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domingo, 23 de junio de 2013

JULIA Y LA GUILLOTINA DE JONATHAN ALLEN, PALABRAS DE JOSE OLIVER FRADE

JULIA Y LA GUILLOTINA DE

 JONATHAN ALLEN


PALABRAS DE JOSE OLIVER FRADE EN LA PRESENTACION

 Deseo, en primer lugar, dar las gracias, tanto al autor como al editor, por haberme invitado a presentar  en Tenerife esta nueva entrega de la colección “G21 Narrativa Canaria Actual”, excelente muestrario plural de las letras insulares de nuestros días. Y voy a aprovechar esta ocasión para agradecer públicamente a Ánghel Morales la atrevida y generosa apuesta que está haciendo por dar a conocer como es debido una hornada más de escritores canarios. Es esta una labor digna de toda alabanza y reconocimiento, y más ahora, en estos tiempos críticos que corren.
            Después de leer algunas de las breves reseñas que sobre nuestro autor ha ofrecido Luis León Barreto, la nota del crítico Jesús Palacios que aparece en la contraportada de este libro, o el artículo que el pasado mes de mayo le dedicó Eduardo García Rojas en su indispensable y estimulador El escobillón, no resulta nada fácil decir algo novedoso o singular sobre Jonathan Allen y su Julia y la guillotina. Aún así, trataré de cumplir con mi cometido aquí y hacerles partícipes de algunas de las impresiones que me ha suscitado la lectura de esta “pequeña novela”.
            Pero antes de entrar en la obra, empezaré por presentar a su autor.
Tiene razón Luis León Barreto al señalar que Jonathan Allen es un “personaje curioso”. A mí la curiosidad de este personaje “anglocanarión” se me despertó hace ya más de diez años al descubrir que era colega mío en la vecina Universidad de Las Palmas de Gran Canaria y, además, alguien con influencias en una de las más prestigiosas colecciones del Servicio de Publicaciones del Cabildo Insular de Gran Canaria, la de “Viajes y viajeros históricos”, que esperemos que algún día, tras esta infausta crisis, resucite. Luego ya fui sabiendo que se graduó en Letras Medievales y Modernas en un college de Cambridge, que amplió sus estudios en la Universidad de Londres, que al volver en 1991 a su isla natal se integró en el Centro Atlántico de Arte Moderno para responsabilizarse de las ediciones en inglés y en francés de la revista Atlántica, y que un poco más tarde se encargó de coordinar la programación de la Filmoteca Canaria. En 1995 se integra en la ULPGC como profesor de Filología Francesa, lo que no hace –ni mucho menos– que disminuya su activa labor en el ámbito cultural del Archipiélago: además de tutelar la citada colección sobre viajes del Cabildo grancanario, crea y dirige Moralia, revista de estudios modernistas, redacta más de cuarenta catálogos de exposiciones, también dirige durante varios cursos el Diploma de Estudios Canarios de su universidad, prosigue con sus colaboraciones en la prensa insular sobre temas relacionados con el arte, la literatura y la política cultural, o, más recientemente, capitanea con Fernando Castro Borrego la monumental Historia cultural del arte en Canarias (publicada en 10 vols. entre 2005 y 2012). Y por si fuera poco, desde hace ocho años nos viene regalando algunos frutos de su creatividad narrativa, como la trilogía Arturo Rey de Erbania (Madrid, Huerga & Fierro, 2005-2008), la novela El sueño de Praga (S/C de Tenerife, Idea, 2009; 2ª ed. 2011 con prólogo de Jesús Palacios; traducida al checo y al alemán), Napoleón en Santa Helena & otros cuentos (Madrid, Huerga & Fierro, 2010), El viaje de Balzac & otros cuentos (S/C de Tenerife, Idea, 2010), Venecia & otros cuentos (S/C de Tenerife, Idea, 2011) hasta llegar a Julia y la guillotina, que terminó de escribir en Arucas el pasado mes de diciembre y que ya se ha traducido al francés.
Como se puede apreciar, el escritor Jonathan Allen tiene una especial predilección por los “tragos cortos”: en efecto, la mayoría de sus obras se inscriben en lo que la crítica literaria llama “relato breve”. Y la obra de la que vamos a dar cuenta aquí no es una excepción: Julia y la guillotina es una novela corta o, más exactamente, lo que los franceses llaman una nouvelle, denominación que le viene como anillo al dedo, toda vez que está ambientada en París.
