MIGUEL HERNÁNDEZ EN GAZA
POR JONATHAN MARTÍNEZ
Periodista
Las cosas ocurrieron más o menos así. En la primera semana del mes de octubre, la Biblioteca Nacional emprendió un viaje en el tiempo y llenó sus vitrinas de reliquias que recuerdan las últimas agonías carcelarias de Miguel Hernández. La exposición, titulada El poeta que hacía juguetes, exhibe entre otras cosas varios versos manuscritos y algunas de las cartas remitidas a su esposa Josefina. Al otro lado del cristal, una caligrafía esmerada y angulosa se extiende sobre un pedazo de papel higiénico. Es “El potro oscuro”, uno de los cuatro cuentos que Miguel Hernández escribió en el penal de Alicante para su hijo Manolillo.
Las cámaras de TVE
se adentraron en la exposición para rememorar la posguerra del poeta, su
itinerario por las celdas más siniestras de la dictadura, Huelva, Sevilla,
Torrijos, Palencia, Yeserías, Ocaña, la vieja estrategia franquista de
desarraigar a los prisioneros con eso que la historiografía llama turismo
penitenciario. Con el propósito de ilustrar su reportaje, la televisión pública
revolvió el fondo de armario del archivo histórico y rescató algunos fotogramas
tomados en el Congreso de Escritores Antifascistas celebrado en 1937 en
València, un evento que atrajo a nombres como Octavio Paz, Elena Garro, André
Malraux o Tristan Tzara.
El caso es que un
espectador llamado Bernardo López Mínguez creyó advertir un plano fugaz de
Miguel Hernández entre la marabunta de personalidades. En principio, esta
opción solo podía ser un milagro o una alucinación, puesto que no disponíamos
de ningún registro videográfico del escritor y solo conocíamos su voz gracias a
Alejo Carpentier, que lo grabó en París recitando la “Canción del esposo
soldado”. López Mínguez, avispado y audaz, remitió un burofax a las oficinas de
TVE para que cotejaran las imágenes del vídeo con las fotografías que tomó
Walter Reuter durante el congreso y que permanecieron inéditas durante ochenta
años hasta el pasado mes de marzo.
Imagino que los
trabajadores de la televisión pública tardaron un buen rato en dar crédito a la
hipótesis, pero las pruebas se han impuesto con un peso aplastante: la misma
indumentaria, los mismos gestos, la misma distribución de los asistentes en un
celuloide desgastado que siempre tuvimos delante de nuestras narices y no
supimos observar. En un plano general, Miguel Hernández se sube los pantalones
y se sienta en un escalón de la sala de sesiones del Ayuntamiento de València
mientras el público aplaude en pie. Después, en otro plano más cerrado que TVE
no llegó a emitir, lo vemos sentado sobre el mismo escalón con la barbilla
apoyada en la palma de la mano.
Es una sensación
extraña. Durante los últimos años, la tecnología ha cabalgado a tanta velocidad
que nos resulta cada vez más excepcional emocionarnos con una imagen.
Consumimos cada día una cantidad vertiginosa de píxeles que nos condenan a la
desatención y al empacho. No tenemos tiempo para reposar los ojos y ya nada nos
parece imposible porque la inteligencia artificial es capaz de recrear con una
inmediatez eléctrica cualquier representación que nos venga en mente. Hace
pocos años, una aplicación digital empezó a animar las viejas fotografías de
nuestros familiares y las redes se llenaron de abuelas y padres difuntos que
movían los ojos y los labios con una verosimilitud turbadora.
La figura de Miguel
Hernández aún ejerce sobre nosotros toda la fuerza de su atracción. Es difícil
resistirse al mito, construido a posteriori, del poeta cabrero que escapa de la
pobreza de provincias para hacerse un nombre literario en Madrid, que festeja
las libertades de la República a la sombra discreta de los gigantes del 27, que
admira sin suerte a García Lorca, que crece en la amistad de Pablo Neruda, y
que finalmente marcha a combatir en el frente con un amor incondicional por la
gente sencilla y un íntimo desprecio hacia los remilgos de los intelectuales.
La enfermedad y el frío de las cárceles franquistas terminaron por sellar la
leyenda.
De todas las
estampas que ilustran una vida, sin embargo, me quedo tal vez con el purgatorio
de la retaguardia. En una de las fotografías que tomó Walter Reuter durante el
Congreso de València, distingo a cinco jóvenes vestidos con trajes de baño que
corren hacia la playa de la Malvarrosa. Está el poeta Luis Cernuda. Está la
actriz María del Carmen García Lasgoity. La escena desprende ya cierto aroma de
derrota pero ofrece asímismo una melancólica alegría, las últimas sonrisas de
una generación que aún intentaba aferrarse a la vida, mujeres y hombres que
habían incubado sueños de progreso, cultura y democracia, y que de pronto
sintieron el temblor de un desmoronamiento.
Ahora, tantos años
después, nos llega como un eco el estruendo de otras guerras y nos llegan
también las mismas noticias homicidas. Leo que han matado a la poeta Heba Abu
Nada en la ciudad de Khan Yunis, al sur de la Franja de Gaza. La veo en una
fotografía con la mirada clavada sobre las páginas de un libro abierto,
abismada en una historia o simplemente posando para la cámara, no lo sé, pero
completamente inconsciente del futuro que la aguardaba. Tenía treinta y dos
años y era la descendiente más brillante de una familia de refugiados de la
Nakba, como si su propia desgracia hubiera sido el resultado inevitable de un
maldición hereditaria.
Veo en la pantalla
de mi ordenador portátil una nube de píxeles que, por un intrincado código
informático, se transforman en una fotografía legible tomada en 1937. Miguel
Hernández abandona el Ayuntamiento de València con una expresión de severidad
en los ojos, sin saber aún que la guerra está perdida de antemano, sin
sospechar siquiera que la muerte ronda de cerca, que le aguarda un porvenir de
cautividades, que terminará escribiendo sobre papel higiénico relatos de
esperanza para su hijo Manolillo. En la misma pantalla despliego el Cancionero
y romancero de ausencias y leo unos versos ya moribundos que nos hablan de la
guerra. “Alarga la llama el odio y el amor cierra las puertas”.
Estos días los
periódicos han difundido los últimos versos de Heba Abu Nada, escritos cuando
Israel caía a plomo sobre Gaza y morir era ya una posibilidad cercana, casi un
destino insoslayable. “La noche en la ciudad es oscura, excepto por el brillo
de los misiles”. Quiero pensar que existe un gran poema hilado con retazos de
autores que se acercan a la muerte en diferentes lugares del mundo y en
distintos puntos de la historia. Sería un lienzo desalmado de la humanidad. El
más inclemente de todos los autorretratos.
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