sábado, 23 de mayo de 2015

EL VOLNEY O SEA LAS RUINAS DE PALMIRA

EL VOLNEY O SEA LAS RUINAS DE PALMIRA

Por Pepe Gutiérrez-Álvarez

Estos días se está hablando de la mítica ciudad de Palmira, concretamente de su conquista por parte del Estado Islámico, presentado unilateralmente…

Estos días se está hablando de la mítica ciudad de Palmira, concretamente de su conquista por parte del Estado Islámico, presentado unilateralmente como unos bárbaros, como un “fascismo” árabe perfectamente posible y explicable. En esta tremenda información se solapa el contexto, se oculta quienes son los ocupantes, quienes son los responsables, no se juzga la actuación del Imperio, ni se menciona   el imperialismo, un término convertido en tabú.

Para mucha gente esta ciudad está ligada especialmente a la lectura de una de las obras de divulgación ilustrada más familiares, concretamente a Las ruinas de Palmira, obra del ilustrado Constantin François de Chasseboeuf (Craon, Anjou, 1757 – París, 1820), al que Napoleón nombró conde de Volney por sus extraordinarios conocimientos.

Este libro ha sido durante más de dos siglos un instrumento de análisis  crítico, no en vano llevaba como subtítulo Meditaciones sobre las revoluciones de los imperios, su obra más famosa, en la que proclama un deísmo tolerante, la libertad y la igualdad. Fue escrita en un momento de rupturas en 1791, cuando Volney representaba al “Tercer Estado” y era secretario de la Asamblea Francesa. Fue traducido tempranamente a castellano por el abate Marchena, un personaje especialmente aborrecido por la derecha española y al que Menéndez Pelayo le dedicó algunas de sus páginas de exaltación oscurantista.

Las ruinas de Palmira o Meditaciones sobre las revoluciones fue un libro muy apreciado por nuestros “librepensadores”, fue leído por generaciones de obreros conscientes y tuvo su lugar en ateneos y casas del pueblo, fue eternamente censurado por el Santo Oficio, quemado por nazis y falangistas, prohibidos bajo las dictaduras aunque, afortunadamente, se podía encontrar con cierta facilidad en las paradas de libros de segunda mano, a veces escondido bajo una manta o en un cajón simulado.

Se trata de una suerte de novela de divulgación didáctica que combina libremente disquisiciones filosóficas con descripciones de viajes y trozos líricos con animadas polémicas sobre las costumbres. Todo comienza con una “Invocación” a las ruinas: las tumbas son el gran espectáculo de la sabiduría humana. El orgullo y la fuerza se doblegan ante la voluntad de la fatalidad; nada resiste a los siglos, y la injusticia cae frente al triunfo cada vez más decisivo del progreso humano. Las tumbas señalan la verdadera igualdad social, y muestran en la libertad humana el más firme principio de bienestar, no en vano Volney fue uno de los inspiradores de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano.

Combinando sólidas observaciones  filosóficas y sociales con varias narraciones de viaje, Volne, habla por boca de un sabio que ha encontrado por el camino, que indaga acerca del origen y la idea de toda religión, mostrando en el hombre la innata exigencia de adorar a un ser supremo, en su valor simbólico e ideal, algo al fina de cuentas, que es una parte más de una historia que nos sobrepasa, que apenas sí empezamos a conocer Todas las religiones afirman por esto, según Volney, la identidad de su misión en un sentimiento de misterio y de adoración hacia un poder sobrenatural, ofrecen una explicación de lo que no resultaba explicable en su momento.

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 La biografía de Volney es la de un hombre hambriento de conocimientos. Gracias  a la posesión de la herencia materna, viajó a Oriente y aprendió el árabe; a la vuelta se dio a conocer con la publicación de Viaje por Egipto y Siria (1787). La Revolución, sin embargo, lo atrajo a París.

Elegido miembro de los Estados Generales como representante del Tercero, defensor de las libertades públicas, adversario del clero y secretario de la Asamblea en 1790. El año siguiente apareció un estudio de actualidad política, Consideraciones sobre la guerra entre los turcos y los rusos. Sus intentos de aclimatación de la caña de azúcar y del café le valieron el nombramiento de Director de la Agricultura y el Comercio en Córcega. Volney era fue un ilustrado de alto alcance, heredero del racionalismo de Helvétius, uno de los primeros que trató de explicar el mundo en base a la dominación económica, y de Condorcet. Su nombre está ligado al descubrimiento enciclopédico de “los otros”, de civilizaciones que fueron cumbres en la historia. Viajó por el Líbano, Egipto y Siria, viaje que relató en Viaje por Egipto y Siria (1787). Entre otras obras suyas de erudición destacan una Cronología de Herodoto (1809), Nuevas investigaciones sobre historia antigua (1814) y diversos trabajos sobre el hebreo.

Ocupó la cátedra de Historia de la École Normale Supérieure, se dedicó a la lingüística (Simplification des langues orientales, 1795), y luego marchó a América, donde permaneció tres años (Tableau du climat et du sol des États-Unis, 1803).

Un par de detalles.

Pequeña memoria. Al menos a mí el Volney me llegó a un servidor debidamente recomendado y sus febril lectura le permitió cruzar las espadas dialécticas con el clérigo “liberal” que nos tocó en sustitución de un venerable anciano muy preocupado en que no pecáramos haciendo “ejercicios con los cinco dedos”. Esta lectura me facilitó una argumentación elemental sobre el lugar de la religión en la historia, una historia que se había desarrollado y alcanzado altos grados de esplendor en civilizaciones como las que evocaban las ruinas de Palmira, civilizaciones que no conocieron ni echaron en falta al terrible Dios del Sinaí, aquel que se le apareció graciosamente a Moisés. Las controversias de este tipo que eran totalmente inusuales suscitaron un increíble interés entre los alumnos incluidos los de otras aulas. Años más tarde uno de los presentes me recordaba el día en que el cura comenzó a mofarse de Volney diciendo que era ya “muy anticuado”, y mi respuesta fue que era mucho más reciente que Moisés y que Josué, el de las trompetas de Jericó.
Una de “romanos”. Se trata del péplum, Bajo el signo de Roma (Nel segno di Roma Italia-Francia, 1959), que fue filmada por Guido Brignone, un pequeño “clásico” del cine mudo italiano con una filmografía extensísima que inició en 1915. El guión fue escrito a ocho manos por Francesco Thellung, Francesco De Feo, Sergio Leone, Giuseppe Mangione, y los actores protagonistas fueron, la felliniana Anita Ekberg en su apogeo como Zenobia y el galán George Marchal, todo un especialista en el género, y muy apreciado por Luís Buñuel.
La trama transcurre Roma en el 272 d.C. El emperador Aureliano quiere acabar con la resistencia del reino de Palmira, gobernado por la hermosa e inteligente Zenobia, y envía como embajador al cónsul Marco Valerio, quien, tras sortear todo tipo de intrigas, conseguirá que Palmira pase a ser provincia del Imperio, y Zenobia rinda pleitesía al emperador, pero no como prisionera sino como su esposa, un esquema que recuerda en buena medida la historia de Cleopatra y de Julio César, pero que en este caso no tuvo la fortuna de contar con un original de Shakespeare.  No se trata de una de las obras más destacadas del género, pero no está exenta de un cierto encanto amén de un vago subrayado anticolonialista, muy propia en el cine italiano de la época. También ofrece un buen aprovechamiento de los escenarios.

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