LA VIDA DESPUÉS DE UN DESAHUCIO
Cuando
es inevitable y ni abogados ni grupos de activistas pueden hacer nada, el
desahucio, más que el final de un proceso, es el comienzo de otro: el de
intentar seguir teniendo una vida digna.
MERCHE NEGRO
Claudia abraza a su hijo, junto a la abuela del niño. KIKE RINCÓN
A pesar de las medidas gubernamentales que prometieron pararlos durante la pandemia, de enero a septiembre de 2022 se han ejecutado 109 desahucios al día en España, y casi ocho de cada diez son por alquiler. Hace casi diez años y en plena crisis del ladrillo en 2013, Juan Ramis, profesor de la escuela de dirección ESADE, hablaba del colapso emocional que afectaba a las personas desahuciadas. “Las sensaciones de vergüenza, culpabilidad y abatimiento son similares a quienes han sufrido un accidente de tráfico», explicó el docente al presentar un estudio sobre el impacto de la pérdida de la vivienda en las personas, en colaboración con Cáritas.
Por aquel entonces,
Maite Badenes se decidía a rehipotecar la casa de sus padres para poder montar
junto con su pareja un bar en su barrio de siempre, Fuenlabrada, en Madrid.
“Llegué a dar más de setenta desayunos cada mañana”, cuenta orgullosa. El
préstamo que pidió fue de 27.000 euros, que no pudo devolver porque el negocio
quebró, con sentencia por violencia de género incluida contra el que había sido
su socio. El banco ejecutó la hipoteca y la madre de Maite, Teresa, perdió la
casa familiar. El piso pasó a ser de un fondo de inversión, y todo terminó en
un desahucio hipotecario ejecutado en noviembre de 2020, en plena pandemia,
cuando el Gobierno decía que no había.
Durante mes y
medio, Maite y su madre Teresa, entonces con 45 y 81 años, se alojaron en casa
de una amiga, mientras que sus dos
hijas, Amalia de 13 y Leyre de 8, en otra. “La pequeña no se enteró de nada,
pero la mayor sí lo sufrió todo. Tenía móvil y vió el vídeo”. Maite se refiere
al mensaje que grabó dirigiéndose a la vicepresidenta Nadia Calviño y al
entonces ministro José Luis Ábalos con imágenes del día de la expulsión, en el
que se ve a su madre enferma de Alzhéimer desorientada en el portal de la que
ya no era su casa, en la calle Nazaret del municipio madrileño. “Es todo por tu
culpa”, le llegó a decir la adolescente a su madre. Hoy la relación está bien.
“Se me ponen los pelos de punta al recordarlo”, recuerda Maite.
Hoy sonríe con
prudencia, a 70 kilómetros y dos años de aquel momento. Revuelve las patatas en
el aceite mientras se fríen y termina de preparar las albóndigas en la cocina del
piso de unos 75 metros cuadrados por el que paga 380 euros en Torrijos, Toledo.
Su madre está mejor, “aquí la están tratando bien los médicos”, y sus hijas
están contentas en el colegio e instituto del pueblo. “Eso es lo que quiero,
que tengan una vida”, apunta mientras avisa a todas de que la comida va
estando.
Los comienzos no
fueron fáciles. Se mudaron en diciembre de 2020 y al poco llegó la tormenta
Filomena. Teresa se desubicó mucho, durante más de un mes durmió en una
mecedora porque no reconocía su cama. Hoy sale todos los días a la vuelta de la
esquina, a por el pan y a la farmacia. “Voy sola, porque ando demasiado
despacio para mis nietas”, explica. Los servicios sociales de la localidad
toledana no han ayudado. “Me dijeron que con mi subsidio, entonces de 400
euros, y la pensión no contributiva de mi madre, de otros 400, podíamos vivir.
Pero no me quedé esperándolos”. Acudió a Cáritas y se empleó por cinco euros la
hora en un bar y una heladería. Hoy trabaja cuatro días a la semana en la planta
de Illescas de la multinacional Amazon como picker en el almacén robotizado.
Ingresa unos 1.100 euros y, sumándole la pensión de su madre, van tirando.
“Cuando llegamos,
pensé que me había quedado sin alma, no conocíamos a nadie y me sentía muy
sola”. Estos días ha quedado con una madre joven del pueblo a la que ha
ofrecido ayuda, del mismo modo que la PAH de Fuenlabrada le ayudó a ella. “El
dueño de su piso la quiere echar, yo le he dicho que hasta que no tenga una
orden judicial delante, ni se mueva”, se enfurece, mientras limpia los restos
de aceite de la encimera.