Se me antoja pensar que la formación como francesista de nuestro autor tiene mucho que ver con esta inclinación que profesa a las narraciones breves, máxime cuando me consta que es un buen conocedor de aquella literatura medieval donde proliferaban lais, fabliaux y cuentos (baste recordar a María de Francia o a Margarita de Navarra), así como de los autores y textos del gran siglo literario francés, el XIX, durante el cual todo narrador que se preciara cultivaba necesariamente el género breve. Permítanme citar tan solo unos cuantos nombres ejemplares que sospecho que algo han tenido que ver en la conformación de la escritura de Jonathan Allen, como Chateaubriand, Balzac, George Sand, Flaubert o Maupassant. Pero estoy convencido de que los cimientos de su capacidad creativa también se asientan en la fecunda tradición anglosajona de las short stories y de las novellas, que podría estar encarnada por figuras señeras como Edgar Allan Poe o Henry James, entre otros.
Sea como sea, la obra que aquí presentamos cumple sobradamente con las características que diferencian la nouvelle de la novela. Es decir: extensión limitada, intriga única, pocos personajes, final rápido y en cierto modo inesperado.
A todo ello habría que añadir que, por lo que se refiere al tema, Julia y la guillotina comparte el carácter fantástico y el suspense de muchas de las narraciones cortas más emblemáticas.
Aunque me he propuesto no desentrañar la trama de la obra, no puedo dejar de entornar algunas puertas que les invite a adentrarse en la lectura de esta “deliciosa nouvelle”, como la califica Jesús Palacios.
En primer lugar, hay que apuntar que nos encontramos ante un relato fantástico o, para ser más exactos, ante una historia de fantasmas (nada que ver con las de vampiros y zombies que están tan de moda hoy en día), ante una historia protagonizada casi en exclusiva por mujeres: por la joven Julia, que acaba de cumplir 18 años, por su madre Adela, por su abuela Adelaida y por Julieta, la “señorita blanca”, aristocrática antecesora familiar que murió en la guillotina a los 24 años, una semana antes de que acabara el Terror revolucionario con la detención de Robespierre, esto es, tres o cuatro días antes de que también lo hiciera por el mismo método (y tal vez con el mismo instrumento) André Chénier, precursor de la nueva poesía romántica francesa que reivindicarían Victor Hugo, Alfred de Vigny, Alphonse de Lamartine o Alfred de Musset. Es este un detalle que el autor no menciona en la novela, así que no sé si es una coincidencia o un guiño.
Ya he señalado que la intriga transcurre en París, pero también hay precisar que la novela está ambientada en dos momentos distintos y, así, Jonathan Allen nos transporta de la época actual, en la que viven Julia, su madre y su abuela, a julio de 1794. Y si este viaje temporal puede acarrearnos, en un principio, un cierto mareo, a medida que vamos pasando las páginas nos vamos habituando cada vez más a transitar de una época a otra sin ningún problema. 
 Sin duda, ya habrán advertido ese paralelismo que el autor ha buscado para denominar a estos personajes femeninos: por un lado tenemos a Adela y Adelaida, figuras que representan la madurez y que se complementan al desempeñar los papeles de madre protectora y de consejera, y por otro nos encontramos con Julia y Julieta, jóvenes muchachas que están empezando a descubrir el amor, una viva, otra muerta hace más de doscientos años, a veces cómplices íntimas y confidentes, a veces rivales, a veces en el siglo XXI, a veces en el siglo XVIII.
Los personajes masculinos, por otra parte, tienen una presencia netamente secundaria, son comparsas de la historia principal, aunque en ocasiones pueden llegar a adquirir una dimensión notable, como es el caso del psicólogo Penson (o Pinzón, como lo llama la abuela Adelaida) o el de Serguei, el flamante novio de Julia.
Pero asimismo tengo que destacar que los espacios parecen –en un sentido figurado– cobrar vida a lo largo de la obra o, al menos, tener vida. De este modo, cuando el texto de Jonathan Allen me ha llevado por casas, castillos, calles, parques o plazas de ese París inmemorial, ya fuera el de las postrimerías del siglo XVIII o el de las primeras décadas del XXI, no me he sentido perdido, sino que me he podido imaginar muy bien dónde estaba, por dónde me llevaban Julia, Julieta o Serguei. Y no sé si será deformación profesional por tratar de descubrir fuentes o influencias en el autor, pero esa credibilidad me ha hecho percibir en algunas ocasiones la sombra de los grandes escritores realistas franceses y en otras sentirme ante unas escenas cinematográficas.
