LA ANTIPOLÍTICA, EL PAYASO Y LOS IDIOTAS
NERE BASABE
En casa andamos estos días a la gresca porque se acerca la temida fecha de la junta anual de la comunidad de vecinos, que se promete tan bronca como un debate del estado de la nación en el Congreso de los Diputados, y todos nos queremos escaquear de semejante tarea. Acabaremos jugándonoslo a la pajita más corta o, lo que es peor, me tocará a mí como de costumbre.
La primera vez que me vi obligada a asistir a una de esas reuniones me equivoqué de comunidad de vecinos (por entonces las juntas se realizaban en unos espacios que nos cedía un instituto cercano), y no caí en la cuenta de mi error hasta que, transcurridas ya dos horas, empezaron a discutir sobre las normas de uso de la piscina, porque yo no tengo piscina. Supongo que aun así quedó constancia en acta de alguna de las veces que levanté la mano en el ejercicio de mi derecho al voto: como para reírme luego de Alberto Casero, el diputado del PP que con su error informático aprobó la reforma laboral del gobierno.
Me pregunto por mi
fastidio ante la idea de tener que participar en esta asamblea donde se
discuten y deciden asuntos comunes que me afectan directamente, y no me cuesta
encontrar la respuesta: la pérdida de tiempo, la sensación de irrelevancia de
cualquier posible aportación por mi parte, la sarta de sandeces que
probablemente tendré que escuchar, o el peligro de acabar discutiendo con un
vecino que seguiré cruzándome cotidianamente en el portal. Y es que el ideal de
debate público, en este tipo de democracia de proximidad, acaba reducido al que
propone pintar el portal de verde, al que quiere vestirle un uniforme al
portero o el que exige la construcción de un parking de tres plantas bajo los
cimientos del edificio, así se nos caiga la casa encima. La semana pasada algún
vecino anónimo y emprendedor colocó un paragüero en el portal, y ahora la
escalera se halla dividida entre los que aplauden la iniciativa y los que
rechazan tajantemente la presencia del paragüero no consensuado. En esferas más
altas los hay que proponen regalar maillots ciclistas autografiados para luchar
contra los incendios, así que no sé de qué me extraño.
La antigua Grecia
fue la cuna de la democracia, un sistema de gobierno donde los ciudadanos, que
para algo arriesgaban su vida en las constantes guerras (eso sí que era
"un pequeño esfuerzo"), tomaban las decisiones que afectaban a su
ciudad de forma asamblearia. La Atenas democrática (de la que no participaban
ni los esclavos, ni las mujeres, ni los extranjeros o menores, es decir, casi
nadie) conoció su época de esplendor de la mano del repetidas veces reelegido
como magistrado Pericles, general militar exitoso, orador de enorme reputación,
y capaz de darle su nombre al siglo en el que vivió. Pericles, el "primer
ciudadano" según el historiador Tucídides, ya entonces fue tachado de
demagogo o populista por sus detractores, y se podría decir que fue también el
primer político corrupto de la Historia: malversando el tesoro común de la liga
de Delos para construir los grandiosos templos que más de dos milenios después
seguimos los turistas admirando en la Acrópolis.
Aristóteles acuñó
la famosa definición del ser humano como "animal político", debido a
su capacidad de racionamiento y lenguaje, de conciencia moral y comunicación
que lo destinaba a vivir junto con sus semejantes en la Polis, la ciudad-Estado
como espacio único donde se desarrollaba lo específicamente humano. La economía
se reducía al ámbito privado del gobierno de la casa (ese oikos que da nombre
hoy a un yogur y un quebradero de cabeza), un gobierno sobre desiguales (el
patriarca sobre el resto de los miembros de la familia, incluidos los esclavos)
que se limitaba al ámbito natural de la necesidad (la producción y la
reproducción). La política, por el contrario, era el espacio del gobierno entre
iguales, los ciudadanos libres, porque solo en la Polis se puede ser libre y
desarrollar todo nuestro potencial.
Ser libre para los
antiguos significaba no ser esclavo. La libertad era pertenecer a un pueblo
libre que se autogobierna, y por eso su esencia era la participación política:
soy libre en la medida en que participo en la elaboración de las normas que me
rigen. No otra cosa significa autonomía: soy libre porque obedezco mi propia
ley.
