EL REY DESPOLLADO
JUAN LOSA
Retrato de Felipe VI realizado por el pintor Hernán Cortés.
El rey nos mira cómplice. Lo hace desde su traje gris marengo y su corbata azabache. Sereno y cercano. "Con cierto aire de autoritas pero sin olvidar la cordialidad", detalló en su día el retratista oficial ante la prensa. El monarca se nos muestra de perfil, en el lienzo sólo vemos una mano, es probable que la otra repose en paralelo, recostada sobre la pierna que la perspectiva oculta. Sería lo lógico. El que mira rellena el cuadro. Siempre ha sido así. Se sitúa frente al lienzo y lo embadurna de contexto. Del suyo propio. Por eso el mirón comparece ante el monarca convertido en súbdito. Siglos de inviolabilidad le contemplan, desde que un señor, en algún monte perdido de la Historia, tuvo a bien levantar un dedico y esgrimir, providencial, me pido rey. Y ya estaría. Desde ahí nos mira. Sereno y cercano. También próspero. No en vano esta semana hemos sabido que el monarca ahorra el 90% de lo que gana. Que es buen porcentaje. Todo un prodigio si pensamos que la hucha media de sus siervos ronda el 9,6% de su renta, según los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística. Por no hablar de los 2,3 millones de euros en cuentas corrientes, de ahorro y valores de participación en fondos.
Pero volvamos al
cuadro. A su sobriedad y al rostro augusto de su majestad. Un fondo ocre sobre
un sencillo friso recorren el cuadro hasta que se acaba. Y luego un precipicio,
lo real. La representación dura lo que dura, el relato también. El caso es que
de tanto mirar, el monarca va y le dice holi al mirón sin hablar. Porque los
reyes no hablan, emiten preceptos. Luego se les traduce. Hay medios expertos en
ello. También contertulios. El mirón sabe –porque alguien le tradujo– que el
monarca se ha "regenerado" fruto de un "ejercicio de
transparencia" sin precedentes en la historia real. Y se pregunta por la
otra mano. La que a buen seguro reposa en un plácido segundo plano. Piensa el mirón
que esa mano podría no estar donde se supone que debe estar, piensa que quizá
se halle sumergida en la entrepierna de su majestad, empuñando el pelotar, en
señal de gracia divina. Entonces la mirada del monarca ya no sería cómplice. Ni
mucho menos cordial. Podría incluso contener un atisbo de mofa. Es más, se
podría estar despollando del personal. Pero no sería muy real. Tampoco
decoroso. Y el mirón se disculpa por no saber mirar.
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