viernes, 11 de agosto de 2023

DÍAS DE LECTURA

 

DÍAS DE LECTURA

Decía Proust que quizá no haya días más plenamente vividos que aquellos que pasamos con uno de nuestros libros preferidos

CARMEN G. DE LA CUEVA

La playa. Alfred Victor Fournier (1929).

Hay un hermoso texto de Marcel Proust sobre la lectura, más exactamente, sobre los días entregados al placer de leer en la infancia que he tenido muy presente este verano mientras leía El libro de los niños de A.S. Byatt. Decía Proust que quizá no haya días más plenamente vividos que “aquellos que creímos dejar pasar sin vivirlos, aquellos que pasamos con uno de nuestros libros preferidos”. Los que supimos encontrar desde niños refugio, sosiego y aventura en los libros, no hemos abandonado ese gusto. A mí me sigue pasando con algunos libros: aunque sea febrero o noviembre, en mi cuerpo siempre será verano porque es la única estación en la que parece estar permitido encerrarse en las páginas de un libro como quien cierra la puerta de su cuarto propio de un portazo.

 

 Los que supimos encontrar desde niños refugio, sosiego y aventura en los libros, no hemos abandonado ese gusto

 

La pieza de Proust, que es de 1905 –una época en la que habría distracciones, imagino, pero no teléfonos móviles como prolongaciones de nuestro cuerpo–, es una delicia, recuerda a En busca del tiempo perdido, sobre todo, al primer volumen, Por el camino de Swann. La voz que entrelaza ideas e imágenes parece la misma que la del niño que recuerda las noches en la casa familiar mientras esperaba ansioso a que su madre subiera a darle un beso antes de dormir. Y es que por la escritura de Proust no pasa el tiempo, al menos, yo lo siento así. Quiero pensar que pasarán cien años más y seguiremos leyéndolo como si lo hubiera escrito para nosotros. Confieso que empecé tarde con El tiempo perdido, a los treinta y dos años. Fue la maternidad lo que me llevó a él, porque en ese momento tan vulnerable, donde me sentía tan expuesta, Proust me hablaba de algo que había cobrado un matiz nuevo para mí, una importancia transcendental: el tiempo. Y también me hablaba de la infancia, de la soledad. Proust escribe como si quisiera hilar las capas de la vida y de los tiempos en un único ovillo. Y vuelvo a él, en verano casi siempre, a sus novelas o a sus artículos, porque me atrapa la sencillez y la profundidad de su prosa y la nostalgia de todo ese mundo que se fue.

 

En Días de lectura (I), dice Proust que, para los que andamos extasiados leyendo, cualquier cosa que nos distraiga de la página es un obstáculo que nos aparta de un placer divino: “El juego para el cual venía a buscarnos un amigo en medio del pasaje más interesante, la abeja o el rayo de sol molestos que nos hacían levantar los ojos de la página o cambiar de sitio, la merienda que nos habían obligado a llevarnos y que dejábamos en el banco a nuestro lado, sin tocarla, mientras encima de nuestra cabeza el sol iba perdiendo fuerza en el cielo azul, la cena para la cual teníamos que regresar y durante la cual solo pensábamos en subir enseguida para terminar el capítulo interrumpido”. Ya no somos niños ni tenemos siempre la capacidad de asombrarnos con el mundo y las historias de la misma manera, con la misma intensidad. Tampoco los obstáculos son los mismos: el que viene a buscarme para jugar en medio del pasaje más interesante es mi hijo, no hay apenas abejas pululando por ahí y es imposible leer al sol en este tórrido verano apocalíptico, pero hay guisos que cocinar, ropa que tender, camas que hacer y artículos por escribir. Cualquier cosa es un obstáculo que me hace interrumpir el capítulo. Cuando se publique esta pieza, habrán pasado algunas semanas desde que terminé de leer el libro de Byatt pero, mientras escribo esto, sigo extasiada, embelesada, abstraída, ensimismada por las novecientas cincuenta y dos páginas de El libro de los niños. Siempre será mi libro preferido del verano de 2023 y, al igual que para Proust, cuando pasen muchos años y mire hacia atrás, será el único almanaque que habré conservado con la esperanza de ver reflejados en sus páginas todo aquello que ha dejado de existir.

