PEDRO SÁNCHEZ Y LA MORDAZA INTERMINABLE
JONATHAN MARTÍNEZ
Barricadas en Cádiz por la huelga del sector del metal. EP
Dice el refrán que las cosas de palacio van despacio, pero hay asuntos palaciegos que corren a la velocidad de un guepardo puesto de esteroides mientras que otras demandas, esas que alguna vez creímos urgentes, duermen el sueño de los justos y terminan entrampadas en las enredaderas de la burocracia. Hay casos a puñados. Nos contaban, por ejemplo, que reformar la Constitución requeriría una ingeniería titánica, un trajín de pactos y fontaneros que fue posible en las urgencias democráticas del posfranquismo pero que ahora resulta inviable, cuando no contraproducente. Hasta que el PSOE y el PP amañaron el artículo 135 en una tarde tonta de verano. Ay, las prisas del dinero.
Y qué decir de la
ley del consentimiento. Allá por 2018, cuando la Audiencia de Navarra atribuyó
a los miembros de la Manada un escaso delito de abuso, las calles se
revolvieron en un aluvión de protestas y el entonces portavoz del Gobierno,
Íñigo Méndez de Vigo, se comprometió a supervisar la tipificación de los
crímenes sexuales. Hicieron falta más de cuatro años de orfebrería jurídica
para gestar una nueva legalidad pero han bastado unos pocos meses de titulares
desquiciados y de tertulias vociferantes para que el PSOE claudique una vez más
ante el populismo punitivo. Las huestes de Sánchez han sumado fuerzas junto a
la derecha parlamentaria y adiós muy buenas.
Fue el pasado 10 de
febrero cuando el PSOE recurrió a los procedimientos de urgencia para que su
proposición de ley se debatiera a todo meter en el Congreso. A qué vienen
tantas ansias, se preguntará el respetable. Al compromiso de poner fin a las
revisiones de condenas, responderá cualquier corazón noble. Nanay. "Va a
seguir habiendo revisiones de condenas", reconoce la ministra de Justicia,
Pilar Llop, durante una entrevista en la cadena SER. Y es que las viejas
sentencias siempre van a estar sometidas a las reintrepretaciones porque todo
reo tiene derecho a reclamar para sí la ley menos severa. Las prisas del PSOE
solo sirven para apaciguar a la caverna. Y ni así van a conseguirlo.
Dice el refrán que
las prisas no son buenas consejeras. Y que consejos vendo pero para mí no
tengo. En 2015, durante una entrevista en La Sexta, Pedro Sánchez se
comprometía a fulminar la ley mordaza con una convicción que ahora suena
bochornosa. "La vamos a derogar en cuanto lleguemos al Gobierno, de eso no
te quepa la menor duda. Porque al final, de lo que estamos hablando es de que
se está limitando el derecho a la manifestación de muchísimos españoles, por
ejemplo en contra de los recortes del PP". La promesa, llamémosla brindis
al sol, ha sido reiterada sin descanso desde 2014. La última vez que la
escuchamos fue durante la campaña electoral de 2019.
¿Dónde están los
procedimientos de urgencia, el vértigo de las reformas exprés, la celeridad
legisladora? ¿Dónde las manos diligentes que firman y confirman tochos legales
a gusto del cortijo mediático con un juego de muñeca digo de El Zorro? Ahora la
memoria nos molesta con agravios que parecen agua pasada pero que explican el
presente. Digamos, por decir, aquella reforma laboral que aprobó el Gobierno de
Rajoy cagando leches y con un sablazo unilateral porque la crisis le apretaba las
clavijas. Fue necesario marear mil veces la perdiz en larguísimas mesas de
negociación para revertir algunos de los estropicios que dejó aquella sangría.
Las promesas
generosas de otros tiempos se diluyen en el bullicio de la actualidad
informativa, en una selva de noticias que aparecen y desaparecen como si nunca
hubieran existido, titulares tan frágiles y precarios que en apenas unos
minutos caerán en el más largo de los olvidos. ¿Quién se acuerda ya del clima
agitado de 2015, cuando cinco relatores de las Naciones Unidas denunciaban que
la ley mordaza "vulnera la propia esencia del derecho de
manifestación"? La libertad de opinión estaba entonces tan maltrecha y
cercenada como ahora, pero por algún inexplicable motivo, parece que le hubiéramos
cogido el gusto a la obligación de cerrar la boca.
Esta primavera
habrán pasado cinco años desde que Mariano Rajoy se largó con viento fresco de
la Moncloa. Un lustro, que se dice pronto, desde que surgió como entidad
fantasmal ese grupo heterogéneo de siglas políticas al que se bautizó como
bloque de investidura. A simple vista, dentro de aquella ensalada ideológica no
había más vínculo común que el deseo de cambio. La derecha lo llamó
"gobierno Frankenstein" haciéndose eco de una ocurrencia que no venía
del PP sino que había sido lanzada por
Alfredo Pérez Rubalcaba tras las elecciones de 2016. Pero Frankenstein tenía
algunos consensos elementales y uno de ellos llamaba a liberar las mordazas.
La nueva Ley de
Seguridad Ciudadana lleva tres años empantanada en una reforma que no podrá
llegar a buen puerto antes del fin de la legislatura. En una cuestionable
paradoja, la mordaza de Rajoy sirvió a Sánchez para expedir sanciones a diestro
y siniestro durante el estado de alarma. 405 millones en multas es el lucrativo
saldo de haber incumplido una promesa de campaña. 634.669 personas afectadas.
¿Por qué Sánchez no se apresura a modificar la ley ante estos "efectos no
deseados que hay que corregir"? Porque el cortijo mediático que hoy se
subleva contra el "sí es sí"
siempre ha jaleado a los ultras policiales que piden menos ley y más mordaza.
Lo cierto es que
Grande-Marlaska chapotea en la ley mordaza como un rodaballo en un fangal. Que
vivan las devoluciones en caliente y el estilo Meloni. Que vivan los ojos
arrancados con proyectiles de goma. Que vivan los informes policiales elevados
a dogma. Rajoy vive, la lucha sigue. Mientras tanto, los feligreses del
bipartidismo se debaten como siempre entre lo malo y lo peor. Porque en eso
consiste el bipartidismo: que nos gobiernen velocistas en el dudoso arte de
arrebatar derechos o que nos gobiernen maratonianos en el lentísimo arte de
restaurarlos.
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