JULIA
Y LA GUILLOTINA DE
JONATHAN ALLEN
PALABRAS DE
JOSE OLIVER FRADE EN LA PRESENTACION
Deseo, en
primer lugar, dar las gracias, tanto al autor como al editor, por haberme
invitado a presentar en Tenerife esta
nueva entrega de la colección “G21 Narrativa Canaria Actual”, excelente
muestrario plural de las letras insulares de nuestros días. Y voy a aprovechar
esta ocasión para agradecer públicamente a Ánghel Morales la atrevida y
generosa apuesta que está haciendo por dar a conocer como es debido una hornada
más de escritores canarios. Es esta una labor digna de toda alabanza y
reconocimiento, y más ahora, en estos tiempos críticos que corren.
Después de leer algunas de las
breves reseñas que sobre nuestro autor ha ofrecido Luis León Barreto, la nota
del crítico Jesús Palacios que aparece en la contraportada de este libro, o el
artículo que el pasado mes de mayo le dedicó Eduardo García Rojas en su
indispensable y estimulador El escobillón,
no resulta nada fácil decir algo novedoso o singular sobre Jonathan Allen y su Julia y la guillotina. Aún así, trataré
de cumplir con mi cometido aquí y hacerles partícipes de algunas de las
impresiones que me ha suscitado la lectura de esta “pequeña novela”.
Pero antes de entrar en la obra, empezaré
por presentar a su autor.
Tiene razón
Luis León Barreto al señalar que Jonathan Allen es un “personaje curioso”. A mí
la curiosidad de este personaje “anglocanarión” se me despertó hace ya más de
diez años al descubrir que era colega mío en la vecina Universidad de Las
Palmas de Gran Canaria y, además, alguien con influencias en una de las más
prestigiosas colecciones del Servicio de Publicaciones del Cabildo Insular de
Gran Canaria, la de “Viajes y viajeros históricos”, que esperemos que algún día,
tras esta infausta crisis, resucite. Luego ya fui sabiendo que se graduó en
Letras Medievales y Modernas en un college
de Cambridge, que amplió sus estudios en la Universidad de Londres, que al
volver en 1991 a su isla natal se integró en el Centro Atlántico de Arte
Moderno para responsabilizarse de las ediciones en inglés y en francés de la
revista Atlántica, y que un poco más
tarde se encargó de coordinar la programación de la Filmoteca Canaria. En 1995
se integra en la ULPGC como profesor de Filología Francesa, lo que no hace –ni
mucho menos– que disminuya su activa labor en el ámbito cultural del
Archipiélago: además de tutelar la citada colección sobre viajes del Cabildo
grancanario, crea y dirige Moralia,
revista de estudios modernistas, redacta más de cuarenta catálogos de
exposiciones, también dirige durante varios cursos el Diploma de Estudios
Canarios de su universidad, prosigue con sus colaboraciones en la prensa
insular sobre temas relacionados con el arte, la literatura y la política
cultural, o, más recientemente, capitanea con Fernando Castro Borrego la
monumental Historia cultural del arte en
Canarias (publicada en 10 vols. entre 2005 y 2012). Y por si fuera poco,
desde hace ocho años nos viene regalando algunos frutos de su creatividad
narrativa, como la trilogía Arturo Rey de
Erbania (Madrid, Huerga & Fierro, 2005-2008), la novela El sueño de Praga (S/C de Tenerife,
Idea, 2009; 2ª ed. 2011 con prólogo de Jesús Palacios; traducida al checo y al
alemán), Napoleón en Santa Helena &
otros cuentos (Madrid, Huerga & Fierro, 2010), El viaje de Balzac &
otros cuentos (S/C de Tenerife, Idea, 2010), Venecia & otros cuentos (S/C de Tenerife, Idea, 2011) hasta
llegar a Julia y la guillotina, que
terminó de escribir en Arucas el pasado mes de diciembre y que ya se ha
traducido al francés.
Como se puede apreciar, el escritor Jonathan Allen tiene una
especial predilección por los “tragos cortos”: en efecto, la mayoría de sus
obras se inscriben en lo que la crítica literaria llama “relato breve”. Y la
obra de la que vamos a dar cuenta aquí no es una excepción: Julia y la guillotina es una novela
corta o, más exactamente, lo que los franceses llaman una nouvelle, denominación que le viene como anillo al dedo, toda vez
que está ambientada en París.
