CARGAS DE PROFUNDIDAD
Carolina Vásquez Araya
El debilitamiento de las
democracias es una estrategia de larga data.
Quien haya sido aficionado a las películas de guerra, sabrá cómo funcionan las cargas de profundidad utilizadas contra los submarinos enemigos. Utilizadas con profusión durante las batallas navales de la Segunda Guerra Mundial, estas bombas explotaban a cierta profundidad, mas que con el objetivo de destruir, con la intención de desgastar tanto a la coraza de la nave como a su tripulación. Algo similar sucede con la política en nuestro continente: poco a poco y sin pausa, los mecanismos diseñados para proteger a las instituciones dedicadas a consolidar los sistemas democráticos, han ido perdiendo su fuerza debido a los embates de fuerzas enemigas difícilmente reconocibles.
Desde las políticas
intervencionistas de Estados Unidos y sus aliados incondicionales se ha tejido
una malla de protección, cuyos efectos operan como si por encima de nuestros
Estados existiera un gobierno supranacional, exento de límites legales y,
obviamente, dedicado a proteger intereses ajenos al bienestar de los pueblos.
Ese colonialismo, cuyas características se asemejan a los de las oligarquías
criollas y, de paso, se alían con ellas, previene cualquier intento de rebelión
por parte de las capas menos privilegiadas de las sociedades latinoamericanas.
Las cargas de profundidad que debilitan
nuestros cimientos vienen en distintos colores: desde los tratados comerciales
hasta los golpes de Estado, pasando por las presiones diplomáticas para incidir
en los textos constitucionales y la emisión de leyes. Además, cuentan con el
apoyo de medios de comunicación de alcance masivo, desde donde se propaga un
ideario ad hoc, capaz de consolidar movimientos ciudadanos opuestos a las
libertades y derechos humanos. A ello se añade, como corolario, una serie de
políticas restrictivas, pero contradictorias, que han convertido a nuestro
continente en un territorio de producción y tráfico de drogas.
Hoy, las cargas de profundidad
han debilitado la resistencia de los pueblos a los abusos de gobernantes
títeres sospechosamente protegidos por el silencio de la comunidad
internacional y, lo cual es aún más tenebroso, aliados a supuestos líderes
espirituales cuyo mensaje gira en torno a la sumisión. Al haberse debilitado el
concepto mismo de democracia, nos vemos enfrentados a una situación de
debilitamiento extremo de la ciudadanía en la mayoría de nuestras naciones.
Privadas de acceso a las decisiones de gobierno y ante legislaciones diseñadas
por asambleas mayoritariamente aliadas con la corrupción, el territorio de las
democracias es uno de guerra solapada en el cual la voz del pueblo es
impotente.
Las estrategias del imperio se
han instalado cómodamente para convertir a nuestros países en proveedores de
materias primas, mano de obra barata, cúpulas políticas obedientes y élites
económicas dispuestas a tranzar con el hambre de sus conciudadanos. En esos
términos, las democracias tan pregonadas como utópicas se han convertido en
parte de un discurso ajeno a la realidad. Los sectores más castigados han
perdido no solo su espacio de participación, sino también gran parte de su
energía vital. Así funcionan las cargas de profundidad lanzadas bajo el agua
con tanta profusión como malas intenciones. Así funcionan las colonias y, así
también, los gobiernos capaces de cooptar al Estado con el objetivo de limitar
los derechos, a sabiendas de contar con la aquiescencia de los dueños del
poder.
La cooptación del Estado es el
instrumento antidemocrático por excelencia.
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