Desahucio
invisible
A Daniel Granda, de
27 años, y a su pareja, se les hicieron inabarcables los más de mil cien
kilómetros que separaban su localidad natal, Sant Antoni de Portmany en Ibiza,
de Vigo, donde a él le salió en 2017 una oportunidad laboral como informático.
Estudiaron los costes de la ciudad gallega, mucho menores que los de la isla
natal de ambos, y sopesaron la posibilidad de, al igual que Maite, comenzar de
cero. Pero a la vez sentían que se les arrancaba de sus raíces, de la gente que
querían, de su hogar de toda la vida. Y finalmente, tras algunas tensiones en
la pareja, lo rechazaron y decidieron quedarse.
Habían sufrido un
año antes lo que se califica de desahucio invisible. Este término suele
referirse a aquellas situaciones en las que, antes de que se ejecute la
sentencia judicial, la familia abandona el piso por vergüenza, sensación de
derrota o falta de fuerzas. No es fácil enfrentarse a furgones policiales, ni
inocuo para el ánimo. Estos no salen en ninguna estadística, y de acuerdo a los
movimientos sociales por el derecho a vivienda, se cuentan por miles.
El edificio de
Daniel fue comprado por el Casino de Ibiza, que quería usarlo para alojar a los
trabajadores de temporada que contrataba. En 2016 recibieron una denuncia por
daños y perjuicios de dos mil euros por no querer irse. Terminaron pagándola.
“Nos acojonamos, perdimos hasta los mil euros de fianza, que no recuperamos”.
Daniel cuenta cómo, tras esto, y en su búsqueda de un lugar habitable, empezó a
sufrir ataques de ansiedad. Querían ser padres y sentían que era imposible.
“Tenía que echar el coche al arcén y parar, me faltaba el aire, no podía
respirar”. Se veían en una trinchera de guerra a la hora de buscar un piso:
desaparecían las ofertas delante de sus narices, se subía la tarifa doscientos
euros, incluso se subastaban las viviendas en la puerta al que ofreciese más.
Con un sueldo de
unos mil euros como trabajador de una multinacional él, y setecientos del
salario de dependienta en los meses de verano ella, no daba. “Entendimos que
éramos pobres. Pasamos un año desquiciados, nuestro sueño de tener hijos se iba
al garete”. Aguantaron gracias a la familia y los amigos.
Decidieron entonces
bajar expectativas y no esperar más. Con 31 años, Daniel y su esposa tienen hoy
un hijo de dos, y pagan 670 euros de alquiler en su pueblo. “No llega a los treinta metros cuadrados y el
niño no tiene cama, duerme con nosotros, pero es barato para la zona”. Tienen
calculado que para poder meterse en una hipoteca necesitan ahorrar ochenta mil
euros y, de momento, aunque han doblado ingresos familiares, es inimaginable.
En el Sindicato de Inquilinas de Ibiza y Formentera donde él milita, ve casos
“mucho peores» que el suyo: «Nosotros tenemos una red de apoyo. Para quienes
vienen de fuera el drama es mucho más grande”, apunta al teléfono.
En la
calle con su bebé en brazos
La tarde de los
lunes, Claudia Elizabeth Gálvez los pasa junto a sus compañeras (casi todas) y
compañeros en el Sindicat de Barri de Poble Sec, en Barcelona. Tiene 23 años y
un hijo, Gonzalo, nacido al comienzo de la pandemia en marzo de 2020. Vive con
su madre Alba, de 56 años. “Cuando llegué a España de El Salvador, con 19 años,
me di cuenta de que aquí todo el mundo va muy deprisa, que no se paran ni a
darte un vaso de agua”, explica. “El Sindicat me aporta, es como si fuera
caminando y alguien se parase para saludarme. Me siento apoyada y
acogida”. Claudia y su expareja
alquilaron después de dar a luz ella un piso en el barrio de Sants tras vivir
en varias habitaciones. No sabían que el acuerdo era fraudulento porque los
dueños no eran tales. Pagaron 2.000 euros de fianza y 800 de renta durante
varios meses, pero recibieron el 4 de marzo de 2021 una notificación de
desahucio para el día siguiente, en ejecución de una denuncia de los dueños
legítimos del inmueble. Gracias al Sindicat que se movilizó rápido,
consiguieron eso que se llama pararlo en puerta, es decir, convocar a tantos
vecinos y activistas que el juzgado decide pararlo para negociar o reubicar una
nueva fecha. Ganaron seis meses, pero en octubre no se pudo hacer nada, y el
día 26 de ese mes, el mismo día que el Gobierno contaba que prorrogaba el
decreto antidesahucios vulnerables, se quedó en la calle con su bebé en brazos.
