HABITANTES DE LOTAVIA
Damián H. Estévez
Quiero
comenzar excusándome porque en Lotavia todavía no ha ocurrido nada en el marco
de un Casino como éste que nos acoge, a pesar de su larga historia y de la de
su ciudad capital, San José, fundada el 19 de marzo de 1407. Algunos estudiosos
sostienen que la isla fue conquis-tada por el conde de Arcipes, natural de
Sevilla; don Cristóbal Montés de Tería, desdoblándolo, otorgaría su primer
apellido a lo que desde su fundación hasta hoy constituye la arteria principal
de la ciudad, la Alameda del Conde de Montés (por donde transitan muchos de los
personajes de mis relatos), y el segundo a la Ensenada del Conde de Tería, el
estrecho golfo que separa las dos partes de la isla convirtiéndola en un remedo
de las otras dos islas mayores de nuestro archipiélago. Otros historiadores han
defendido que se trataba de dos militares diferentes, el uno de noble abolengo
y el otro un arribista, que además de disputarse las glorias de la invasión, se
repartieron la toponimia. Lo aceptado en la actualidad, como ustedes no
ignoran, se sostiene en la acreditación como auténticas de las crónicas
manuscritas de Fray Antón de Alacena, encontradas por el historiador tinerfeño
Rodrigo Francisco Trujillo Camino a principios del pasado siglo XX; estas
crónicas, citadas ya por Viera y Clavijo en su Noticias de la Historia General
de las Islas Canarias, habían sido puestas en entredicho por varios
investigadores; lo aceptado, repito, es la primera de las teorías que acabo de
enunciar: un solo conquistador que decidió fragmentar su apellido haciendo
honor a las dos semi-islas que componen la isla de Lotavia, (abro un inciso
para hacerles observar la relevancia del número dos en toda esta historia, lo
que no deja de ser paradójico si pensamos que Lotavia es la isla capital de la
tercera provincia de las Canarias. Además, ya son dos los conjuntos de relatos
que he publicado sobre lo que acontece en ella). Pero volvamos al principio: el
Casino de Lotavia, que lo habrá, no tiene historia, pero la tendrá, porque
hablamos de una Tierra que se va creando poco a poco, relato a relato, y su
inclusión en alguno de ellos es mi único modo posible de agradecer la inmediata
y desprendida respuesta que los responsables de este Casino de la Laguna me
dieron cuando solicité sus instalaciones.
¿Quién
de ustedes se ha visto en la tesitura de mediar con algún casino como éste
donde nos encontramos para satisfacer la vanidad de algún amigo escritor como
el que les habla? Yo sé al menos de uno de los presentes. Natalia Álvarez:
agradezco tu disposición, tu diligencia, la afabi-lidad con que has actuado.
Quizá, no lo puedo prometer, algún personaje transite por Lotavia semejante a
ti en tu generosidad.
Casi
no hay editoriales en Lotavia. Como diría mi editor, Ángel Morales, también
escasean las editoriales con fundamento en el resto de Canarias, excepto la
suya. Si alguna vez me veo en la necesidad de que en Lotavia se editen libros
(lo más seguro es que no, tanto porque aún no sé para qué sirven esos
artilugios como por lo incierto de su futuro en cualquier lugar del mundo), lo
harán en una editorial con fundamento, y para ello miraré en la figura de
Ángel, que tanto nos mima y nos protege y nos anima, y en su forma de trabajar,
tan entusiasta e incansable. Además, estoy seguro de otra cosa, Ángel lucha por
la independencia de Lotavia con el mismo ahínco con que lo hace por la del
resto del archipiélago.
