Decía Saul Bellow, aproximadamente ―en una revista que cayó en mis manos, hace ya mucho tiempo―, que del autor se espera, hoy en día, que aparezca como figura cinematográfica, resplandeciente y señera, apta para salir a escena en cualquier evento que se produzca en su entorno particular. Ello no pretende destacar un sentimiento de modestia en el que se rechaza la oportunidad de estar en primer plano, expuesto a los fogonazos de la brillante luminaria que entraña la publicidad, tras el gozo de la fama. No obstante, hemos de convenir, con el célebre premio Nobel, que existen personas, dentro y fuera de esta profesión, propensas a padecer grave incomodidad cuando protagonizan estos actos, sin duda necesarios para gloria y reclamo de la obra, que paradójicamente sale a la luz y, no obstante, precisa de iluminación y fogueo, con objeto de que, en este mundo de plena indiferencia hacia determinados alumbramientos, no pase desapercibida y caiga en total olvido desde el inicio de su árida andadura.
Ignoro, respecto de lo previamente declarado, si un escritor es sujeto idóneo para presentar la obra de otro escritor, por causa de mostrarse exigente en exceso, o, por el contrario, ser demasiado indulgente a la hora de enjuiciar el texto que tiene en sus manos. La máxima implica la previsión de establecer cierto distanciamiento relativo a la ineludible valoración acerca de la novela presentada, de la cual, en este caso, trataremos de enumerar algunas impresiones inferidas de su lectura, con el fin de hacernos acreedores al honor que nos confiere su autor, Laureano de Lorenzo y Julián, con quien acordamos la ardua tarea de andar por esta Puñetera casa.
Su título nos lleva a pensar que una casa nunca merece el calificativo que ésta ostenta, toda vez que es lugar de refugio, reposo y aislamiento, sitio adecuado para el mantenimiento de pálpito secreto y de intimidad. Ahora bien, esta casa que, en cuanto autor de la novela, Laureano describe con la minuciosidad de un experto en ventas, tiene, ciertamente, el aspecto que determina la consideración de quien a través de su acertada expresión la exhibe.
La novela, configurada en capítulos no numerados, aunque sí titulados, relata la singular aventura de Juan, ardoroso amador, sufriente de exacerbado priapismo, como causa de la ilusa gama erótica que le provoca su fantasía sexual. De uso coloquial, reiterativo, y forma adoptada canario-andaluza, el autor cuenta, auxiliado por voz al margen, dicha en off, las peripecias de Juan en esta casa, un tanto extraña, adonde ha sido trasladado en “vehículo especial”, conforme los dictados de quien propone el pacto, a voluntad aceptado, lejos de analogía con el que Mefistófeles extiende a Fausto; aunque desconoce la identidad de su interlocutor, Juan sigue fiel sus instrucciones, cumpliendo sin ambages las indicaciones del trato. Aquí comienza su confesión donjuanesca, con términos licenciosos y esquivos, cual si su propiedad se resintiera en el empleo adjetival, acaso por un derroche barroco del léxico empleado, lo cual es factible constatar en la descripción del guapo amador.
A lo largo de su lectura se advierte una como intención de engaño, sagazmente utilizada por el autor, en la profusión explicativa de variados pasajes y diversas situaciones, lo que en cierto modo rompe la atmósfera sugerida, impidiendo la cristalización reflexiva de su protagonista. Ello nos lleva a intuir que, detrás de esa primera visión proporcionada, existe algo recóndito, susceptible de ser hallado en último extremo de la trama; así, el lector, bucea profundo en el texto, impelido por el acuciante celo de verse ante el inextricable misterio que, traspasado su impenetrable umbral, haya de prodigarle feliz descanso, una vez resuelta la abierta contienda entablada.
Pródigo en escenas escabrosas, el autor usa un lenguaje veraz, ni desvergonzado ni procaz, pese a rayar en lo soez en alguna ocasión precisa; se trata, pues, de mera realidad expresiva, sin recurso a tremendismo ni afectado realismo, sino de manera llana y sencilla, dando nombre verídico a las cosas que menciona. Es su forma de narrar la que nos muestra, en versión indirecta, la acción desarrollada, por medio de esa voz que va contando cuanto acaece, cual si con el índice nos señalara lo sucedido a través de una distante pantalla, colocada justo en el límite donde tiene lugar la escena evocada.
En cercana mitad de la sensacional odisea nos enteramos de que Juan es también escritor, o quiso serlo, desde muy joven, estudiante en el instituto, cuando inició el relato que ahora quiere reanudar, cuyo argumento nos recuerda en parte Oikia Dualidad, novela de Iván Morales; pero, al no especificar su origen, nos deja en la duda de su correspondiente autenticidad, que una olvidada referencia hubiese subsanado al punto.
Otro detalle menor es el lanzamiento publicitario que da a determinados productos, no integrantes del conjunto, introducidos aquí como elementos indicativos del carácter del protagonista, cual rasgos inherentes a su naturaleza y condición. Esta misma impronta deja entrever las hembras gozadas, aunque sólo percibimos el cómputo hecho por la voz narradora, no la realización consumada por el extraordinario amador, que al cabo termina casi en voyeur. Más adelante insiste en las magníficas dotes de este varón, en cuanto semental experimentado, tesis que apoya en su tratado del buen copular, expuesto a través del habla del propio Juan.
Hacia la parte final de la novela, involucrada quizá en su propia dinámica, la narración parece ser más consecuente, exenta de aditamentos explicativos, que en cierto modo entorpecen el discurso, reducen la intriga y acaban con el misterio, lo cual entraña el riesgo de dispersar el interés suscitado por la intrincada estructura erigida.
Nos encontramos ahora ante el espectro, que nos recuerda el que irrumpe en escena al principio de Hamlet; aunque éste, más comunicativo y explícito, no es tan tenebroso, como salido de un cuento de Poe o Lovecraft, ni fluctúa pavoroso en el aura de Oficio de tinieblas, de Cela. Juan, por asesoramiento del fantasma, es remitido a un códice ignorado que ha de hallar en la biblioteca de esta Puñetera casa, en el que encontrará la clave de aquella aventura que le ha tocado en suerte, cual si se tratara del famoso héroe de cine en busca de su arca legendaria.
En cabalística conversación con el espíritu, identificado ya a estas alturas, se viene veladamente a esclarecer la sutileza del tema, con lo cual queda asimismo desvelado el misterio, como intríngulis de cuanto acontecer se ha venido experimentando; aunque no se alcanza a percibir luz que ilumine el largo túnel que recorre en toda su gesta.
Referente a la incógnita planteada, en absoluto despejada, nada se aporta en favor de su posible solución; sin embargo, surge inapelable un nuevo enigma, en la triple alternativa ―sugerida a Juan, como respuesta a la anhelante demanda―, que lo sume en delirio, estupor y desasosiego.
José Rivero Vivas
San Andrés, Tenerife, abril de 2010
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