LA PRISIÓN SIN MUROS
JORGE MAJFUD
Fuentes: Rebelión - Imagen: Barbara Kruger,
"The future belongs to those who can see it" (El futuro le pertenece
a aquellos que lo puedan ver)
A principios de siglo, dos cosas me llamaban la atención de mis nuevos estudiantes en Georgia y luego en Pensilvania. Primero, la fe como principal instrumento de juicio. Lo segundo se refería a un sobreentendido: cada vez que los estudiantes leían una obra de ficción, sus análisis consistían en deducir qué había querido decir el autor y qué quería que sus lectores hicieran.
Una vez perdí la paciencia: “No sabemos qué estaba pensando el autor mientras escribía esta obra, pero es muy probable que le importase un carajo lo que pudiésemos pensar nosotros; ahora, si le importaba, igual podemos leerlo sin que nos importe”. El arte (como la ciencia desde otro punto de vista) explora, expone la infinita complejidad humana, incluidos los conflictos morales y políticos, pero no tiene por qué ser un texto religioso, moralista o proselitista.
Ambas actitudes
intelectuales debían proceder del entrenamiento de los lectores, de los
individuos en las iglesias a la que casi todos asistían cada domingo desde
niños. En el caso de un texto como la Biblia, el Corán o la Torá, es razonable
pensar que los lectores busquen “lo que quiso decir el autor” y “qué quiere él
de nosotros”―y que se odien unos a otros por las interpretaciones.
Este entrenamiento
intelectual debió migrar de las iglesias hacia la política e intenta hacerlo
ahora a la educación con todo tipo de leyes aprobadas para limitar la libertad
de cátedra en nombre de la libertad.
¿Cómo se entiende
esta contradicción? De la misma forma, el sistema esclavista combinaba el amor
cristiano y la explotación de millones de hombres y mujeres condenados por el
color de su piel. Si consideramos que las modernas corporaciones son la
continuidad de los amos esclavistas y los trabajadores que se alquilan por un
salario son casi una copia de los esclavos indenture del siglo XIX, la
transición a un Jesús capitalista y protector de los millonarios es un proceso
simple y hasta natural.
Hay dos motores
culturales: uno es la cultura consumista que procede del capitalismo
corporativo y el otro es la tradición religiosa que le exige fe incondicional
al creyente―al consumidor, al votante. Alguien podría decir que cristianismo y
capitalismo son contradictorios y, si vamos a los orígenes, lo es. Sin embargo,
ambos han funcionado de la mano. El casamiento entre política y religión se ha
dado siempre a lo largo de la historia. La lógica radica en que las elites en
el poder, quienes dominan la economía y las finanzas, deben administrar también
la política, y sin una gran narración ese dominio es muy frágil y limitado. A
diferencia de un cuento, de una novela o de una obra de teatro, es una ficción
que pretende no serlo.
Cuando aparece una
narrativa que diputa una hegemonía, inmediatamente es demonizada, por lo
general invirtiendo realidad y ficción a conveniencia. Si los estudiantes
universitarios se encuentran embrutecidos por la propaganda corporativa y
consumista, embrutecidos por la indiferencia hacia lo que llamamos “la cultura
radical”, ¿qué esperar del resto de la población?
Este fenómeno pudo haber nacido en Estados
Unidos, como muchos otros tics culturales, pero es fácilmente observable en
otras regiones del mundo. Bastaría con mencionar un ejemplo: se acusa de
gramscianos a los profesores de izquierda como si su objetivo fuese derrocar
todo un sistema inoculando ideas en la juventud. De la misma forma, se acusa a
los marxistas de “promover la lucha de clases”. Esto es el resultado de la
falta de una cultura mínima y una abundancia de medios. Los influencers,
resultados de esta fórmula (medios ricos, contenidos pobres) ahora devenidos en
políticos, necesitan teléfonos de cinco cámaras para grabar su vacío interior.
Gramsci explicó la
importancia de los medios en la consolidación de la ideología dominante. Es
decir, lo que es. Lo que existe, en una sociedad capitalista (la creación de
“sentido común” de la clase dominante). Antes, Marx explicó la dinámica del
conflicto de clases (más materialista, menos gramsciano). Es decir, lo que es.
Lo que existe, en una sociedad capitalista. La aceleración del proceso natural
de las contradicciones capitalistas fue una idea de Lenin y del bolchevismo,
luego adaptada por Ernesto Che Guevara al contexto de una larga tradición de
muchas dictaduras militares y de algunas democracias bananeras en América
Latina.
Recientemente, en
una clase sobre los años 50 en América Central y el Caribe, noté que ninguno de
mis estudiantes tenía alguna idea de qué es eso del marxismo. Me tomé quince
minutos para ensayar una introducción básica sobre el materialismo dialéctico
que explica diversos procesos históricos en Estados Unidos, el comunismo como
etapa previa del anarquismo, etc.
Al terminar mi resumen noté que nadie se
atrevía a preguntar más, como si hubiesen sido obligados a participar de una
sesión con el demonio. Unos cuantos teléfonos me apuntaban. Nunca sabré qué uso
le habrán dado, pero espero que hayan aprendido algo. Recordé lo que hace un
par de años un general estadounidense (Mark Milley) dijo en el Congreso donde
declaraba: “He leído a Mao Zedong. He leído a Karl Marx. He leído a Lenin. Eso
no me hace comunista”. Recordé que una de las primeras aproximaciones que tuve
del pensamiento marxista fue en la Facultad de Arquitectura de Uruguay. El
profesor de economía, Claudio Williman, era un abogado experto en marxismo. No
era marxista sino un político del Partido Blanco, el partido conservador de
Uruguay. Ahora, gente así está demonizada, paradójicamente en lo que se llama
democracia. En Estados Unidos hay que ir a alguna universidad especializada en
estos temas para aprender sobre un clásico de la economía mundial.
A eso se ha
reducido la educación: no pocos tienen miedo de leer algo que pueda hacerles
temblar la fe. De ahí tantas prohibiciones de libros y de cursos de historia no
oficial por parte de los libertarios. Aquellos que intentan ver el mundo desde
un ángulo diferente son acusados de enemigos de la libertad.
Recientemente, la
profesora Brooke Allen publicó en el WSJ un artículo sobre sus clases en una
prisión. Luego de lamentarse por el nivel intelectual de la nueva generación de
estudiantes universitarios, escribió: “[Los presos] contrastan con los
estudiantes universitarios de hoy. Estos hombres leen cada tarea dos o tres
veces antes de ir a clase y luego toman notas. Algunos de ellos han estado
encarcelados durante 20 o 30 años y no han parado de estudiar (…) Una gran
proporción de ellos son negros y latinos, y aunque no les gusten las ideas
sobre la raza de David Hume o de Thomas Jefferson, quieren leer a esos autores
de todos modos. Quieren participar de la conversación centenaria que ha
producido nuestra civilización”.
Los prisioneros
están afuera, en la prisión sin muros.
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