Que
yo recuerde, o lo que es lo mismo, que yo haya narrado, en Lotavia aún no ha
habido la presentación de ningún libro. De modo que Javier Hernández, de ser
lotaviano, se habría librado de leer unos cuentos que nada tienen que ver con
sus propias ficciones, de sentarse junto a algún viejo autor promesa que abuse
de su generosidad, y hablar, bien, de ellos. Pero, pensándolo me-jor, Javier
Hernández Velázquez, al pronunciar las palabras que hemos escuchado, acaba de
con-vertirse en un escritor de Lotavia y sus palabras ya surcan el aire. De
modo que quizá tenga que encargar a Carles Pedregal el esclarecimiento de la
desaparición de alguna escultura de la Alame-da del Conde de Montés o de la
Plaza del Estatuto, o (pero esto no quiero ni imaginarlo), del ro-bo del lienzo
de san Miguel Arcángel, pintado por Pietr Pourbus en su taller de Brujas y
venerado en el templo de la Virgen del Cazo.
En
Lotavia no se prodiga la actividad cultural. Alguna feria de flores y libros,
algún profesor que instruye a sus alumnos en la más agreste antropología
isleña, algún macarra que lee a Ovidio versionado entre los entrenamientos del
gimnasio... La lectura que realiza a escondidas un profe-sor en un barucho
cutre de San José; aunque lo distrae de continuo el drama que se está
fraguan-do a su alrededor; lectura que, como todos ustedes saben, se interrumpe
cuando el lector lanza su libro como arma para impedir el abuso sexual de un
padre hacia su hija. Lee Lolita de Nabokov. La mención de este autor ruso, uno
de los más brillantes y lúcidos de nuestra literatura, me trae las palabras de
un compatriota suyo, Mijail Chejtoievstoi (1835-1916), una de cuyas novelas, La
dama y la muerte de los demonios, fue analizada ante sus alumnos por Nabokov e
incluida luego en el “Curso de Literatura Rusa”. Chejtoievstoi, en un opúsculo
que se tiene por su Ars Poética, es-cribió: “La literatura funciona como una
llave que abre las puertas que separa la realidad de la ficción. Entre esas
puertas corre un pasillo que comunica ambas dimensiones. Es un pasaje exi-guo y
muy transitado en uno y otro sentido, de modo que con frecuencia quienes van y
quienes vienen chocan y caen, sucediendo que una vez puestos en pie se sienten
del todo desorientados y olvidan el rumbo que llevaban y emprenden una
existencia que no saben si es sustancia o si es invención, independientemente
de la puerta por que salgan”.
Permítanme
que suscriba esta imagen del autor ruso. Ese pasadizo que describe lo he
transita-do yo, y creo no equivocarme si afirmo que también todos ustedes. Lo
he transitado y lo transito, lo transitamos, ahora, mientras les hablo y me
escuchan. Es un territorio cuya naturaleza nos impregna para siempre. Deseamos
abrir la puerta y adentrarnos en el pasillo literario, chocar, caer,
levantarnos, perder el sentido. Vivir en esa semi-inconsciencia que nos brindan
las palabras. No como lectores, o como escritores sino como personas, o como
personajes, que nunca podre-mos estar seguros de qué lado del pasadizo de Chejtoievstoi
nos encontramos. Si del de estos mu-ros que nos amparan o del aire de Lotavia.
Porque,
por ejemplo, a ti, Emma, aquí, en primera fila, o al fondo, sí, a ti José Ramón
¿no te ha sucedido que al cruzarte con alguien, no sé, en una calle de Candelaria,
o en una carretera ig-nota flanqueada por árboles ajenos por donde circulabas
sin rumbo, hayas tenido la intuición de que esa persona viene de vivir algo
tuyo? Hace tiempo que huyes de un pasado que ahora se per-sonifica en los
rasgos, en la forma de andar, del desconocido. Reflexionas y le agradeces que
te haya advertido de que la huida ya no es posible. El protagonista de Paisaje
con hombres en el asfalto llegó a un territorio donde comprendió que ya no
podía hacer sino regresar. Y vuelve a los riscos de Lotavia, a oler su mar.