 

 

Descubrí a A.S. Byatt leyendo sobre una de mis escritoras inglesas preferidas: Margaret Drabble. Es más, este verano comencé releyendo La piedra de moler y terminé por leer todo lo que se ha traducido de ella, desde La niña de oro puro hasta los cuentos de Un día en la vida de una mujer sonriente, pasando por Una jaula en un jardín de verano y Llega la negra crecida. Byatt es hermana de Drabble, tres años mayor, y autora de muchísimas novelas, entre ellas, Posesión, que ganó el Booker en 1990. El libro de los niños, una novela de casi mil páginas que abarca un período histórico que va desde finales de la época victoriana hasta las postrimerías de la Primera guerra mundial, desde 1895 hasta 1919, fue publicado en 2009 y reeditado por Lumen este verano (traducido por Miguel Temprano García). Desde que vi la edición, sentí cierta atracción por el título, confié ciegamente en que, si tenía tan solo la mitad de talento narrativo que Drabble, merecería la pena, y he acabado hechizada por esta historia, emocionada hasta el llanto. El argumento parece sencillo y mágico al mismo tiempo: Olive, una escritora de cuentos de hadas es la protagonista de esta historia que narra la relación entre los niños y los adultos. Me interesó precisamente eso, todo lo que hay por explorar literariamente en ese abismo entre el asombro de los hijos y la mirada de los padres. Es un libro pesado, gigantesco diría, un libro que pesa un kilo y medio y que me ha acompañado durante una semana a la playa y al parque, que se ha llenado de miles de minúsculos granitos de arena, y de espuma de mar, un libro que ha sufrido las gotas de café con hielo, los helados de turrón y las manitas pringosas de mi hijo. El día que lo vuelva a abrir dentro de algunos años, toda esa memoria saltará sobre mí y me empañará los ojos. El verano en que mi hijo tenía cuatro años y yo treinta y siete y pasamos unos días en las playas de Chipiona, y yo me entregaba al placer divino de la lectura mientras mi hijo me enterraba los pies en la arena. Este libro de Byatt es de las mejores novelas que he leído en muchísimos años, una novela que me ha dado hermosas palabras nuevas, que me ha contado un tiempo en el que se forjaron visiones del mundo que extienden sus raíces hasta el presente. Es un libro donde las niñas se preguntan si pueden amar y desear una vida propia al mismo tiempo, donde los niños tienen una sensibilidad hermosa y extraña y, como decía, mágica. Hay marionetas, hadas, bosquecillos, piedras con agujeros que permiten ver mundos pequeños, diminutos e invisibles a los ojos adultos, hay abortos, y abusos, hay deseo y violencia, hay padres egoístas que escriben y crean mundos imaginarios para sus hijos, pero luego son incapaces de ofrecer amor, hay guerra, hay trincheras y muerte, muchísima muerte, y también hay poesía. Es un libro redondo, una muñeca rusa que contiene poemas, miles de referencias, cuentos dentro de otros cuentos. Es un libro brillante, erudito, muy sabio. Y, sobre todo, gozoso. Podría haber tenido dos mil, tres mil, cuatro mil páginas, un libro infinito que se fuera haciendo y deshaciendo como los castillos de arena de mi hijo. A mi alrededor, era curioso, todos me preguntaban por el libro, me incitaban a que lo dejara en casa, a que no lo cargara en la bolsa de la playa, a veces, he preferido llevar el libro al pesado termo de agua helada. Por eso me he visto tanto en esa pieza de Proust: una niña, he sido una niña ensimismada en las páginas de un libro largo, pesado y antiguo, y una niña feliz también. Así que, mientras ha durado, además de madre, he sido una niña, amiga de mi propio hijo, he tenido una visión especial, única sobre la infancia. Por unos días, el equilibrio entre mi hijo y yo ha sido mucho más puro y libre. ¿No es maravilloso que un libro pueda darnos todo eso?

 

El libro de los niños es de las mejores novelas que he leído en muchísimos años, una novela que me ha dado hermosas palabras nuevas

 

“Luego la última página estaba leída, el libro se había acabado”, dice Proust. Y al cerrar el grueso volumen, más ancho y pesado si cabe, porque contenía dentro toda la arena y toda la espuma de mar y la risa y las gotitas dulces y pringosas de helado y las lágrimas por todos los jóvenes caídos en las trincheras de Europa y por todos los sueños que no llegaron a cumplirse, sentí el tumulto que se había desencadenado en mí, me levanté del sofá y me puse a andar por el salón secándome las lágrimas todavía, se había hecho de noche y apenas se veía nada, al otro lado del balcón la luz de la tarde se apagaba y yo estaba sola. Me había quedado sola. Mi hijo estaba con su padre y aquellos seres a los que había prestado más atención y ternura que a las personas de carne y hueso, aquellas personas por las que había temblado de emoción y sollozado, no las vería nunca más, no sabría nada más de ellas.

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