domingo, 3 de diciembre de 2023

EL RECONOCIDO DESPRESTIGIO DEL TRIBUNAL SUPREMO

 

EL RECONOCIDO DESPRESTIGIO DEL

 TRIBUNAL SUPREMO

Con la anulación del nombramiento de Magdalena Valerio como presidenta del Consejo de Estado, el poder judicial ha robado una decisión democrática al pueblo

JOAQUÍN URÍAS

Magdalena Valerio, durante su toma de posesión como presidenta

del Consejo de Estado. Noviembre de 2022. / Consejo de Estado

Sostiene el Tribunal Supremo que la persona nombrada por el Gobierno para presidir el Consejo de Estado no tiene reconocido  prestigio. Magdalena Valerio fue ministra, diputada, consejera y ejerció muchos otros cargos públicos en una carrera excelente. Pero el alto tribunal dice que la comunidad jurídica no la tiene en demasiada estima, de modo que su reputación jurídica no es suficiente como para nombrarla para tan alto puesto. Y ha anulado el nombramiento, porque la ley exige que solo puedan acceder al cargo los juristas de reconocido prestigio.

Hay quien ha interpretado la decisión como un ataque al Gobierno que formaría parte de la guerra judicial que algunos tribunales han emprendido contra el Ejecutivo de Pedro Sánchez, dispuestos a impedir el desarrollo de políticas progresistas. No sé si es realmente el caso. De lo que no hay duda es de que estamos ante un nuevo episodio de expansión de las atribuciones judiciales: tribunales que invaden el terreno propio del poder ejecutivo y sustituyen el criterio de oportunidad de los órganos políticos por el suyo propio.

 

Estamos ante un nuevo episodio de expansión de las atribuciones judiciales

 

Efectivamente, la Ley del Consejo de Estado dice que su presidente será nombrado “libremente” por el Gobierno entre juristas de reconocido prestigio y con experiencia en asuntos de Estado. El Tribunal Supremo, por primera vez en su historia, ha decidido que le toca analizar si coincide o no en eso del prestigio. Para ello parte de que lo que exige la ley es tener “pública estima obtenida en el ejercicio de una profesión jurídica”. Es decir, sostiene el Tribunal Supremo que solo puede ser nombrado quien por el ejercicio prolongado de una profesión jurídica tenga un dominio tan notable del derecho “que despierte el aprecio profesional” entre sus compañeros. Una y otra vez alude a la “pública estima en la comunidad jurídica” que necesita el candidato.

 

Llegados a ese punto, el Supremo concluye simplemente que la persona designada, pese a ser licenciada en Derecho, experta en derecho del trabajo y haber formado parte durante años como vocal de la comisión de justicia del Congreso, no tiene prestigio suficiente como jurista.

 

En el mundillo jurídico, muchas voces han aplaudido esta decisión. Esencialmente de personas integradas en algún colectivo jurídico (catedráticos, jueces, fiscales), que se consideran a sí mismas responsables de medir el prestigio ajeno. Parecen súbitamente felices de haber detectado y expulsado a una impostora infiltrada pérfidamente entre sus filas. Son los mismos que se llenan la boca constantemente de meritocracia para referirse a lo que no es sino colegueo e intercambio de favores. Pese a ellos, se trata de una decisión peligrosa para el Estado de derecho y que socava las bases democráticas del sistema. Porque le roba una trascendental decisión democrática al pueblo y porque incrementa el poder de esas élites corporativas que creen que el Estado es suyo.

 

Cuando la ley asigna al poder ejecutivo la libre elección de la persona que ha de presidir el Consejo de Estado, quiere que sea un órgano con legitimación popular el que tome esa decisión. Se trata, por tanto, de una decisión política. El Gobierno puede nombrar al perfil que mejor se adapte a su concepción ideológica de la sociedad. Los altos órganos del Estado no funcionan nunca como órganos meramente técnicos. Sus decisiones, aunque presentadas como tales, parten de una concepción política sobre lo que es valioso y lo que no. Dejar en manos técnicas la toma de decisiones de oportunidad supone renunciar a ese ideal democrático de que es la propia sociedad la que, mediante las elecciones, decide su futuro.