En
La Pared, ese promontorio espeluznante que une –o separa– las dos semi-islas de
Lotavia, habitan grajas. Una de ellas se ha acostumbrado a alimentarse con los
humanos. Cada tarde acu-de a tu casa, Rita, ¿verdad? ¿O es a la tuya, Carlos?
Come las migas de pan que avientas sobre las baldosas de tu terraza, luego
reemprende el vuelo hasta su morada en el acantilado. Allí te espera. Conjuga
Futuro imperfecto, sabe que allí irás. Te aguarda y aguarda a quienes te
conmemorarán.
Acaso, Ana, Clara,
Félix, Daniel, Milo, Joaquín, ¿nunca han desesperado con la obsesión por
obtener lo que consideran que los harán dichosos o por deshacerse de lo que
culpan de causarles daño? ¿Cómo salir indemnes? Los protagonistas de Los
husmeadores, igual que ustedes, viven esa terrible experiencia. Para vencerla
se apartan del lugar en que se sienten amenazados. Quie-nes husmean desconocen
lo que escribió el poeta,
Convergentes
mundos paralelos
conforman
la espiral de nuestros afanes
y
nuestras pérdidas.
Búsqueda
y olvido se dan la mano
en
territorios que no nos conciernen.
desconocen
sus palabras y yerran. Estos versos los escribió Enrique Santos una tarde en
que contemplaba el Corro de los Volcanes de Lotavia, justo cuando había perdido
el juicio en busca del poema perfecto. Ténganlas en cuenta.
El
jardín Guadiantor es uno de los emblemas de San José. Su formidable barbusano
atrae mi-les de personas. Aparece en los folletos publicitarios como reclamo
turístico; en ellos se exagera su longevidad y se le atribuyen falsas leyendas.
Sin embargo, bajo su umbrío ramaje, perfumado de anhelo y desdicha, (¿lo
hueles, David, ese aliento?) se ha gestado la pequeña aventura de dos de mis
personajes: Gera, que es feo, y Bárbara. ¿Me equivoco si recelo que en tu juventud
grabas-te tu destino en su tronco? Ahí perdura para que, cada tarde,
rememoremos nuestro primer amor.
Ya
no se estila, creo, pero hace algún tiempo era frecuente que apareciera por
nuestros centros de trabajo algún artesano vendiendo bisutería. Su presencia
abría un pequeño respiro en la rutina del trabajo. En la delegación de Asuntos
Sociales de San José no vendían baratijas, sino plata. En Rosa sobre luna su
actividad siembra almácigas de maledicencia. Lo que no sé es si al fin,
Ánge-les, Pedro, te atreviste a tomar el
segundo café con Rosa y si alunizaste en ella.
El
mar que nos une y nos separa. El mar, el alejamiento. Invencibles y vencidos.
El viaje a tra-vés del mar y de los recuerdos. El barco como artífice del
viaje. El barco como nave, ingenio náu-tico, palpable, ondulante, rival de
olas, disipador de distancias. ¿En cuántos barcos has partido Hermelinda, Jose,
Juan Luis, Merche, cuántos te quedan por abordar? El barco como verbo, poe-ma,
cuento, carril de nostalgias, anulador del tiempo, rescate del pasado, fuga del
presente, con-temporaneidad del futuro. El barco que nos aleja y nos acerca. El
barco que esperamos.
Todos
ustedes, alguna vez, han salido a pasear al Camino Largo de La Laguna, o al
Paseo de las Acacias de Guamasa, al de Las Canteras en Las Palmas, o a los
Jardines Victoria en La Oro-tava, o al Camino de Los Tiles en San José. Y a
mitad del saludable ejercicio se han encontrado con amigos a los que hacía
mucho tiempo que no veían; celebran el espléndido día y el azar del reencuentro.
Se cumple el apretón de manos, se recupera la familiaridad, los besos en las
mejillas. Empiezan a charlar… Pero, por favor, nunca abominen de quien, muy
cerca, parecen más felices de lo que ustedes lo son. Conversen y amen, aunque
no sea a la persona con quien han salido de casa; no embistan si la desventura
los coloca ante sus propias frustraciones.
