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viernes, 7 de agosto de 2020

LA BELLA Y LA BESTIA

LA BELLA Y LA BESTIA

YOLANDA ARIAS FERNÁNDEZ

 

Vivo en un pueblo relativamente pequeño y estoy acostumbrada a todo tipo de extravagancias en cuanto a la conducción se refiere. Hace no mucho subía por una calle de sentido único cuando vi un hueco para aparcar. Un poco más arriba, una furgoneta estaba en doble fila con las luces de emergencia dadas y su conductor hablaba por el móvil en la acera. Cuando me dispuse a aparcar, entró precipitadamente en el vehículo y dio marcha atrás tan bruscamente que tuve que recular. Salió vociferando de la furgoneta, gritando que necesitaba el sitio -que no estaba ocupando cuando llegué-, porque hacía una obra cerca. No me pidió que le cediese el espacio, me increpó de mala manera y cuando le expuse que para usar así un espacio público necesitaba una licencia comenzó a gritarme un montón de cosas de mal gusto relacionadas con ser mujer. Un clásico, vamos. No soy dada a las confrontaciones de ese tipo, con personas así no se puede dialogar. Cuál no sería mi sorpresa cuando al arrancar de nuevo me encuentro con otra furgoneta que bajaba en sentido contrario cortándome el paso. Ese conductor sacó la cabeza por la ventanilla para gritarme que me montara en la acera para que pudiera pasar y cuando le hice ver que cometía una infracción, tuvo a bien hablar de nuevo de mi género. Es el lugar común de los incapaces; qué hartita.

 

Otro ejemplo. Unos amigos trabajan en un colegio en que descubrieron que su administración no pagaba los seguros sociales de determinadas horas, con lo que algunos acumulaban hasta un año sin cotizar, entre otras lindezas, como contratos cambiados sin firmar, chanchullos con la categoría laboral, etc. La respuesta del centro ante la petición de subsanación fue amenazar con el cierre del colegio. Educar en valores lo llaman.

 

La tercera muestra es de hace un mes. Una amiga descubre que se ha declarado un incendio considerable (seis descargas del depósito del helicóptero hicieron falta para apagarlo) en el patio de su vecina, en una caseta donde guardaba pinturas y otros elementos inflamables. El fuego saltó a su jardín y le quemó los toldos, le retorció los canalones y rajó los cristales de varias ventanas. Ahora tiene el patio de un noventero gris ceniza combinado con el negro carbón que, como cualquiera sabe, pega con todo. Parece que la vecina le echó la culpa a ella ante los ojos atónitos de la familia y los vecinos, que no salían de su estupor.

 

En fin. Hace muchos años me convencieron para ir al cine a ver una película de Michael Douglas titulada Un día de furia. No me gustan en general las películas de violencia gratuita y me estragó. Pensé que los guionistas habían forzado un poco o un mucho las cosas, al fin y al cabo, ¿cómo puede uno perder así los papeles por tan poco? Me faltaban unos añitos, está claro. Ahora comprendo a aquel tipo huraño que va alcanzando temperatura emocional por acumulación y que, harto de quienes se aprovechan de la buena educación, el buen carácter, la paciencia y la bondad de otros, enarbolando su egoísmo bordado en la bandera de una libertad muy mal entendida, se baja de su coche y se compra (o roba, no me acuerdo) un arma de repetición con la que ejecuta a quien se encuentra.No lo estoy justificando. Pero sí, lo entiendo y me doy cuenta de que parte de nuestro éxito como sociedad es no poder comprar armas como quien compra pinzas para tender la ropa; y esto sucede por muchos motivos, entre ellos porque seguimos pensando que la ferocidad es un valor positivo en las relaciones personales.

 

Me sorprendió mucho cuando leí en algún medio que erea frecuente entrenar a los ejecutivos (los agresivos, se entiende, esos que se decían triunfadores) a partir de El arte de la guerra, de Sun Tzu; así que me lo leí. Cuando las relaciones humanas de cualquier tipo se enfocan así, desde la confrontación y el engaño y no desde el diálogo constructivo, desde el darwinismo más terrible, desde la falta de regulación, no puede esperarse más que individuos y sociedades que prosperan a costa de otros individuos y otras sociedades. Este manual del buen estratega dice en su capítulo tres: “si intentas utilizar los métodos del gobierno civil para dirigir una operación militar, la operación será confusa”. Y eso nos pasa, me parece.

 

No les reconozco a todos esos abusones de más de 40 años que se siguen comportando como el matón del patio del colegio y que infrautilizan sus lóbulos prefrontalesy probablemente otras partes de su cerebro, en general, la más mínima reflexión estratégica sobre su comportamiento. Me da la impresión de que en general les funciona su hostilidad en el sentido de que consiguen de manera más o menos inmediata lo que pretenden y eso los satisface a corto plazo; aunque supongo que a la larga es una fuente de infelicidad, pues intuyo que se van quedando solos. Pero la cosa es que ellos van a la guerra mientras los demás intentamos servirnos de los métodos del gobierno civil y así nos va. Mientras unos buscan el ataque breve y eficaz, otros nos esforzamos es la perseverancia del razonamiento, de la responsabilidad, de la restitución… Según Sun Tzu es el camino equivocado, conduce al desgaste y, esto es de mi cosecha, a la somatización. De forma que uno se ve arrollado y con una caja de Lexatín en la mano.

 

Si quieren que esto sea de general interés y de actualidad, podemos mencionar ese asuntillo de las personas sin mascarilla, los botellones, los fondos buitre, los gritos en el hemiciclo más famoso del país, o la salida con alevosía de un rey que lo es y no lo es a un tiempo. Decía Bauman que la realidad se ha vuelto líquida y lo cierto es que a veces yo vuelvo a casa con los zapatos como enfangados.

 

Creo, sin embargo, que hay mayor fortaleza en resistir, en crear, en alumbrar, aunque la luz sea miserable. Esa es la ventaja, no para devolver o superar el daño, sino para cambiar de fondo las reglas del juego. Es un trabajo arduo, a veces contra uno mismo, pues supone callar en lugar de gritar, supone esperar en lugar de avasallar, supone perder en lugar de arrebatar, confiando en que la paciencia y el cuidado de los otros favorecerán el ambiente propicio, no para ser reconocido, sino para construir algo que merezca la pena.

 

No soy Gandhi. A veces compraría el rifle y menos mal que no puedo. A cambio estudio sobre teoría del color, sobre veladuras, sobre lenguaje. Disfruto del olor del papel y de jugar al mus con amigos, de pasear por el Aravalle, del fresco en una casa encalada, de un mensaje corto en el WhatsApp que comienza a suturar una herida de años. Ha sido la paciencia, me digo. Lo que mantiene nuestra sociedad en pie son la paciencia y el amor. Sin los pacientes y los amantes nos habríamos extinguido o exterminado. Cuidado eso sí con el espejismo de la Bella; menudo chiringuito se han montado algunos con eso de que la belleza está en el interior, gastando así las fuerzas de los demás cuando lo que necesitan es terapia.



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