A Claudia le habían
denegado el asilo y estaba en el limbo administrativo que invalida a las
personas para pedir muchas ayudas. “Al no tener papeles, no me podían poner en
ninguna lista para un piso de protección”. Sí que le ofrecieron desde servicios
sociales algo de ayuda económica para alquilar una habitación, y un albergue de
emergencia a más de una hora de distancia. Lo consultó con el grupo de
activistas del barrio y lo rechazó. Tras unos meses, en otra habitación subarrendada,
entró en marzo de 2022 en un piso que llevaba vacío unos tres años, propiedad
de un fondo de inversión en el Poble Sec. Desde ahí habla hoy. Los primeros
días estuvo sola, sin su madre ni su hijo, y cada día veía a hasta doce
operarios de una empresa de seguridad en la calle presionando para que
abandonara la vivienda. “Aún se me ponen las manos frías al recordarlo”,
cuenta. Decidió ir a explicarse a los vecinos. Tan nerviosa estaba, que a la
primera persona que le abrió la puerta le estuvo hablando varios minutos hasta
que comprendió que era un piso de alquiler turístico, que la mujer que tenía
delante no hablaba español, y que no entendía una palabra de lo que ella
intentaba decirle.
Claudia vive en
un piso vacío, propiedad de un fondo de inversión. KIKE RINCÓN
Con Eugenia, su
vecina mayor del piso inferior, fue distinto. “Me dijo que tenía miedo de irse
al pueblo en verano y que ocupáramos su piso”, relata Claudia. “Yo le expliqué,
junto con una compañera, que no queríamos dejar a nadie sin casa, que sabemos
lo que es quedarse en la calle. Hoy me saluda en la escalera y me pregunta por
mi mamá”.
Trabaja sin
contrato limpiando un restaurante cuatro horas por las mañanas, tarea por la
que le pagan cuatrocientos euros y la tarjeta del metro, y a su madre le sale
de tanto en tanto la opción de cuidar a alguna persona mayor. El Ayuntamiento
le ha concedido una tarjeta monedero para alimentos de doscientos euros
mensuales, y cruza los dedos para conseguir los papeles por arraigo. “Sé que es
difícil llegar a fin de mes, que la economía está mal, pero estoy deseando
poder pagar mi piso y estar tranquila, es mejor eso que pensar que viene la
policía a sacarte”. Durante las primeras semanas notó que se le caía el pelo
por el estrés que sufría. En el grupo vecinal le han dado el contacto de una
psicóloga gratuita, pero aún no ha llamado. “La gente que dice: ¡ah, los
ocupas, no quieren pagar! No saben lo que dicen. No saben lo que sentimos”,
explica la joven madre.
La Ley de Vivienda que no llega
El proyecto de Ley
de Vivienda es uno de los que actualmente están atascados en el Congreso de los
Diputados. Entró en boxes al llegar a la comisión parlamentaria en febrero de
2022, que es la fase de tramitación legislativa en la que se analizan las
enmiendas y se emite un dictamen sobre ellas para ser debatido en el pleno
previo a su votación definitiva. Según el reglamento de la Cámara Baja, para
ello hay un plazo establecido de quince días pero se establece que “la Mesa de
la Comisión podrá prorrogar el plazo para la emisión del informe, cuando la
trascendencia o complejidad del proyecto de ley así lo exigiere”. El pasado
diciembre, la ONU dictaminó (y van ocho, todas en Madrid) que España ha
vulnerado el derecho a la vivienda de una familia.
Hasta la aprobación
de los presupuestos para 2023 hace escasos días, se mantuvo la presión política
entre los miembros de la coalición de Gobierno para su impulso y aprobación. La
ministra socialista del ramo, Raquel Sánchez, dijo después que espera que esté
aprobada a principios de este año. Las principales discrepancias están en el
tratamiento de los grandes tenedores y la forma de frenar la subida abusiva del
precio de los alquileres. Esto último, redactado de forma literal e incluyendo
al adjetivo “abusiva”, aparecía ya en el acuerdo de coalición firmado en
diciembre de 2019.
Casi al final de la
legislatura, tres años después, tras un aumento de la desigualdad acrecentado
por una pandemia mundial, y una pérdida de capacidad adquisitiva general por
los efectos sobre el IPC del conflicto de Ucrania, el proyecto de Ley de Vivienda
sigue acumulando polvo en algún despacho del Congreso de los Diputados, víctima
de los equilibrios de poder y de espaldas a la realidad de la calle.
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