¿Cuál
es el mejor talante para aceptar una derrota? ¿Saben las personas diurnas que
nos la in-fligen con qué talante aceptaremos nuestra derrota? ¿Lo sabes tú,
Florencia, Rosa, Emilio, An-drés, Carlos, Juani?
En
la Plaza del Estatuto de San José una persona se sintió acorralada por un
gentío alienado, sin comprender cuál era el motivo de su enemistad. Se trata
del protagonista de uno de mis cuen-tos, Reboso. ¿Es cierto que todos hemos
formado parte, alguna vez, de una muchedumbre que desea asfixiar a quien hace
alarde de su individualidad? ¿No es cierto Virgilio, Maite, Elisa, que en
alguna ocasión has sentido peligrar tu individualidad frente a una masa deshumanizada?
San
José tiene sus leyendas urbanas, como La Laguna o cualquier otra ciudad del
mundo. Du-rante una larga temporada se difundió en todos los círculos que
estaban apareciendo pares de zapatos en la calle, siempre uno de ellos roto,
dispuestos de forma tal que no cabía duda de que habían sido abandonados. Si
los encuentras, Eli, Tomás, Carmen, Rosi, Lucas, recapacita antes de decidirte
a cogerlos, reflexiona sobre cuál es tu relación respecto a la vida, analiza tu
grado de felicidad, sopesa qué cambiarías de tu existencia y qué te satisface;
ten cuidado con lo que pien-sas, porque esos zapatos son la versión lotaviana
del genio de los deseos. Se habla de un popular joyero que los recogió: puedes
conocer su aventura acudiendo a uno de esos corrillos, o leyendo el cuento
Frucho y los zapatos perdidos.
Éstas
son, entre otras, las personas que viven en Lotavia. Que es tanto como apuntar
que en Lotavia, en San José, en sus casas, viven también ustedes. Porque… ¿de
qué lado del pasillo me-tafórico de Mijail Chejtoievstoi nos encontramos ahora?
¿Del lado de la realidad que ustedes vi-ven o del lado de la literatura en que
yo he transformado sus vidas? Cuando hablé de mi anterior libro de relatos,
afirmaba que surgían de una experiencia vivida que se había replegado en la
me-moria y que regresaba a ella; decía que fabulaba para crear otras vidas,
otras posibilidades que no había vivido, otros finales que no ocurrieron. Y
ahora, ante esta nueva colección, rectifico y ma-nifiesto que, en verdad, es la
amistad de cada uno de ustedes lo que ha inspirado cada relato, cada fábula,
cada uno de los personajes que viven en Lotavia.
En
Lotavia viven también mis hijos, Celia y Pablo, quienes, al tiempo que llenan
mi casa, me han infundido alguna de mis historias. Pablo, además, ha capturado
el aliento de mis palabras con esas magníficas fotografías que han servido de
portada, y también ha cartografiado la imagen de Lotavia que hasta ahora solo
había existido en mi mente. Y en Lotavia vive Nieves, que habita las costas y
los volcanes, los valles y las cumbres, el monteverde y los malpaíses, que
transita las aldeas y las ciudades, que existe en las casas y en las
habitaciones más íntimas y en todos los cuentos.
En
Lotavia, como he apuntado, no abunda la actividad cultural. En Lotavia no hay
actores, ninguna fábula los tiene de protagonistas, aunque la habrá. Por el
contrario, en estos actores que nos acompañan sí está Lotavia, porque ellos,
más que mis palabras, nos la representarán, aquí, ahora, por medio de su Arte de
la interpretación. Cristina, Eduardo, adelante, hagan que exista mi isla, mi
Lotavia. Gracias a todos ustedes por poblarla.
Guamasa,
5 de abril de 2013
Damián
H. Estévez
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