Al que no acudía a
la asamblea se le calificaba de idiotes, aquel que no se ocupaba de los asuntos
públicos para centrarse en sus asuntos privados (la raíz idio- significa
"propio", como en idioma o idiosincrasia). Y para que nadie arguyese
que no podía asistir por tener que ocuparse de su negocio o su hacienda, la
participación política se volvió remunerada, para que no fuera una cosa solo de
ricos.
Han pasado tantos
siglos que yo misma me siento más idiota perdiendo el tiempo en una asamblea de
vecinos que escapándome a la playa. Si para Aristóteles nuestra naturaleza era
esencialmente política, ahora los políticos se han convertido en los otros, y
para algunos, incluso en el enemigo a batir: los que gozan de privilegios, los
que solo miran por su propio interés, aquellos de retórica hueca y exabrupto
fácil. Los corruptos. Los que constituyen una de las principales preocupaciones
de los españoles, según las encuestas del CIS. Esos que ocupan su tiempo
discutiendo sobre la aparición de un paragüero mientras a los demás el techo de
la casa se nos cae encima.
Ya nadie considera
que su libertad resida en depositar un voto en una urna, sino en que no le
prohíban tomarse unas cañas o en que nadie le diga a cuántos metros de
distancia del litoral puede construirse la casa. Cuando en el mundo
contemporáneo reemergió aquella forma arqueológica de gobierno, con la
independencia de los Estados Unidos y en su forma representativa actual (no
cabemos todos en la asamblea, ni tenemos ganas de perder nuestro tiempo en esas
cosas), el significado del bien público había evolucionado ya mucho, reducido
al bienestar material y a la suma de los intereses particulares. Pero ya
entonces se advirtió que, si nos centramos exclusivamente en nuestros intereses
privados absteniéndonos de la participación en lo público, si nos comportamos
como aquellos idiotas de la antigüedad, una sociedad democrática cae fácilmente
en manos de un gobierno despótico.
No es nuevo que la
política goce de mala reputación. Se espera de los políticos que solucionen
nuestros problemas, no que se conviertan en un problema para el resto. Se les
exigen consensos (porque lo "partido", como sinónimo de roto, siempre
ha gozado de mala prensa) mientras se les acusa de ser "todos
iguales" (aunque los datos de la corrupción demuestren que el 86% del
dinero de todos, ese verdadero bien público malversado para fines particulares,
correspondan a casos del Partido Popular). De alguna manera, se les piden
milagros.
Y el milagro alguna
vez se logró, como cuando Europa pasó de las ruinas de la posguerra a la
prosperidad en la que hemos crecido. Apostar toda la legitimidad a la promesa
de prosperidad y bienestar material para los ciudadanos tiene sus riesgos, no
obstante, como apostarlo todo al rojo en la ruleta: y es que, en cuanto esa
garantía social muestra signos de flaquear, surge con fuerza el discurso de la
antipolítica.
En los tiempos en
que en Italia, una democracia tan consolidada como inestable, el cómico Beppe
Grillo lanzó el Movimiento 5 estrellas, cuyo éxito residía precisamente en su
discurso antipolítico, el escritor Andrés Barba publicó su novela En presencia
de un payaso (título prestado de una película de Bergman), donde un cómico se
presentaba a las elecciones con la única propuesta de sentar a un maniquí en el
Congreso. Y hoy, que otro cómico ucraniano se ha convertido en el nuevo
Pericles del mundo occidental, seguro que no faltan quienes preferirían ver
sentada en un escaño a una muñeca hinchable antes que a ciertos individuos. Se
ha hablado mucho estos días del video viral de otro cómico, en este caso
patrio, que cargaba contra "los de arriba" e incluso los tildaba de
"basura" en algún titular. Y no nos damos cuenta de que, con ese tipo
de discursos, nos estamos negando nuestra naturaleza política y con ella,
nuestra propia libertad. Renegamos del debate y la participación, como si el
abstencionismo fuera motivo de orgullo y no cosa de idiotas. Hasta el día en
que nos arrebaten los derechos que nos quedan, y casi no nos demos ni cuenta.
Porque ya conocimos una vez las consecuencias de la antipolítica, de aquel
"hagan como yo y no se metan en política": miles de muertos y
cuarenta años de dictadura.
A la junta de la
comunidad del año pasado no acudimos ni la mitad de los vecinos, y se aprobó
por solo un voto de más una reforma tan innecesaria como onerosa. Ahora que
llegan las derramas, los que el día de la votación optaron por la playa no
dejan de protestar. Ojalá estas cosas se quedaran en un mero chiste de Aquí no
hay quien viva y no acaben convirtiéndose en la norma de nuestra convivencia
social.
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