LA BELLA Y LA BESTIA
YOLANDA ARIAS FERNÁNDEZ
Vivo en un pueblo
relativamente pequeño y estoy acostumbrada a todo tipo de extravagancias en
cuanto a la conducción se refiere. Hace no mucho subía por una calle de sentido
único cuando vi un hueco para aparcar. Un poco más arriba, una furgoneta estaba
en doble fila con las luces de emergencia dadas y su conductor hablaba por el
móvil en la acera. Cuando me dispuse a aparcar, entró precipitadamente en el
vehículo y dio marcha atrás tan bruscamente que tuve que recular. Salió
vociferando de la furgoneta, gritando que necesitaba el sitio -que no estaba
ocupando cuando llegué-, porque hacía una obra cerca. No me pidió que le
cediese el espacio, me increpó de mala manera y cuando le expuse que para usar
así un espacio público necesitaba una licencia comenzó a gritarme un montón de
cosas de mal gusto relacionadas con ser mujer. Un clásico, vamos. No soy dada a
las confrontaciones de ese tipo, con personas así no se puede dialogar. Cuál no
sería mi sorpresa cuando al arrancar de nuevo me encuentro con otra furgoneta
que bajaba en sentido contrario cortándome el paso. Ese conductor sacó la
cabeza por la ventanilla para gritarme que me montara en la acera para que
pudiera pasar y cuando le hice ver que cometía una infracción, tuvo a bien
hablar de nuevo de mi género. Es el lugar común de los incapaces; qué hartita.
Otro ejemplo. Unos
amigos trabajan en un colegio en que descubrieron que su administración no
pagaba los seguros sociales de determinadas horas, con lo que algunos
acumulaban hasta un año sin cotizar, entre otras lindezas, como contratos
cambiados sin firmar, chanchullos con la categoría laboral, etc. La respuesta
del centro ante la petición de subsanación fue amenazar con el cierre del
colegio. Educar en valores lo llaman.
La tercera muestra
es de hace un mes. Una amiga descubre que se ha declarado un incendio
considerable (seis descargas del depósito del helicóptero hicieron falta para
apagarlo) en el patio de su vecina, en una caseta donde guardaba pinturas y
otros elementos inflamables. El fuego saltó a su jardín y le quemó los toldos,
le retorció los canalones y rajó los cristales de varias ventanas. Ahora tiene
el patio de un noventero gris ceniza combinado con el negro carbón que, como
cualquiera sabe, pega con todo. Parece que la vecina le echó la culpa a ella ante
los ojos atónitos de la familia y los vecinos, que no salían de su estupor.
En fin. Hace muchos
años me convencieron para ir al cine a ver una película de Michael Douglas
titulada Un día de furia. No me gustan en general las películas de violencia
gratuita y me estragó. Pensé que los guionistas habían forzado un poco o un
mucho las cosas, al fin y al cabo, ¿cómo puede uno perder así los papeles por
tan poco? Me faltaban unos añitos, está claro. Ahora comprendo a aquel tipo
huraño que va alcanzando temperatura emocional por acumulación y que, harto de
quienes se aprovechan de la buena educación, el buen carácter, la paciencia y
la bondad de otros, enarbolando su egoísmo bordado en la bandera de una
libertad muy mal entendida, se baja de su coche y se compra (o roba, no me
acuerdo) un arma de repetición con la que ejecuta a quien se encuentra.No lo
estoy justificando. Pero sí, lo entiendo y me doy cuenta de que parte de
nuestro éxito como sociedad es no poder comprar armas como quien compra pinzas
para tender la ropa; y esto sucede por muchos motivos, entre ellos porque
seguimos pensando que la ferocidad es un valor positivo en las relaciones
personales.
Me sorprendió mucho
cuando leí en algún medio que erea frecuente entrenar a los ejecutivos (los
agresivos, se entiende, esos que se decían triunfadores) a partir de El arte de
la guerra, de Sun Tzu; así que me lo leí. Cuando las relaciones humanas de
cualquier tipo se enfocan así, desde la confrontación y el engaño y no desde el
diálogo constructivo, desde el darwinismo más terrible, desde la falta de
regulación, no puede esperarse más que individuos y sociedades que prosperan a
costa de otros individuos y otras sociedades. Este manual del buen estratega
dice en su capítulo tres: “si intentas utilizar los métodos del gobierno civil
para dirigir una operación militar, la operación será confusa”. Y eso nos pasa,
me parece.
No les reconozco a
todos esos abusones de más de 40 años que se siguen comportando como el matón
del patio del colegio y que infrautilizan sus lóbulos prefrontalesy
probablemente otras partes de su cerebro, en general, la más mínima reflexión
estratégica sobre su comportamiento. Me da la impresión de que en general les
funciona su hostilidad en el sentido de que consiguen de manera más o menos
inmediata lo que pretenden y eso los satisface a corto plazo; aunque supongo
que a la larga es una fuente de infelicidad, pues intuyo que se van quedando
solos. Pero la cosa es que ellos van a la guerra mientras los demás intentamos
servirnos de los métodos del gobierno civil y así nos va. Mientras unos buscan
el ataque breve y eficaz, otros nos esforzamos es la perseverancia del
razonamiento, de la responsabilidad, de la restitución… Según Sun Tzu es el
camino equivocado, conduce al desgaste y, esto es de mi cosecha, a la
somatización. De forma que uno se ve arrollado y con una caja de Lexatín en la
mano.
Si quieren que esto
sea de general interés y de actualidad, podemos mencionar ese asuntillo de las
personas sin mascarilla, los botellones, los fondos buitre, los gritos en el
hemiciclo más famoso del país, o la salida con alevosía de un rey que lo es y
no lo es a un tiempo. Decía Bauman que la realidad se ha vuelto líquida y lo
cierto es que a veces yo vuelvo a casa con los zapatos como enfangados.
Creo, sin embargo,
que hay mayor fortaleza en resistir, en crear, en alumbrar, aunque la luz sea
miserable. Esa es la ventaja, no para devolver o superar el daño, sino para
cambiar de fondo las reglas del juego. Es un trabajo arduo, a veces contra uno
mismo, pues supone callar en lugar de gritar, supone esperar en lugar de
avasallar, supone perder en lugar de arrebatar, confiando en que la paciencia y
el cuidado de los otros favorecerán el ambiente propicio, no para ser
reconocido, sino para construir algo que merezca la pena.
No soy Gandhi. A
veces compraría el rifle y menos mal que no puedo. A cambio estudio sobre
teoría del color, sobre veladuras, sobre lenguaje. Disfruto del olor del papel
y de jugar al mus con amigos, de pasear por el Aravalle, del fresco en una casa
encalada, de un mensaje corto en el WhatsApp que comienza a suturar una herida
de años. Ha sido la paciencia, me digo. Lo que mantiene nuestra sociedad en pie
son la paciencia y el amor. Sin los pacientes y los amantes nos habríamos
extinguido o exterminado. Cuidado eso sí con el espejismo de la Bella; menudo
chiringuito se han montado algunos con eso de que la belleza está en el
interior, gastando así las fuerzas de los demás cuando lo que necesitan es
terapia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario