo adquiere forma artística por
el dominio del lenguaje literario. Y no me refiero al lenguaje consagrado por
la tradición. Tampoco al experimentalismo vacío que intenta sorprender con la
novedad formal, sino al propio lenguaje popular de la comunidad canaria
utilizado por nuestro autor y elevado –como ninguno anteriormente- a categoría
artística a través de la fabulación literaria.
Sobre este fondo social, periférico,
marginado por el poder que constituye el entramado argumental de sus
narraciones, el relato fluye natural, como si se tratara de un diálogo con el
lector, convertido así en partícipe del acto conversacional que es, en esencia,
la escritura literaria. Tales son algunas de las coordenadas que rigen la
producción narrativa de Víctor Ramírez, cuya primera obra, titulada "Cada cual arrasta su sombra",
aparece en 1971, es reeditada en 1989 y traducida al italiano en 1994. Le
siguen las colecciones de relatos "Cuentos
cobardes" (1977), "Lo más
hermoso de mi vida" (1982), "Diosnoslibre"
(1984).
En
1984 es publicada su famosa novela "Nos
dejaron el muerto" (reeditada en 1990, 1993 y 1996), con la que Víctor
Ramírez se convierte en una de las voces más relevantes de la generación que
surge en la década de los setenta en Canarias. Luego vendrán sus libros de
narraciones breves "Arena Rubia y
otros relatos" (1991), "La
vez entre después y ahora" (1991) y "Catre de viento" (1993, compartido éste con relatos de Rafael
Franquelo). Y por último han aparecido su novela "De aquella zafra" (1992, obra que a mi juicio no ha sido
suficientemente estudiada por la crítica), el libro de relatos "Desde el sur" (1997) y su novela
"Sietesitios queda lejos"
(1998), que preceden a "El arrorró
del cabrero" -que ahora presentamos.
Como si esto le pareciera poco, Víctor
Ramírez, escritor polémico como todo hombre de ideas, edita sus artículos
periodísticos -los publicados y los censurados- en una serie de libros de
ensayos, bajo los títulos de "Respondo"
(1993), "La escudilla"
(1994), "La rendija"
(1997), "Palabras de Amazigh"
(1998) y "Desde el callejón sin
salida" (1999).
Me
habría gustado comentar aquí algunos artículos de Víctor Ramírez por lo
emocionantes, en particular los que exaltan la figura revolucionaria del
indígena peruano Túpac Amaru -incluidos éstos en la sección de vetados o
prohibidos por la prensa. Pero hemos de atenernos a la novela objeto de esta
presentación, editada por el Centro de la
Cultura Popular Canaria, en cuyo prólogo Sebastián Sosa Barroso afirma lo
siguiente: "Después del arco
maravilloso que abre Mararía en el
horizonte canario de las letras, es, a mi juicio, El arrorró del cabrero la obra mejor escrita por un nativo isleño y
que no dudo sea el best-seller de finales del siglo XX en Canarias".
Después
de leer esta novela consideramos que al prologuista no le falta razón, porque
en ella percibimos un evidente salto cualitativo en la creación literaria de
Víctor Ramírez. Como todas sus narraciones, el entramado argumental discurre en
la periferia de la sociedad, espacio humano poblado por personajes marginales,
perfectamente delineados, sobre todo por su moralidad combativa, y cuyas
acciones -situadas en el ámbito de lo cotidiano- los enfrentan al poder que los
discrimina pero no los subyuga.
Una
de las armas es el humor socarrón del que hacen gala la clase desposeída de la
sociedad y también el escritor, que inicia su novela relatando la muerte de
Cesarito Dávilas, el protagonista, que aparece con los testículos de su asesino
exprimidos en su mano buena, la izquierda, y con una misteriosa y dulce sonrisa
pintada en su rostro tumefacto. Sonrisa que "no deja que se la borremos por más que intentáramos imponer la seriedad
en cara de difunto tan maltrecha".
El misterio de la sonrisa del cabrero
muerto se convierte en el leiv-motiv
de la novela, cuya desvelación mantiene vivas las expectativas de lectura hasta
el final del relato. De entrada el autor, con la habilidad de un narrador
experimentado, juega con el lector; pues la novela, en primera instancia,
parece seguir una estructura policíaca, orientada a revelar la incógnita del
asesinato. Pero no; porque muy pronto se aclara que el cabrero fue víctima de
un comando ultraderechista, en el que se encontraba aquel cuyos testículos son
arrancados de cuajo por el viejo en un momento lúcido de su agonía y que se
niega a soltar, como si se tratara de un trofeo de guerra, aun después de
muerto.
La
incógnita no es el asesinato del cabrero, ni sus motivos, sino la sonrisa del
cabrero. En torno a su misterio se construye todo el entramado novelesco. Tal
fórmula narrativa le permite al autor alternar el relato de la muerte del
protagonista con otras narraciones vinculadas siempre a la sonrisa del cabrero,
narraciones que conforman un microuniverso humano situado en la frontera de lo
rural y lo urbano.
En
este ámbito se desarrollan las acciones de los personajes, fuertemente
condicionadas por el amor filial y fraternal que protege a los humildes del
poder siempre amenazante de una autoridad civil pero no moral. Se distinguen
así dos espacios humanos claramente enfrentados que actúan en función de
valores opuestos, poniéndose de relieve una visión ciertamente maniqueísta de
la realidad novelada por parte del narrador.
Pese a ello, el gran acierto de esta
novela está en su estructura narrativa. Como he dicho, desde la dulce e irónica
sonrisa de Cesarito Dávilas se desencadenan todos los acontecimientos, como
narraciones íntimamente imbricadas por el misterio de esa sonrisa.
Lo
curioso es que dichos relatos poseen sus propios narradores: lo que da a la
novela una especial estructura polifónica, donde la voz del narrador básico se
dispersa en una multiplicidad de voces narrativas que intervienen no sólo como
personajes sino también como productores internos del entramado novelesco. Así
la historia del cabrero, contada alternativamente por su sobrino-nieto Javier, alter-ego del yo autobiográfico, da
lugar – verbi gratia- al relato de la
vida ejemplar de Ignacio Perpetuo, contada a su vez por el cabrero.
De
este modo comienzan a sucederse las historias sobre el taciturno y melancólico
personaje llamado "Capitán Tibicena",
la de "El Mandingo", la del
viejo Silverio Morales -quienes a su vez cuentan historias de otros como la de
Pepe Amaranto sobre la vida de Juan Ramírez o la de otro personaje narrador
como Conrado de Asís, quien narra la tragicomedia de Pedro Ladino, muerto en
acto de amor con Rosaura la Negra. Así la multiplicidad de relatos de este
extraordinario inventor de historias que es Víctor Ramírez se despliega ante
los ojos del lector como si estuviéramos leyendo una variante actualizada de
"Las mil y una noches",
pero con mayor complejidad técnica.
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