Se me antoja
pensar que la formación como francesista de nuestro autor tiene mucho que ver
con esta inclinación que profesa a las narraciones breves, máxime cuando me
consta que es un buen conocedor de aquella literatura medieval donde proliferaban
lais, fabliaux y cuentos (baste recordar a María de Francia o a Margarita
de Navarra), así como de los autores y textos del gran siglo literario francés,
el XIX, durante el cual todo narrador que se preciara cultivaba necesariamente
el género breve. Permítanme citar tan solo unos cuantos nombres ejemplares que
sospecho que algo han tenido que ver en la conformación de la escritura de
Jonathan Allen, como Chateaubriand, Balzac, George Sand, Flaubert o Maupassant.
Pero estoy convencido de que los cimientos de su capacidad creativa también se
asientan en la fecunda tradición anglosajona de las short stories y de las
novellas, que podría estar encarnada por figuras señeras como Edgar Allan
Poe o Henry James, entre otros.
Sea como sea,
la obra que aquí presentamos cumple sobradamente con las características que
diferencian la nouvelle de la novela.
Es decir: extensión limitada, intriga única, pocos personajes, final rápido y
en cierto modo inesperado.
A todo ello
habría que añadir que, por lo que se refiere al tema, Julia y la guillotina comparte el carácter fantástico y el suspense
de muchas de las narraciones cortas más emblemáticas.
Aunque me he
propuesto no desentrañar la trama de la obra, no puedo dejar de entornar
algunas puertas que les invite a adentrarse en la lectura de esta “deliciosa nouvelle”, como la califica Jesús
Palacios.
En primer
lugar, hay que apuntar que nos encontramos ante un relato fantástico o, para
ser más exactos, ante una historia de fantasmas (nada que ver con las de vampiros
y zombies que están tan de moda hoy en día), ante una historia protagonizada
casi en exclusiva por mujeres: por la joven Julia, que acaba de cumplir 18
años, por su madre Adela, por su abuela Adelaida y por Julieta, la “señorita
blanca”, aristocrática antecesora familiar que murió en la guillotina a los 24
años, una semana antes de que acabara el Terror revolucionario con la detención
de Robespierre, esto es, tres o cuatro días antes de que también lo hiciera por
el mismo método (y tal vez con el mismo instrumento) André Chénier, precursor
de la nueva poesía romántica francesa que reivindicarían Victor Hugo, Alfred de
Vigny, Alphonse de Lamartine o Alfred de Musset. Es este un detalle que el
autor no menciona en la novela, así que no sé si es una coincidencia o un
guiño.
Ya he señalado
que la intriga transcurre en París, pero también hay precisar que la novela
está ambientada en dos momentos distintos y, así, Jonathan Allen nos transporta
de la época actual, en la que viven Julia, su madre y su abuela, a julio de
1794. Y si este viaje temporal puede acarrearnos, en un principio, un cierto
mareo, a medida que vamos pasando las páginas nos vamos habituando cada vez más
a transitar de una época a otra sin ningún problema.
Sin duda, ya
habrán advertido ese paralelismo que el autor ha buscado para denominar a estos
personajes femeninos: por un lado tenemos a Adela y Adelaida, figuras que
representan la madurez y que se complementan al desempeñar los papeles de madre
protectora y de consejera, y por otro nos encontramos con Julia y Julieta, jóvenes
muchachas que están empezando a descubrir el amor, una viva, otra muerta hace
más de doscientos años, a veces cómplices íntimas y confidentes, a veces
rivales, a veces en el siglo XXI, a veces en el siglo XVIII.
Los personajes
masculinos, por otra parte, tienen una presencia netamente secundaria, son
comparsas de la historia principal, aunque en ocasiones pueden llegar a
adquirir una dimensión notable, como es el caso del psicólogo Penson (o Pinzón,
como lo llama la abuela Adelaida) o el de Serguei, el flamante novio de Julia.
Pero asimismo
tengo que destacar que los espacios parecen –en un sentido figurado– cobrar
vida a lo largo de la obra o, al menos, tener vida. De este modo, cuando el
texto de Jonathan Allen me ha llevado por casas, castillos, calles, parques o
plazas de ese París inmemorial, ya fuera el de las postrimerías del siglo XVIII
o el de las primeras décadas del XXI, no me he sentido perdido, sino que me he
podido imaginar muy bien dónde estaba, por dónde me llevaban Julia, Julieta o
Serguei. Y no sé si será deformación profesional por tratar de descubrir
fuentes o influencias en el autor, pero esa credibilidad me ha hecho percibir
en algunas ocasiones la sombra de los grandes escritores realistas franceses y
en otras sentirme ante unas escenas cinematográficas.
