Eduardo Sanguinetti
filósofo rioplatense
En mi
calidad de teórico y crítico de la cultura de este tiempo, no puedo dejar de
sonreír ante el enorme grado de artificio que reviste el proyecto del perfume,
cual metáfora del trabajo sobre la esencia de la figura de José Mujica, que el
artista Martín Sastre intenta además de conceptualizar y concebir, convertir al
presidente en objeto de uso y consumo, intentando un juego de disuasión en una
selva de simulación, asimilada al ingenuo cuestionamiento acerca del lujo y su
significante en nuestras vidas.
Este denominado artista eleva al terreno del deseo lo que ya existe como realidad insoslayable: José Mujica hombre, presidente y político, que vive en austeridad. Todo un dilema para el capitalismo y una forma de desactivar una forma de vida demasiado peligrosa pues su discurso, demasiado claro, propone otras alternativas de vivir en estado de felicidad sin hacer del consumo un horizonte para la existencia de un pueblo. José Mujica que combate, en dimensiones importantes, al sistema del consumo, la frivolidad, la fama y el éxito.
El
perfume de Mujica, proyecto de Sastre, es un objeto de consumo, un prototipo
muy certero de la moda y de las tendencias. Basta remitirse a los “íconos” del
capitalismo o neoliberalismo, como Shakira, Kate Moss y cientos de modelos de
pasarela, actrices, actores e incluso prostitutas, figuras y piezas
indispensables del sistema degradante capitalista, que tienen ya su perfume;
perfume-objeto de consumo que las burguesías consumen como símbolo de
pertenencia en lujo, lujuria y avidez. Mujica no pertenece a este espacio que
Sastre propone, con su lamentablemente ramplón y previsible proyecto.
Lo
recaudado por la venta del perfume Sastre propone donarlo para la creación de
un Centro de Arte Contemporáneo, un fin epidérmico, insustancial y demasiado
especulativo, asimilado a gustos caprichosos de una minoría burguesa,
consumidora de “arte-fast-food”.
En 1994,
en una Instalación-Performance que presenté en el Museo Moderno de la Ciudad de
Buenos Aires, a la que denominé “El Pedestal Vacío” y en conferencia de prensa,
he definido al arte como “una bella expresión de la mentira”, “una simulación
del simulacro”, definiciones que creo aplicables a este caso del “perfume
Mujica”.
Desacreditada
la distancia entre arte y vida, la cultura juega a menudo a mantener
privilegios mediante estatutos de poder y discursos externos que curiosamente
legitimen como diferente lo igual. Largamente preanunciado desde el discurso
por Roland Barthes, Achile Bonito Oliva, y de mi propio discurso acerca de la
muerte del arte, señalando la separación entre el arte y objeto.
En la
Edición 28º de la Bienal de San Pablo en octubre de 2008, a la que fui invitado
en mi calidad de miembro de la Asociación de Críticos de Arte, el mundo del
arte contemporáneo encontró su culminación: una celebración en vacío, sin
artistas, ni obras recicladas, condenadas a vegetar en una enmarañada babel de
lenguajes rebuscados y oportunistas, con el gigantesco edificio construido por
el arquitecto Oscar Niemeyer convertido en un “espacio para la reflexión.”
Por
decisión de su director artístico, Ivo Mesquita, no hubo en dicha Bienal ni una
sola “obra de arte”, nombre que se utilizaba en el siglo XIX para asignar a los
objetos que se exponían en las bienales, hoy en número de 200 aproximadamente,
que se celebran actualmente en el mundo, en beneficio de inventario del arte
actual, que no necesita ocultar sus torpezas y sus miserias, con la obsesión
por distinguirse y distinguir, siempre publicitado por la prensa rentada, que
garantiza efectividad a productos sometidos al imperio del capital y los
intereses corporativos liberales, en tesituras de la construcción simbólica de
espacios, para simular y asegurar finalmente la existencia misma del arte.
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