 

Por eso, la ley puede establecer requisitos objetivos destinados a que quien presida el Consejo de Estado tenga la mejor cualificación. Puede exigir determinados estudios, tiempo ejerciendo su profesión o experiencias laborales concretas. Los tribunales pueden vigilar que efectivamente se cumpla la ley y anular el nombramiento de quien no reúna tales requisitos. Sin embargo, cuando exige “reconocido prestigio” alude a algo de naturaleza totalmente diferente. El prestigio es algo subjetivo. Depende, en efecto, de la consideración ajena. Pero no necesariamente de un grupito de ilustrados. El prestigio puede ser también social y, sobre todo, depende en gran manera de la ideología de quien lo valore. Por eso la ley atribuye al Gobierno, en representación de la ciudadanía, decidir a quién considera prestigioso. Su única obligación es argumentarlo razonadamente.

 

El prestigio es algo subjetivo. Depende de la consideración ajena. Pero no necesariamente de un grupito de ilustrados

 

El carácter ideológico del prestigio es fácil de explicar. Sostiene el Tribunal Supremo que lo tendría, por ejemplo, don Enrique Arnaldo, nombrado no hace mucho magistrado del Constitucional. Es letrado de las Cortes y catedrático de Derecho. Tiene además la Gran Cruz de la Orden de San Raimundo de Peñafort, así que no hay duda de que entre los juristas se le considera de buena reputación. Al mismo tiempo, este señor –que apareció en dos sumarios de corrupción, pero fue exonerado– tenía un despacho de asesoramiento jurídico que recibió suculentos contratos del Partido Popular. Fue quien llevó a Pablo Casado a conseguir aprobar de un tirón doce asignaturas en su máster fantasma. También compaginó de manera aparentemente irregular el cargo de profesor en dos universidades y ha estado inmerso en otras polémicas que podrían hacer dudar de su honestidad. Sin duda, para alguien conservador se trata de una persona de prestigio, pues es rica y poderosa. Sin embargo, también es posible que alguien más comprometido con los valores sociales considere que el prestigio no se gana con chanchullos sino con la integridad. Y podría llegar a la conclusión de que alguien así no reúne los requisitos para su alto cargo. El prestigio, pues, es ideológico y sólo lo puede valorar el Gobierno.

 

Del mismo modo, si un eventual gobierno de izquierdas decidiera un día que una abogada especializada en temas de extranjería, comprometida día a día en la asistencia a los inmigrantes que llegan a la valla de Melilla o a los centros de acogida de Madrid y que acostumbrada a litigar por sus derechos tiene reconocido prestigio, se trataría de una decisión ideológica. Aunque no hubiera conseguido el triunfo profesional ni económico, su prestigio como incansable defensora de los derechos sería innegable. ¿Cómo va a llegar el Tribunal Supremo a decir que, puesto que no ha recibido honores y cargos, esa persona no es suficientemente prestigiosa? Sería un disparate.

 

Sólo quien tiene legitimación democrática para tomar decisiones ideológicas puede tomarlas. Y determinar el prestigio no es algo técnico ni neutral, así que no corresponde a los jueces.

 

Más allá, el concepto de prestigio que impone en esta terrible sentencia el Tribunal Supremo es tremendamente elitista y corporativo. Si eres profesor, abogado, juez o notario, pero te manifiestas contra las opiniones mayoritarias del sector o no entras en las componendas y convenciones habituales que reúnen a estos colectivos, seguramente no se te reconozca esa estima o aprecio en el sector que dice el Supremo que es necesaria para poder acceder a las más altas posiciones del Estado. Está así reivindicando el sistema de cooptación típico de las élites tradicionales. Sirve para que no pueda triunfar nadie que no acepte someterse a las servidumbres que permiten ahormar a los juristas y evitar el pensamiento excesivamente divergente. El Supremo, así, no solo hurta a la sociedad una decisión política, sino que además se la regala a las élites dominantes en la judicatura, la universidad o la abogacía.

 

Es posible que en el caso concreto de Magdalena Valerio el Gobierno se equivocara por no motivar suficientemente en qué consistía su prestigio como jurista. Debió explicarlo mejor. Aun así el Tribunal Supremo –ya sea porque está inmerso en una guerra judicial contra la izquierda, ya porque tiende a ocupar cada vez más espacios políticos (como hizo durante la pandemia)–, al ir más allá del control de razonabilidad de la motivación, cruza todas las líneas rojas posibles.

 

Vivimos tiempos difíciles en los que el poder judicial ha perdido la conciencia de sus límites y constantemente se entromete en el papel de los otros poderes. Quienes debían garantizar la primacía de los órganos democráticos están, en vez de ello, robándoles sus competencias. La distopía de sustituir la democracia por una juristocracia cada vez está más cerca. Hablan de meritocracia pero sólo tratan de colocar a “uno de los nuestros”.

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