Llegados aquí,
he de decir que el futuro lector no debe inquietarse por este trasiego de
personajes y tiempos al que, sin dar muchas pistas, me he referido. Eduardo
García Rojas ya lo ha señalado mucho mejor de lo que yo podría hacerlo en este
momento: estamos ante una “novela que sabe moverse muy bien entre pasado y
presente, y en la que confluyen los fantasmas de ese mismo pasado con los de
ese mismo presente. [… es] una novela que discurre con anormal normalidad por
el relato de fantasmas”.
No obstante,
más allá de que nos encontremos ante una nouvelle
fantastique, donde se recrea un cierto ambiente aristocrático hasta cierto
punto decadentista (con ecos del estilo “vieille France”), no cabe duda de que
Jonathan Allen –como no podía ser de otra manera– ha aprovechado el soporte
argumental que ha creado para dar rienda suelta a algunos aspectos de su visión
del mundo, una visión que en algún momento podría considerarse “transmoderna”
(lo de “posmoderno” ya no es moderno) y le lleva a que se le escapen ciertas
reflexiones sobre temas diversos, como, por ejemplo, sobre la perspectiva
histórica del ser humano: “Uno se siente parte de una gran corriente, comprende
que la vida actual no es sino una continuidad de otras, y eso coloca la vanidad
en su sitio” (p. 38), o sobre la influencia de las tecnologías de la
comunicación: “La visión del mundo ya no es el logro de una percepción
personal, sea cual sea, sino la de una pantalla táctil que nos conecta a un
orbe en inextinguible comunicación, rutilante demonio que esclaviza a cambio de
un millón de imágenes que se fundirá en otro millón. Opio de la infinita
conectividad. Al final, ya no hay saber, nada se sabe, pues el último dato
siempre será obsoleto. La información continua trivializa el conocimiento” (p.
94).
El tono serio
de estas y otras cavilaciones contrasta a menudo con los guiños con que
Jonathan Allen salpica todo el texto y que podrían interpretarse como retos que
el autor lanza a la pericia o complicidad del lector. Abundan, así, referencias
a personajes, lugares y hechos históricos y actuales verídicos, como –por citar
un solo ejemplo– el castillo de Vilgénis (centro de formación propiedad de Air
France). Del mismo modo, no faltan las bromas; unas veces, expresadas de manera
directa, otras con cierta socarronería o ironía.
No quiero
acabar sin señalar que el estilo que emplea nuestro autor es ligero, ágil, lo
que, junto a la profusión de diálogos y al desarrollo de la trama, invita a una
lectura continuada de la obra. El lenguaje que utiliza va, casi siempre, en
consonancia con los personajes y su época. Por lo general, es refinado, propio
del ambiente señorial al que pertenece la familia de Julia, pero en varias
ocasiones se asoman expresiones coloquiales que sorprenden o hacen sonreír:
“guay”, “pedazo de habitación”, “pasteleo”. Asimismo, no sé si por influjo
profesional o por contaminación argumental (es decir, no sé hasta qué punto hay
voluntariedad), un lector meticuloso puede encontrar una notable presencia de
galicismos[1] que hacen más “nouvelle”
este relato. Y tal vez para justificar la “canariedad” de la obra, Jonathan
Allen nos regala unos cuantos canarismos: “penadas sin salir, sin visitar”,
“chico-a” (‘pequeño-a’), “acusadores”, uso de “ustedes” (por “vosotros”), “virar
(la cara)”, “pedazo (de habitación)”, “pasteleo”, “cochino” (por “cerdo”).
En definitiva, nos encontramos ante una novela cuya lectura nos
va atrapando poco a poco y, por tanto, cumple con las funciones primordiales de
la obra literaria: nos entretiene, nos deleita, nos inquieta, nos hace
imaginar, nos hace reflexionar… Léanla, les gustará.
Yo ya tengo claro que, cuando vuelva a París, no dejaré de
pasear por el parque Monceau, bajaré por la calle del Faubourg Saint Honoré, me
llegaré a la plaza de la Concordia, me entretendré en el jardín de las
Tullerías, volveré a patearme la Isla de Saint Louis y, hasta tal vez, me adentre
en la Conserjería (monumento que, he de confesarlo, nunca he visitado). Eso sí,
estaré muy atento por si me encuentro con Julia… o con Julieta. Si es así,
procuraré ver si tienen una costura en el cuello.
[1] “acciones a realizar”, “es por eso que”, “rol”, “¿es que te ha dicho esas
cosas?”, “ir a cenar en un
restaurante”, “vendré” (por “iré”), “no es hasta ese instante que Julia…”,
No hay comentarios:
Publicar un comentario