Llegados aquí, he de decir que el futuro lector no debe inquietarse por este trasiego de personajes y tiempos al que, sin dar muchas pistas, me he referido. Eduardo García Rojas ya lo ha señalado mucho mejor de lo que yo podría hacerlo en este momento: estamos ante una “novela que sabe moverse muy bien entre pasado y presente, y en la que confluyen los fantasmas de ese mismo pasado con los de ese mismo presente. [… es] una novela que discurre con anormal normalidad por el relato de fantasmas”.
No obstante, más allá de que nos encontremos ante una nouvelle fantastique, donde se recrea un cierto ambiente aristocrático hasta cierto punto decadentista (con ecos del estilo “vieille France”), no cabe duda de que Jonathan Allen –como no podía ser de otra manera– ha aprovechado el soporte argumental que ha creado para dar rienda suelta a algunos aspectos de su visión del mundo, una visión que en algún momento podría considerarse “transmoderna” (lo de “posmoderno” ya no es moderno) y le lleva a que se le escapen ciertas reflexiones sobre temas diversos, como, por ejemplo, sobre la perspectiva histórica del ser humano: “Uno se siente parte de una gran corriente, comprende que la vida actual no es sino una continuidad de otras, y eso coloca la vanidad en su sitio” (p. 38), o sobre la influencia de las tecnologías de la comunicación: “La visión del mundo ya no es el logro de una percepción personal, sea cual sea, sino la de una pantalla táctil que nos conecta a un orbe en inextinguible comunicación, rutilante demonio que esclaviza a cambio de un millón de imágenes que se fundirá en otro millón. Opio de la infinita conectividad. Al final, ya no hay saber, nada se sabe, pues el último dato siempre será obsoleto. La información continua trivializa el conocimiento” (p. 94).
El tono serio de estas y otras cavilaciones contrasta a menudo con los guiños con que Jonathan Allen salpica todo el texto y que podrían interpretarse como retos que el autor lanza a la pericia o complicidad del lector. Abundan, así, referencias a personajes, lugares y hechos históricos y actuales verídicos, como –por citar un solo ejemplo– el castillo de Vilgénis (centro de formación propiedad de Air France). Del mismo modo, no faltan las bromas; unas veces, expresadas de manera directa, otras con cierta socarronería o ironía.
            No quiero acabar sin señalar que el estilo que emplea nuestro autor es ligero, ágil, lo que, junto a la profusión de diálogos y al desarrollo de la trama, invita a una lectura continuada de la obra. El lenguaje que utiliza va, casi siempre, en consonancia con los personajes y su época. Por lo general, es refinado, propio del ambiente señorial al que pertenece la familia de Julia, pero en varias ocasiones se asoman expresiones coloquiales que sorprenden o hacen sonreír: “guay”, “pedazo de habitación”, “pasteleo”. Asimismo, no sé si por influjo profesional o por contaminación argumental (es decir, no sé hasta qué punto hay voluntariedad), un lector meticuloso puede encontrar una notable presencia de galicismos[1] que hacen más “nouvelle” este relato. Y tal vez para justificar la “canariedad” de la obra, Jonathan Allen nos regala unos cuantos canarismos: “penadas sin salir, sin visitar”, “chico-a” (‘pequeño-a’), “acusadores”, uso de “ustedes” (por “vosotros”), “virar (la cara)”, “pedazo (de habitación)”, “pasteleo”, “cochino” (por “cerdo”).
En definitiva, nos encontramos ante una novela cuya lectura nos va atrapando poco a poco y, por tanto, cumple con las funciones primordiales de la obra literaria: nos entretiene, nos deleita, nos inquieta, nos hace imaginar, nos hace reflexionar… Léanla, les gustará.
Yo ya tengo claro que, cuando vuelva a París, no dejaré de pasear por el parque Monceau, bajaré por la calle del Faubourg Saint Honoré, me llegaré a la plaza de la Concordia, me entretendré en el jardín de las Tullerías, volveré a patearme la Isla de Saint Louis y, hasta tal vez, me adentre en la Conserjería (monumento que, he de confesarlo, nunca he visitado). Eso sí, estaré muy atento por si me encuentro con Julia… o con Julieta. Si es así, procuraré ver si tienen una costura en el cuello.







[1] “acciones a realizar”, “es por eso que”, “rol”, “¿es que te ha dicho esas cosas?”, “ir a cenar en un restaurante”, “vendré” (por “iré”), “no es hasta ese instante que Julia…”,

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